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Crónica - 18 septiembre, 2019

Páginas desconocidas

ST. Mary´s Church es un templo católico en Filadelfia, la primera capital que tuvo Estados Unidos de América.

Rodolfo Ortega Montero
Rodolfo Ortega Montero
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ST. Mary´s Church es un templo católico en Filadelfia, la primera capital que tuvo Estados Unidos de América. Allí en sus muros están empotradas sendas placas en inglés: una del gobierno federal de aquel país, y otra de Pedro Nel Ospina, Presidente de Colombia. Ambas honran la memoria de Manuel de Torres, sepultado allí. En el patio del jardín trasero están los sepulcros de ciudadanos ilustres.

Desde Washington viajé hasta allá en la primavera de 2012, invitado por el Instituto Smithsoniano para hacer una disertación sobre las legislaciones del mundo antiguo, igual al título de una obra que para esos días había escrito y lanzado en Bogotá en asocio de dos de mis hijos.

Después de haber recorrido las naves de ST. Mary´s Church, dirigí mis pasos a la pequeña necrópolis de los jardines de atrás, leyendo con dificultad en las tumbas nombres y fechas desvaídos por el sol, la nieve y la lluvia, mientras hacía memoria de lo que había escrito mi viejo amigo Álvaro Castro Socarrás sobre tal personaje, casi que desconocido en nuestros registros de historia.

Su nombre era Manuel de Trujillo de Torres y Góngora, sobrino de quien fuera arzobispo y después virrey de Nuevo Reino de Granada, Antonio Pascual de San Pedro Alcántara Caballero y Góngora. Esos tres nombres de santos de su tío, nos dice que don Manuel pertenecía a una familia ultra religiosa de Priego, villa de la provincia de Córdoba, en España.

Llegó a Nuevo Reino de Granada hacia 1778, en compañía de su poderoso tío, el Arzobispo, prestando servicio como oficial en las milicias del Rey, pues había sido un destacado cadete en el Colegio Militar de Soret.

Mucha figuración tuvo el Arzobispo en los sucesos de la insurrección comunera, pues celebró un convenio o capitulación en Zipaquirá con los amotinados por los impuestos excesivos, para evitar los desmanes que podrían haber, si ellos se tomaban a Santafé, capital de Nuevo Reino Granada. Después el virrey Flórez y los oidores de la Real Audiencia desconocieron los compromisos que el prelado había contraído con los sublevados. Más tarde, por la muerte inesperada de otro virrey, Torrezar Diaz Pimienta, Carlos III de España designó en ese cargo al arzobispo Caballero y Góngora.

Hemos traído estos datos a este tema, para entender el entorno en que se movía Manuel Torres, eje de nuestro relato. Era la época de las tertulias literarias y científicas auspiciadas por personajes como el periodista cubano Bruno Espinoza de los Monteros y don Antonio Nariño y Álvarez. No era extraño en tales reuniones el joven Manuel de Torres, en las cuales se discutían temas políticos y económicos de los enciclopedistas Voltaire, Rosseau, Montesquieu y otros, así como de la reciente Revolución Francesa y las libertades y derechos nuevos que introdujo.

Dieron pie tales afanes, el cultivo de ideas de independencia en el sobrino del Arzobispo, para ese entonces también Virrey, lo que fue causa de un serio disgusto entre ambos.

Cuando ocurrió la ruptura, Manuel de Torres, atraído por el mundo de los negocios se vino a Tenerife, y don Agustín de la Sierra, Juez de Tierras de Valle de Upar, se lo trajo para estas comarcas dedicándose al comercio de carnes cecinas y pieles de vacunos por las trochas que iban al río Grande de la Magdalena, y de ahí a los puertos caribes para el reenvío a las costas de Estados Unidos y de Europa.

Para esos años, su tío, con el pretexto de defender a Cartagena de la amenaza de una invasión inglesa, hace construir una casona en Turbaco que después sería del expresidente y general Santa Ana cuando llegó desterrado de su patria México. Desde ahí el arzobispo y virrey gobernó el Virreinato, pero se dijo entonces que el real motivo de su residencia allí era para estar cerca de su sobrino Manuel, en Tenerife y Valle de Upar, único pariente de sangre que tenía de este lado del mar.

