Puede que su relación de amor con el reguetón y otros ritmos, que asusta a los folcloristas más tradicionales, sea lo que mantenga vivo el vallenato y evite que se ahogue en el formol de su gloria pasada.
El tango, la ranchera y el porro son géneros musicales que en su momento conquistaron el gusto de millones de personas en sus países de origen y luego afuera de sus fronteras. Durante años estuvieron de moda, pero cuando nadie imaginaba que su popularidad decaería, se vinieron a menos o quedaron confinados al culto de reducidos círculos de amantes nostálgicos.
En su momento fueron muy populares, tuvieron intérpretes, compositores y cantantes famosos; no obstante, terminaron desplazados por nuevos ritmos, en apariencia de inferior calidad, que hicieron las delicias de nuevas generaciones. Quizás se agotaron por falta de flexibilidad y renovación. Algunos mantuvieron el mismo formato “de la cuna hasta la tumba” creyendo que allí estaba su fortaleza y no su debilidad.
En cambio, hay otros que han perdurado, como sucede con la música vallenata que, con poco más de cien años de antigüedad, mucho tiempo para una música folclórica, sigue viva y cautivando el gusto de millones de jóvenes. ¿Cómo explicar su vigencia? ¿Qué tiene el vallenato que no tuvieron los géneros antes mencionados? La respuesta es simple: innovación. Ese reinventarse, una y otra vez, que tanto fastidia a los puristas del folclor, ha sido el mejor seguro de vida del vallenato.
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Tal vez la referencia escrita más antigua de la presencia en la costa Caribe del acordeón, la caja y la guacharaca se encuentre en el libro Indios y viajeros. Los viajes de Joseph de Brettes y Georges Sogler por el norte de Colombia, 1892-1896, compilados por Juan Camilo Niño. En el texto, el francés Joseph de Brettes describe las tormentosas noches de insomnio que vivió en Río Frío y Aracataca, el 14 y el 15 de febrero de 1896, gracias a la algarabía de una cumbiamba amenizada con esos tres instrumentos típicos.
Desde entonces el vallenato ha sido sometido a una permanente transformación. Por eso es tan difícil, o casi imposible, hablar de una versión auténtica o tradicional que haya que proteger o salvaguardar.
¿A cuál se refieren? ¿Al vallenato que se tocaba con acordeón moruno acompañado de una caja de dos parches y guacharaca de un metro de largo? ¿Al que se interpreta con acordeón piano o con guitarras? Y, además, ¿de qué o de quién hay que protegerlo? Lo que debemos hacer, más bien, es redimirlo, liberarlo de sus mitos.
En sus inicios el acordeonero tocaba, componía, cantaba sus canciones y se esmeraba por construir su propia y singular rutina que permitía, sin equívocos, distinguirlo a la distancia. Eso ya no es fundamental ni posible. El acordeón amenizó cumbiambas, colitas, parrandas, cumpleaños, bautizos, matrimonios y fiestas patronales. Por supuesto, como cualquier otro ritmo musical del Caribe, desde siempre animó bailes populares y francachelas de jóvenes adinerados.
El mito de que el vallenato no se bailaba es reciente, lo inventó la imaginación febril de Gabriel García Márquez. No se hacía en las parrandas por ausencia de mujeres porque este era un rito de hombres, pero la música vallenata no se agotaba en ellas. Los mismos acordeoneros se encargaron de hacer bailes en los pueblos donde llegaban de correduría. Acostumbraban cobrar por cada pieza tocada o bailada, mientras la dueña o dueño del local o prostíbulo vendía el ron u otros servicios.
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La primera divulgación nacional de la música vallenata se hizo a través de guitarras, no del acordeón como podría esperarse. Y, desde su tierna infancia, sus intérpretes no han puesto reparo en acompañarla con cencerro, timba, bombardino, saxofón, clarinete, bajo eléctrico, batería, timbales, redoblante y sintetizadores, entre otros.
Con el tiempo también aparecieron cantantes, coristas, fusiones, equipos de sonido modernos y todo lo que consideraron útil para ayudar al éxito de sus grabaciones y presentaciones. Es decir, no ha habido modelos ni referentes rígidos. ¿A partir de qué criterio vamos entonces a definir lo que es o no tradicional?
