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Editorial - 17 mayo, 2010

Pragmatismo popular

Pocos los días faltantes para la cita con las urnas en el cumplimiento de un derecho fundamental, elegir al próximo mandatario de los colombianos. Así muchos quieran negar una realidad, a escasas dos semanas la suerte parece acompañar exclusivamente a Juan Manuel Santos y Antanas Mockus, en una campaña electoral casi completamente deficitaria en materia […]

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Pocos los días faltantes para la cita con las urnas en el cumplimiento de un derecho fundamental, elegir al próximo mandatario de los colombianos.

Así muchos quieran negar una realidad, a escasas dos semanas la suerte parece acompañar exclusivamente a Juan Manuel Santos y Antanas Mockus, en una campaña electoral casi completamente deficitaria en materia programática.

Esa es acaso la mayor característica de la presente jornada, y la que la hace única y muy particular. En todo el mundo civilizado, inclusive en la Colombia del pasado, las campañas políticas giran alrededor de ejes programáticos sustanciales sometidos a consideración del pueblo votante; lo ideal es que sean las propuestas, debidamente debatidas, las que merezcan el beneplácito y la victoria popular, mucho más que las propias personas que coyunturalmente las encarnen.

Ese idealismo parece tirado por la borda en la presente contienda, que no debate electoral. Y no sólo por ausencia física de tiempo, al malgastarse y malograrse por obra y gracia de una indefinición política y jurídica respecto a la posibilidad de una segunda reelección presidencial. De no avisparse la Corte Constitucional, el fallo de inconstitucionalidad hubiese coincidido con la fecha de las elecciones, y a duras penas los candidatos habrían tenido tiempo para balbucear sus hojas de vida.

Desde luego que si existen candidatos con programas debidamente estructurados y definidos; es más, candidatos que le han gastado tiempo y esfuerzos a recorrer y conocer el país para, con la participación de sus afectos, construir una propuesta rescatable. Sería mezquino y desincentivador negarle esos atributos a un Vargas Lleras, a un Petro, inclusive a un Pardo Rueda.

Los otros candidatos – qué paradoja: los que puntean en las encuestas – se durmieron en sus laureles a la espera de la definición reeleccionista, tocándoles improvisar decálogos de enunciación sin explicar el cómo y el porqué de cada idea. Así, pues, más que la ausencia efectiva de propuesta, se echa de menos es la controversia o debate, así sea ligero, sobre los pocos ejes temáticos asomados, amparándose en la cortedad del tiempo que realzó otras herramientas – las encuestas, los publireportajes y los debates light en la televisión –  para mantener en vilo a la opinión pública.

Pero en el trasfondo parece subyacer otra razón para desestimar la importancia de las propuestas: al menos en Colombia, el ciudadano se ha vuelto un ‘incrédulo programático’ (al papel le cabe todo) con más veras cuando esos postulados inscritos y vociferados como programas de gobierno son bien pronto tirados al cuarto de san alejo sin que nadie se mosquee por la inconsistencia entre lo ofrecido y lo ejecutado, ni siquiera la misma ciudadanía en ejercicio de la democracia participativa.

A nivel de supuesto, al ciudadano votante parece importarle más que los ‘tales programas’, el imaginario tenue adquirido sobre el candidato, esto es, sus antecedentes, ejecutorias y acompañantes conocidos. Quienes defienden a ultranza a Santos sólo le abonan su cercanía e idolatría por Uribe y su defensa populista de la Seguridad democrática, mostrándolo como el único capaz de continuar ese pulso.

Ese mismo raciocinio apriorístico y emotivo abraza a la ciudadanía electora con relación a los demás candidatos. Más que los programas, se reitera, importa su cercanía o lejanía a la figura del mesías a punto de abandonar la Casa de Nariño. Con esa vara se mide a los candidatos de los partidos PDA y Liberal, Petro y a Pardo, satanizados como opositores del gobierno, y también a Vargas Lleras y Sanín, a quienes no le perdonan su poca obsecuencia con Uribe.

Con Mockus es igual pero diferente. No son sus programas lo subyugante, sino el halo que trasmite tras su paso por la vida pública. Su transparencia, su nula proclividad a la politiquería, su desapego a los dineros ajenos y a la marrullería, amén de que mantiene en el limbo sus sentimientos hacía Uribe, lo hacen predilecto del país no ‘furibista’, aquel que sin aflojar el pulso contra el terrorismo coloca a la corrupción en la cúspide de los problemas. Más que sus propuestas, se repite, importan sus enunciados a favor de la vida y la legalidad.

Ese pragmatismo es bienvenido, sin duda, y más en Colombia que ha invertido la pirámide de valores, premiándose y promoviéndose al habilidoso, y castigándose y relegándose al virtuoso. El pueblo tiene la palabra; que gane la democracia.