Para esta época Manuel Torres, pues ya había suprimido el “de” de su apellido según la moda republicana, era dueño de dehesas y hatos inmensos, que después quedarían heredados por sus descendientes, las notables hermanas Torres, troncos de varias familias del norte del Cesar.

Mas luego su tío, parte a España como Arzobispo de Córdoba, y a poco, pero le llegó la muerte en el camino hacia Roma cuando iba a recibir el capelo de Cardenal. Sin quién lo protegiera, Manuel Torres, quedó en la mira de las retaliaciones de las nuevas autoridades españolas con el rey Fernando VII en el trono, monarca absolutista. Perseguido por sus ideas republicanas, don Manuel, para salvarse de ir al presidio de Chagres, en Panamá, huyó a Filadelfia en 1796, donde tenía socios de comercio. Pronto figuró allí en los círculos intelectuales, siendo amparo y consejero de todos los refugiados, y columnista de La Aurora, un periódico al servicio de los revolucionarios de Hispanoamérica.

En esa capital, Torres gestiona préstamos y la compra de armas para los nacientes ejércitos republicanos de Argentina, Venezuela, México y Nueva Granada.

Alguna penuria económica debió pasar, pues los servicios secretos de España en Estados Unidos le seguían sus pasos, lo que fue causa de la confiscación de sus bienes, los de su esposa en Valle de Upar, y de su inmensa hacienda San Carlos.

Un día de 1822, el libertador Simón Bolívar lo designa ante el gobierno de los Estados Unidos, presidido por James Monroe, como ministro plenipotenciario de la Gran Colombia. Torres con tal investidura fue uno de los ideólogos de la Doctrina Monroe, según sus biógrafos norteamericanos, y además por su gestión, obtuvo el reconocimiento de la Gran Colombia como Estado soberano por parte de aquel gobierno, en una audiencia especial, siendo el primer país hispanoamericano en lograrlo.

Después de este rotundo triunfo diplomático, se retira a su casa campestre de Hamiltonville con la salud seriamente quebrantada a causa de las heridas recibidas en un intento de asesinato por dos sicarios, a quienes enfrentó a sable, de cuya investigación quedó comprometido Luis de Onís, embajador de España en Estados Unidos.

Su última carta enviada a una de sus hijas en Valle de Upar, decía que cumplida su misión regresaría a sus tierras: “Hasta cuando se apagara la llamita de la existencia, entre el amor del hogar y reposo bendito que allí había vivido por única vez”.

En una alcoba iluminada por candelabros de brazos, sobre una cama de ropas blancas a don Manuel Torres se le iba la vida. Consciente de su agonía, cuando presintió que el momento supremo estaba cerca, pidió que lo sostuvieran de pie. Era el elegante gesto final de un caballero con soberbia de linaje, que debía morir como había vivido.

La velación de su cuerpo fue en la casa paterna del general George Gordon Meade. Su sepelio fue un gran acontecimiento social y político pues hubo desfiles militares y acompañamiento del alto mundo social y del cuerpo diplomático de los países acreditados ante aquel país.

Ese día, 12 de junio de 2012, me propuse buscar en los jardines de ST. Mary’ Church, un mausoleo con su nombre. Ahí, cobijado por la fronda esmeralda de un sauce, encontré la tumba. Una cruz de hierro herrumbrada de intemperie se alzaba solitaria presidiendo una sencilla lápida.

Reflexioné un tanto sobre aquella suntuosa existencia de un antepasado mío, que allí ha estado desatendido por doscientos años, sin lágrimas, sin plegarias, en el reposo de su paz por siempre. Percibí en ese instante lo inútil de las glorias de los hombres que terminan consumidas en un agónico final, desvanecidas en la memoria de los siglos que pasan. Un soplo frío de brisa despertó mi ensimismamiento.

Calcé los botones de mi gabán, puse un clavel rojo sobre la laja de la sepultura, y tomando la mano de mi hija María Isabel, desanduvimos nuestros pasos de aquel lugar de silencio. Entonces entendí la trágica dimensión de la frase final que escribiera en su lecho de muerte Simón Bolívar a su prima Fanny du Villar, en la epístola de su despedida: “Me tocó la suerte del relámpago que rasgó por un instante las tinieblas, fulgurar apenas sobre el abismo y tornar a perderme en el vacío”.  