En 1968 se celebró por primera vez el Festival Vallenato, y si bien sirvió en sus inicios para promover y divulgar el folclor, también dio origen a reglas inflexibles que definieron qué era y qué no era la música autóctona. Surgieron folclorólogos que decidieron que, a la manera del Concilio de Nicea con los Evangelios cristianos, solo había cuatro ritmos vallenatos: puya, merengue, paseo y son; que debían interpretarse con caja, guacharaca y acordeón, e incluso determinaron que este último solo podía contar con un teclado de tres hileras.
Si antaño los músicos adoptaban los nuevos modelos de acordeón que salían al mercado, ¿por qué no podían seguir haciéndolo con los más recientes? Si los aires vallenatos surgieron poco a poco y no simultáneamente, ¿por qué no podrían aparecer nuevos ritmos en el futuro? Porque los prefectos de disciplina congelaron por decreto su evolución.
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Lo hicieron, tal vez, con el propósito de preservar el folclor o, quizás, para poner en desventaja a músicos de otras regiones. Se sabe, por ejemplo, que en nombre de la tradición se estigmatizó a los intérpretes de la refrescante escuela sabanera. A pesar de que, a juicio de García Márquez, en su momento, ella fue “lo mejor que le pudo pasar al vallenato”.
Por fortuna nuestros músicos y compositores ignoraron esos cánones de pureza y formaron conjuntos musicales modernos e innovadores, dando origen a lo que hoy se conoce como el “vallenato comercial”. Ese de las grabaciones, las casetas, los conciertos. El que bailamos y cantamos; con el que nos enamoramos y emborrachamos; el que generó millones de fanáticos y volvió famosa a Valledupar.
El mismo que con su éxito ha convertido el concurso de acordeones en una suerte de muestra retro de la cultura vallenata. El que también acabó con las parrandas, especie de salas-cunas de nuestras mejores canciones. Las que ahora intentan revivir de manera artificial, a sabiendas de que ni a los muchachos les seduce emborracharse en torno a un conjunto típico, ni las muchachas están dispuestas a participar en rituales machistas donde ellas no figuran para nada.
Prefieren “parrandear” en los conciertos. No porque el vallenato esté en crisis sino porque los hábitos y las costumbres cambian. Lo nuevo, guste o no, siempre emerge con su impertinencia renovadora.
El vallenato vive porque está en permanente ebullición. No solo por la dinámica del mercado sino porque los músicos, como artistas que son, cultivan un espíritu liberal, creativo y abierto. Hay críticos que matizan y dicen que “hay que innovar, pero sin perder la esencia”.
Pero no se ponen de acuerdo en qué consiste dicha “esencia” y es muy fácil con esta excusa maniatarlo, ponerle un corsé y momificarlo. No advierten que la esencia del vallenato es la innovación, su irrefrenable vocación de cambio. La mentalidad parroquial siempre descalificará a los herejes apelando al mito de un vallenato tradicional inexistente. Olvidan que lo que hoy es escándalo y heterodoxia mañana suele convertirse en un clásico.
Nuestros jóvenes músicos están haciendo un vallenato tan puro y legítimo como el que les precedió. Interpretan el sentir, el lenguaje y la cultura de una población urbana, que interactúa con otros ritmos modernos gracias a la tecnología y la globalización. Antes se componía pensando en la región; ahora en el país y en un público internacional. No esperemos, entonces, que hagan canciones enfocados solo en la provincia ni que respeten los cuatro aires del vallenato como si este fuera inmutable.
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El ritmo bailable y pegajoso parece una apuesta más segura en el mundo digital que el relato costumbrista de la ruralidad. La música de acordeón, libre de ataduras y corregidores, le está tomando ventaja a la música vallenata diseñada en los festivales. Los acordeoneros parecen ser más relevantes que los compositores. El ritmo tiene arrinconada a la metáfora. Y el verso fino no encuentra aún su vestido urbano.
¿Debemos por esto descalificar a los exponentes de la “nueva ola” del vallenato? No. El tiempo será el mejor crítico de la calidad de sus irreverencias. Exijámosles, mientras tanto, más poesía y calidad literaria en la letra de sus canciones; más academia, formarse en conservatorios de música; superar el machismo, el romanticismo cursi, la apología pueblerina al consumo de alcohol, y abandonar los fatigantes saludos en las grabaciones. Pidámosles más preocupación crítica por lo que ocurre en su entorno y, sobre todo, tomar distancia de los corruptos y los grupos ilegales disfrazados de mecenas.
Es la falta de modernidad el verdadero y mayor enemigo del vallenato de hoy y de mañana.
