Ya se van posando sobre los palos de las gavias y de los juanetes del buque. Llama por sus nombres a los últimos tres hombres de su tripulación, y nadie le da voz de respuesta. Infla sus pulmones con todo el aire que pudieron atrapar, y con suavidad su dedo pisa el gatillo de un mosquete cuya boca sitúa debajo de su barbilla. Espantada sobre el mar, la turba de gallinazos voló con torpeza cuando el estruendo de la descarga trepidó en el disuelto cristal del nuevo día.