OPINIÓN

La condena de Sísifo en el alma colombiana

Hay naciones que parecen arrastrar, como castigo eterno, el peso de su propia tragedia. Como Sísifo, condenado a empujar una y otra vez la piedra colina arriba solo para verla rodar de nuevo hasta el abismo, Colombia parece determinada a repetir sus ciclos de violencia, polarización y deshumanización con una fidelidad casi mítica. El atentado […]

Senador Miguel Uribe fue víctima de un atentado.

Senador Miguel Uribe fue víctima de un atentado.

Por: Jesus

@el_pilon

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Hay naciones que parecen arrastrar, como castigo eterno, el peso de su propia tragedia. Como Sísifo, condenado a empujar una y otra vez la piedra colina arriba solo para verla rodar de nuevo hasta el abismo, Colombia parece determinada a repetir sus ciclos de violencia, polarización y deshumanización con una fidelidad casi mítica.

El atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe no es un hecho aislado, ni siquiera un sobresalto coyuntural. Es la confirmación de que el país sigue empujando su roca sin aprender nada del ascenso anterior.

Pero lo más alarmante no fue el atentado en sí (ya hemos naturalizado la violencia como si fuera una estación más del calendario electoral) sino la reacción social posterior. No hubo un instante de silencio compasivo, no se invocó la palabra como consuelo, ni se suspendió la diatriba para dar lugar a la solidaridad. Al contrario: la suspicacia reemplazó la empatía, el cinismo ocupó el lugar de la compasión, y las conjeturas (tejidas con el hilo del prejuicio) corrieron más veloces que los propios disparos.

¿Qué clase de nación hemos llegado a ser, cuando el primer impulso ante una tragedia no es el del cuidado sino el del cálculo? Un sector gritó “autoatentado”, mientras otro clamó por la culpa presidencial. Nadie se detuvo a preguntar si el hombre, antes que el político, estaba bien. El cuerpo herido fue apenas un dato secundario ante la necesidad de confirmar nuestras narrativas preestablecidas.

Es aquí donde el mito de Sísifo recobra toda su pertinencia. No estamos simplemente enfrentando hechos lamentables; estamos reviviendo, con exactitud ritual, las mismas respuestas vacías, los mismos odios cíclicos, la misma incapacidad estructural de detener la piedra antes de que vuelva a caer. Y así, Colombia sigue condenada a escalar la montaña de su historia sin alcanzar nunca una cima de comprensión mutua o convivencia respetuosa.

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Lo verdaderamente trágico es que nos hemos vuelto hábiles en la administración del conflicto, pero profundamente ignorantes en el arte de la reconciliación. Hemos erigido templos ideológicos en los que la verdad no se busca, sino que se impone; y donde el adversario ya no es un contradictor democrático, sino una amenaza existencial. La violencia, en ese escenario, deja de ser un accidente y se convierte en el lenguaje tácito de lo irreflexivo.

En lugar de elevarnos hacia una república de razones, hemos descendido a una república de resentimientos. Lo político ha dejado de ser el espacio noble de lo público para devenir en un campo de batalla de subjetividades radicalizadas. Las redes sociales son hoy las nuevas ágoras donde se lapida, se niega y se deshumaniza al otro con la ligereza del dedo que desliza o sentencia.

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Y sin embargo, hay un momento en el mito que merece nuestra atención: cuando Sísifo, sabiendo de antemano que la piedra caerá, decide empujarla de nuevo. No por esperanza, sino por conciencia. Albert Camus intuyó en ese gesto una forma de rebelión lúcida: la del hombre que, aun sabiendo la inutilidad del acto, lo realiza con dignidad. Tal vez ahí haya una salida para Colombia: no esperar que la piedra no ruede, sino asumir con entereza la tarea de empujarla desde otro lugar, con otro ánimo, con otra conciencia.

Porque si bien el país parece atrapado en su repetición trágica, también es cierto que hay una ética posible en la fatiga. Cuando la barbarie ya no indigna, cuando la ironía se torna respuesta automática, cuando el dolor del otro se convierte en materia de burla, entonces es el momento de resistir. Y resistir hoy significa atreverse a sentir, a escuchar, a suspender el juicio, a mirar con otros ojos incluso al que no comparte nuestra visión del mundo.

Colombia no está carente de ideas, está sedienta de humanidad. No le falta discurso, le falta compasión. No requiere más arengas, sino silencios reflexivos. Lo revolucionario en esta hora no es alzar la voz, sino bajar la guardia. No es atacar al adversario, sino comprender que en su existencia está cifrada también nuestra posibilidad de nación.

Quizá estemos condenados, como Sísifo, a repetir nuestros errores. Pero si hay algo que redime el castigo, es la conciencia de la repetición. No la ceguera. Y esa conciencia nos obliga hoy, como nunca antes, a preguntarnos si vamos a seguir empujando la misma piedra con los mismos odios, o si al menos intentaremos, en medio de esta tragedia reiterada, erigir una pedagogía del respeto que haga menos brutal el ascenso.

El atentado de hoy, el discurso de odio de ayer, la indiferencia de mañana… todo ello puede cambiar si decidimos que no es el destino quien empuja la roca, sino nosotros. Y si no somos capaces de detenernos, de mirarnos al espejo y reconocernos incluso en nuestras diferencias, seguiremos siendo esa patria rota que, en cada intento por elevarse, termina disparándose al alma.

“Hay rocas más pesadas que la piedra: una de ellas es la incapacidad de sentir el dolor ajeno.”

Por Jesús Daza Castro

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