Cada año, el 29 de abril, Francisco Valle sacaba de su faltriquera su reloj de leontina. Cuando marcaba las nueve de la mañana, no antes, entraba al templo de Santo Domingo. Entonces su atavío era un liqui liqui blanco de lino inglés con botonadura de oro, unos botines de charol negro y sobre el pecho las tres medallas que había ganado entre el humo de las batallas cuando su partido necesitó de su brazo armado.