POR: Rodolfo Ortega Montero/ EL PILÓN

Crónica
18 septiembre, 2019

Páginas desconocidas

ST. Mary´s Church es un templo católico en Filadelfia, la primera capital que tuvo Estados Unidos de América.


Rodolfo Ortega Montero
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ST. Mary´s Church es un templo católico en Filadelfia, la primera capital que tuvo Estados Unidos de América. Allí en sus muros están empotradas sendas placas en inglés: una del gobierno federal de aquel país, y otra de Pedro Nel Ospina, Presidente de Colombia. Ambas honran la memoria de Manuel de Torres, sepultado allí. En el patio del jardín trasero están los sepulcros de ciudadanos ilustres.

Desde Washington viajé hasta allá en la primavera de 2012, invitado por el Instituto Smithsoniano para hacer una disertación sobre las legislaciones del mundo antiguo, igual al título de una obra que para esos días había escrito y lanzado en Bogotá en asocio de dos de mis hijos.

Después de haber recorrido las naves de ST. Mary´s Church, dirigí mis pasos a la pequeña necrópolis de los jardines de atrás, leyendo con dificultad en las tumbas nombres y fechas desvaídos por el sol, la nieve y la lluvia, mientras hacía memoria de lo que había escrito mi viejo amigo Álvaro Castro Socarrás sobre tal personaje, casi que desconocido en nuestros registros de historia.

Su nombre era Manuel de Trujillo de Torres y Góngora, sobrino de quien fuera arzobispo y después virrey de Nuevo Reino de Granada, Antonio Pascual de San Pedro Alcántara Caballero y Góngora. Esos tres nombres de santos de su tío, nos dice que don Manuel pertenecía a una familia ultra religiosa de Priego, villa de la provincia de Córdoba, en España.

Llegó a Nuevo Reino de Granada hacia 1778, en compañía de su poderoso tío, el Arzobispo, prestando servicio como oficial en las milicias del Rey, pues había sido un destacado cadete en el Colegio Militar de Soret.

Mucha figuración tuvo el Arzobispo en los sucesos de la insurrección comunera, pues celebró un convenio o capitulación en Zipaquirá con los amotinados por los impuestos excesivos, para evitar los desmanes que podrían haber, si ellos se tomaban a Santafé, capital de Nuevo Reino Granada. Después el virrey Flórez y los oidores de la Real Audiencia desconocieron los compromisos que el prelado había contraído con los sublevados. Más tarde, por la muerte inesperada de otro virrey, Torrezar Diaz Pimienta, Carlos III de España designó en ese cargo al arzobispo Caballero y Góngora.

Hemos traído estos datos a este tema, para entender el entorno en que se movía Manuel Torres, eje de nuestro relato. Era la época de las tertulias literarias y científicas auspiciadas por personajes como el periodista cubano Bruno Espinoza de los Monteros y don Antonio Nariño y Álvarez. No era extraño en tales reuniones el joven Manuel de Torres, en las cuales se discutían temas políticos y económicos de los enciclopedistas Voltaire, Rosseau, Montesquieu y otros, así como de la reciente Revolución Francesa y las libertades y derechos nuevos que introdujo.

Dieron pie tales afanes, el cultivo de ideas de independencia en el sobrino del Arzobispo, para ese entonces también Virrey, lo que fue causa de un serio disgusto entre ambos.

Cuando ocurrió la ruptura, Manuel de Torres, atraído por el mundo de los negocios se vino a Tenerife, y don Agustín de la Sierra, Juez de Tierras de Valle de Upar, se lo trajo para estas comarcas dedicándose al comercio de carnes cecinas y pieles de vacunos por las trochas que iban al río Grande de la Magdalena, y de ahí a los puertos caribes para el reenvío a las costas de Estados Unidos y de Europa.

Para esos años, su tío, con el pretexto de defender a Cartagena de la amenaza de una invasión inglesa, hace construir una casona en Turbaco que después sería del expresidente y general Santa Ana cuando llegó desterrado de su patria México. Desde ahí el arzobispo y virrey gobernó el Virreinato, pero se dijo entonces que el real motivo de su residencia allí era para estar cerca de su sobrino Manuel, en Tenerife y Valle de Upar, único pariente de sangre que tenía de este lado del mar.