Por Rodolfo Quintero Romero* / EL PILÓN
Puede que su relación de amor con el reguetón y otros ritmos, que asusta a los folcloristas más tradicionales, sea lo que mantenga vivo el vallenato y evite que se ahogue en el formol de su gloria pasada.
El tango, la ranchera y el porro son géneros musicales que en su momento conquistaron el gusto de millones de personas en sus países de origen y luego afuera de sus fronteras. Durante años estuvieron de moda, pero cuando nadie imaginaba que su popularidad decaería, se vinieron a menos o quedaron confinados al culto de reducidos círculos de amantes nostálgicos.
En su momento fueron muy populares, tuvieron intérpretes, compositores y cantantes famosos; no obstante, terminaron desplazados por nuevos ritmos, en apariencia de inferior calidad, que hicieron las delicias de nuevas generaciones. Quizás se agotaron por falta de flexibilidad y renovación. Algunos mantuvieron el mismo formato “de la cuna hasta la tumba” creyendo que allí estaba su fortaleza y no su debilidad.
En cambio, hay otros que han perdurado, como sucede con la música vallenata que, con poco más de cien años de antigüedad, mucho tiempo para una música folclórica, sigue viva y cautivando el gusto de millones de jóvenes. ¿Cómo explicar su vigencia? ¿Qué tiene el vallenato que no tuvieron los géneros antes mencionados? La respuesta es simple: innovación. Ese reinventarse, una y otra vez, que tanto fastidia a los puristas del folclor, ha sido el mejor seguro de vida del vallenato.
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Tal vez la referencia escrita más antigua de la presencia en la costa Caribe del acordeón, la caja y la guacharaca se encuentre en el libro Indios y viajeros. Los viajes de Joseph de Brettes y Georges Sogler por el norte de Colombia, 1892-1896, compilados por Juan Camilo Niño. En el texto, el francés Joseph de Brettes describe las tormentosas noches de insomnio que vivió en Río Frío y Aracataca, el 14 y el 15 de febrero de 1896, gracias a la algarabía de una cumbiamba amenizada con esos tres instrumentos típicos.
Desde entonces el vallenato ha sido sometido a una permanente transformación. Por eso es tan difícil, o casi imposible, hablar de una versión auténtica o tradicional que haya que proteger o salvaguardar.
¿A cuál se refieren? ¿Al vallenato que se tocaba con acordeón moruno acompañado de una caja de dos parches y guacharaca de un metro de largo? ¿Al que se interpreta con acordeón piano o con guitarras? Y, además, ¿de qué o de quién hay que protegerlo? Lo que debemos hacer, más bien, es redimirlo, liberarlo de sus mitos.
En sus inicios el acordeonero tocaba, componía, cantaba sus canciones y se esmeraba por construir su propia y singular rutina que permitía, sin equívocos, distinguirlo a la distancia. Eso ya no es fundamental ni posible. El acordeón amenizó cumbiambas, colitas, parrandas, cumpleaños, bautizos, matrimonios y fiestas patronales. Por supuesto, como cualquier otro ritmo musical del Caribe, desde siempre animó bailes populares y francachelas de jóvenes adinerados.
El mito de que el vallenato no se bailaba es reciente, lo inventó la imaginación febril de Gabriel García Márquez. No se hacía en las parrandas por ausencia de mujeres porque este era un rito de hombres, pero la música vallenata no se agotaba en ellas. Los mismos acordeoneros se encargaron de hacer bailes en los pueblos donde llegaban de correduría. Acostumbraban cobrar por cada pieza tocada o bailada, mientras la dueña o dueño del local o prostíbulo vendía el ron u otros servicios.
Lee también: Aguachica escenario de ‘La fiesta de mi pueblo’ de Radio Nacional
La primera divulgación nacional de la música vallenata se hizo a través de guitarras, no del acordeón como podría esperarse. Y, desde su tierna infancia, sus intérpretes no han puesto reparo en acompañarla con cencerro, timba, bombardino, saxofón, clarinete, bajo eléctrico, batería, timbales, redoblante y sintetizadores, entre otros.
Con el tiempo también aparecieron cantantes, coristas, fusiones, equipos de sonido modernos y todo lo que consideraron útil para ayudar al éxito de sus grabaciones y presentaciones. Es decir, no ha habido modelos ni referentes rígidos. ¿A partir de qué criterio vamos entonces a definir lo que es o no tradicional?