Editorial
17 mayo, 2010

Pragmatismo popular

Pocos los días faltantes para la cita con las urnas en el cumplimiento de un derecho fundamental, elegir al próximo mandatario de los colombianos. Así muchos quieran negar una realidad, a escasas dos semanas la suerte parece acompañar exclusivamente a Juan Manuel Santos y Antanas Mockus, en una campaña electoral casi completamente deficitaria en materia […]


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Pocos los días faltantes para la cita con las urnas en el cumplimiento de un derecho fundamental, elegir al próximo mandatario de los colombianos.

Así muchos quieran negar una realidad, a escasas dos semanas la suerte parece acompañar exclusivamente a Juan Manuel Santos y Antanas Mockus, en una campaña electoral casi completamente deficitaria en materia programática.

Esa es acaso la mayor característica de la presente jornada, y la que la hace única y muy particular. En todo el mundo civilizado, inclusive en la Colombia del pasado, las campañas políticas giran alrededor de ejes programáticos sustanciales sometidos a consideración del pueblo votante; lo ideal es que sean las propuestas, debidamente debatidas, las que merezcan el beneplácito y la victoria popular, mucho más que las propias personas que coyunturalmente las encarnen.

Ese idealismo parece tirado por la borda en la presente contienda, que no debate electoral. Y no sólo por ausencia física de tiempo, al malgastarse y malograrse por obra y gracia de una indefinición política y jurídica respecto a la posibilidad de una segunda reelección presidencial. De no avisparse la Corte Constitucional, el fallo de inconstitucionalidad hubiese coincidido con la fecha de las elecciones, y a duras penas los candidatos habrían tenido tiempo para balbucear sus hojas de vida.

Desde luego que si existen candidatos con programas debidamente estructurados y definidos; es más, candidatos que le han gastado tiempo y esfuerzos a recorrer y conocer el país para, con la participación de sus afectos, construir una propuesta rescatable. Sería mezquino y desincentivador negarle esos atributos a un Vargas Lleras, a un Petro, inclusive a un Pardo Rueda.

Los otros candidatos – qué paradoja: los que puntean en las encuestas – se durmieron en sus laureles a la espera de la definición reeleccionista, tocándoles improvisar decálogos de enunciación sin explicar el cómo y el porqué de cada idea. Así, pues, más que la ausencia efectiva de propuesta, se echa de menos es la controversia o debate, así sea ligero, sobre los pocos ejes temáticos asomados, amparándose en la cortedad del tiempo que realzó otras herramientas – las encuestas, los publireportajes y los debates light en la televisión –  para mantener en vilo a la opinión pública.

Pero en el trasfondo parece subyacer otra razón para desestimar la importancia de las propuestas: al menos en Colombia, el ciudadano se ha vuelto un ‘incrédulo programático’ (al papel le cabe todo) con más veras cuando esos postulados inscritos y vociferados como programas de gobierno son bien pronto tirados al cuarto de san alejo sin que nadie se mosquee por la inconsistencia entre lo ofrecido y lo ejecutado, ni siquiera la misma ciudadanía en ejercicio de la democracia participativa.

A nivel de supuesto, al ciudadano votante parece importarle más que los ‘tales programas’, el imaginario tenue adquirido sobre el candidato, esto es, sus antecedentes, ejecutorias y acompañantes conocidos. Quienes defienden a ultranza a Santos sólo le abonan su cercanía e idolatría por Uribe y su defensa populista de la Seguridad democrática, mostrándolo como el único capaz de continuar ese pulso.

Ese mismo raciocinio apriorístico y emotivo abraza a la ciudadanía electora con relación a los demás candidatos. Más que los programas, se reitera, importa su cercanía o lejanía a la figura del mesías a punto de abandonar la Casa de Nariño. Con esa vara se mide a los candidatos de los partidos PDA y Liberal, Petro y a Pardo, satanizados como opositores del gobierno, y también a Vargas Lleras y Sanín, a quienes no le perdonan su poca obsecuencia con Uribe.

Con Mockus es igual pero diferente. No son sus programas lo subyugante, sino el halo que trasmite tras su paso por la vida pública. Su transparencia, su nula proclividad a la politiquería, su desapego a los dineros ajenos y a la marrullería, amén de que mantiene en el limbo sus sentimientos hacía Uribe, lo hacen predilecto del país no ‘furibista’, aquel que sin aflojar el pulso contra el terrorismo coloca a la corrupción en la cúspide de los problemas. Más que sus propuestas, se repite, importan sus enunciados a favor de la vida y la legalidad.

Ese pragmatismo es bienvenido, sin duda, y más en Colombia que ha invertido la pirámide de valores, premiándose y promoviéndose al habilidoso, y castigándose y relegándose al virtuoso. El pueblo tiene la palabra; que gane la democracia.