Para esta época Manuel Torres, pues ya había suprimido el “de” de su apellido según la moda republicana, era dueño de dehesas y hatos inmensos, que después quedarían heredados por sus descendientes, las notables hermanas Torres, troncos de varias familias del norte del Cesar.

Mas luego su tío, parte a España como Arzobispo de Córdoba, y a poco, pero le llegó la muerte en el camino hacia Roma cuando iba a recibir el capelo de Cardenal. Sin quién lo protegiera, Manuel Torres, quedó en la mira de las retaliaciones de las nuevas autoridades españolas con el rey Fernando VII en el trono, monarca absolutista. Perseguido por sus ideas republicanas, don Manuel, para salvarse de ir al presidio de Chagres, en Panamá, huyó a Filadelfia en 1796, donde tenía socios de comercio. Pronto figuró allí en los círculos intelectuales, siendo amparo y consejero de todos los refugiados, y columnista de La Aurora, un periódico al servicio de los revolucionarios de Hispanoamérica.

En esa capital, Torres gestiona préstamos y la compra de armas para los nacientes ejércitos republicanos de Argentina, Venezuela, México y Nueva Granada.

Alguna penuria económica debió pasar, pues los servicios secretos de España en Estados Unidos le seguían sus pasos, lo que fue causa de la confiscación de sus bienes, los de su esposa en Valle de Upar, y de su inmensa hacienda San Carlos.

Un día de 1822, el libertador Simón Bolívar lo designa ante el gobierno de los Estados Unidos, presidido por James Monroe, como ministro plenipotenciario de la Gran Colombia. Torres con tal investidura fue uno de los ideólogos de la Doctrina Monroe, según sus biógrafos norteamericanos, y además por su gestión, obtuvo el reconocimiento de la Gran Colombia como Estado soberano por parte de aquel gobierno, en una audiencia especial, siendo el primer país hispanoamericano en lograrlo.

Después de este rotundo triunfo diplomático, se retira a su casa campestre de Hamiltonville con la salud seriamente quebrantada a causa de las heridas recibidas en un intento de asesinato por dos sicarios, a quienes enfrentó a sable, de cuya investigación quedó comprometido Luis de Onís, embajador de España en Estados Unidos.

Su última carta enviada a una de sus hijas en Valle de Upar, decía que cumplida su misión regresaría a sus tierras: “Hasta cuando se apagara la llamita de la existencia, entre el amor del hogar y reposo bendito que allí había vivido por única vez”.

En una alcoba iluminada por candelabros de brazos, sobre una cama de ropas blancas a don Manuel Torres se le iba la vida. Consciente de su agonía, cuando presintió que el momento supremo estaba cerca, pidió que lo sostuvieran de pie. Era el elegante gesto final de un caballero con soberbia de linaje, que debía morir como había vivido.

La velación de su cuerpo fue en la casa paterna del general George Gordon Meade. Su sepelio fue un gran acontecimiento social y político pues hubo desfiles militares y acompañamiento del alto mundo social y del cuerpo diplomático de los países acreditados ante aquel país.

Ese día, 12 de junio de 2012, me propuse buscar en los jardines de ST. Mary’ Church, un mausoleo con su nombre. Ahí, cobijado por la fronda esmeralda de un sauce, encontré la tumba. Una cruz de hierro herrumbrada de intemperie se alzaba solitaria presidiendo una sencilla lápida.

Reflexioné un tanto sobre aquella suntuosa existencia de un antepasado mío, que allí ha estado desatendido por doscientos años, sin lágrimas, sin plegarias, en el reposo de su paz por siempre. Percibí en ese instante lo inútil de las glorias de los hombres que terminan consumidas en un agónico final, desvanecidas en la memoria de los siglos que pasan. Un soplo frío de brisa despertó mi ensimismamiento.

Calcé los botones de mi gabán, puse un clavel rojo sobre la laja de la sepultura, y tomando la mano de mi hija María Isabel, desanduvimos nuestros pasos de aquel lugar de silencio. Entonces entendí la trágica dimensión de la frase final que escribiera en su lecho de muerte Simón Bolívar a su prima Fanny du Villar, en la epístola de su despedida: “Me tocó la suerte del relámpago que rasgó por un instante las tinieblas, fulgurar apenas sobre el abismo y tornar a perderme en el vacío”.  

POR: Rodolfo Ortega Montero/ EL PILÓN