En 1968 se celebró por primera vez el Festival Vallenato, y si bien sirvió en sus inicios para promover y divulgar el folclor, también dio origen a reglas inflexibles que definieron qué era y qué no era la música autóctona. Surgieron folclorólogos que decidieron que, a la manera del Concilio de Nicea con los Evangelios cristianos, solo había cuatro ritmos vallenatos: puya, merengue, paseo y son; que debían interpretarse con caja, guacharaca y acordeón, e incluso determinaron que este último solo podía contar con un teclado de tres hileras.
Si antaño los músicos adoptaban los nuevos modelos de acordeón que salían al mercado, ¿por qué no podían seguir haciéndolo con los más recientes? Si los aires vallenatos surgieron poco a poco y no simultáneamente, ¿por qué no podrían aparecer nuevos ritmos en el futuro? Porque los prefectos de disciplina congelaron por decreto su evolución.
Lee también: Los ritmos en el vallenato
Lo hicieron, tal vez, con el propósito de preservar el folclor o, quizás, para poner en desventaja a músicos de otras regiones. Se sabe, por ejemplo, que en nombre de la tradición se estigmatizó a los intérpretes de la refrescante escuela sabanera. A pesar de que, a juicio de García Márquez, en su momento, ella fue “lo mejor que le pudo pasar al vallenato”.
Por fortuna nuestros músicos y compositores ignoraron esos cánones de pureza y formaron conjuntos musicales modernos e innovadores, dando origen a lo que hoy se conoce como el “vallenato comercial”. Ese de las grabaciones, las casetas, los conciertos. El que bailamos y cantamos; con el que nos enamoramos y emborrachamos; el que generó millones de fanáticos y volvió famosa a Valledupar.
El mismo que con su éxito ha convertido el concurso de acordeones en una suerte de muestra retro de la cultura vallenata. El que también acabó con las parrandas, especie de salas-cunas de nuestras mejores canciones. Las que ahora intentan revivir de manera artificial, a sabiendas de que ni a los muchachos les seduce emborracharse en torno a un conjunto típico, ni las muchachas están dispuestas a participar en rituales machistas donde ellas no figuran para nada.
Prefieren “parrandear” en los conciertos. No porque el vallenato esté en crisis sino porque los hábitos y las costumbres cambian. Lo nuevo, guste o no, siempre emerge con su impertinencia renovadora.
El vallenato vive porque está en permanente ebullición. No solo por la dinámica del mercado sino porque los músicos, como artistas que son, cultivan un espíritu liberal, creativo y abierto. Hay críticos que matizan y dicen que “hay que innovar, pero sin perder la esencia”.
Pero no se ponen de acuerdo en qué consiste dicha “esencia” y es muy fácil con esta excusa maniatarlo, ponerle un corsé y momificarlo. No advierten que la esencia del vallenato es la innovación, su irrefrenable vocación de cambio. La mentalidad parroquial siempre descalificará a los herejes apelando al mito de un vallenato tradicional inexistente. Olvidan que lo que hoy es escándalo y heterodoxia mañana suele convertirse en un clásico.
Nuestros jóvenes músicos están haciendo un vallenato tan puro y legítimo como el que les precedió. Interpretan el sentir, el lenguaje y la cultura de una población urbana, que interactúa con otros ritmos modernos gracias a la tecnología y la globalización. Antes se componía pensando en la región; ahora en el país y en un público internacional. No esperemos, entonces, que hagan canciones enfocados solo en la provincia ni que respeten los cuatro aires del vallenato como si este fuera inmutable.
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El ritmo bailable y pegajoso parece una apuesta más segura en el mundo digital que el relato costumbrista de la ruralidad. La música de acordeón, libre de ataduras y corregidores, le está tomando ventaja a la música vallenata diseñada en los festivales. Los acordeoneros parecen ser más relevantes que los compositores. El ritmo tiene arrinconada a la metáfora. Y el verso fino no encuentra aún su vestido urbano.
¿Debemos por esto descalificar a los exponentes de la “nueva ola” del vallenato? No. El tiempo será el mejor crítico de la calidad de sus irreverencias. Exijámosles, mientras tanto, más poesía y calidad literaria en la letra de sus canciones; más academia, formarse en conservatorios de música; superar el machismo, el romanticismo cursi, la apología pueblerina al consumo de alcohol, y abandonar los fatigantes saludos en las grabaciones. Pidámosles más preocupación crítica por lo que ocurre en su entorno y, sobre todo, tomar distancia de los corruptos y los grupos ilegales disfrazados de mecenas.
Es la falta de modernidad el verdadero y mayor enemigo del vallenato de hoy y de mañana.
Por Rodolfo Quintero Romero* / EL PILÓN