Valledupar parece haberse acostumbrado a vivir bajo una lluvia constante de destellos. No de los que iluminan el camino, sino de aquellos que enceguecen. El oropel —esa apariencia brillante que disimula la fragilidad del metal— se ha convertido en una suerte de atmósfera moral: todo reluce, todo se exhibe, todo se premia, pero poco se transforma. La ciudad, envuelta en luces artificiales, parece haber aceptado que la forma suplante al fondo y que la escenografía reemplace a la verdad.
Desde hace años observo una tendencia que actúa como cortina de humo: una narrativa cuidadosamente construida para persuadirnos de que vivimos tiempos de eficacia pública, de gestiones ejemplares y de liderazgos esclarecidos. En esta dramaturgia han emergido ciertos autodenominados “medios digitales”, una especie de corte virtual que reparte indulgencias y condenas con la ligereza de quien nunca pisa el terreno que juzga. Ellos deciden —sin método visible, sin investigación contrastable, sin rigor verificable— quiénes son los buenos administradores y quiénes los villanos del momento. Poseen, al parecer, el don infalible de la valoración pública, aunque rara vez explican sus criterios, sus fuentes o sus silencios.
La pregunta se impone con la fuerza de lo evidente: ¿cómo se mide la eficiencia cuando esta no se refleja en el diario vivir? ¿En qué indicador se apoya la excelencia administrativa cuando la ciudad y el departamento continúan arrastrando carencias estructurales, desigualdades persistentes y una sensación generalizada de estancamiento? Si la gestión es virtuosa, debería sentirse en la calle; si la política es eficaz, debería notarse en la vida concreta de la gente. Todo lo demás es relato.
Vivimos, pues, en tiempos de aplausos alquilados. La política local ha decidido vestirse de gala para ocultar su desnudez ética. Se reparten premios y reconocimientos como si la virtud pudiera cuantificarse en placas doradas, alfombras rojas y copas de champaña. Se confunde la administración con el espectáculo y el juicio ciudadano con la escenografía. Es el viejo panem et circenses romano, reencarnado en versión digital: mucha imagen, poco contenido; abundancia de ruido, escasez de verdad.
Se celebra al funcionario no por lo que transforma, sino por lo que proyecta; no por la obra concluida, sino por el relato cuidadosamente construido alrededor de ella. Importa más lo que entra por los ojos que lo que ocurre en la realidad profunda. La gestión se vuelve un ejercicio de marketing y la ética, un accesorio prescindible. Así, la ciudad es invitada a contemplar el brillo sin preguntar por la consistencia del material que lo sostiene.
Esta fascinación por la imagen me recuerda inevitablemente el mito de Narciso. Castigado por su vanidad, Némesis lo condenó a enamorarse de su propio reflejo hasta desaparecer en él. Nuestra vida pública parece hoy mirarse de manera obsesiva en el espejo de las redes sociales, embelesada con su propia imagen, olvidando que el agua no es suelo firme y que ningún reflejo puede sustituir a la realidad. Tarde o temprano, la ilusión se quiebra, y la verdad —como la flor del narciso— emerge para recordarnos el precio de la vanidad.
Siempre he sostenido rotundamente que el oropel no sustituye la obra, ni la pompa reemplaza al carácter. El tiempo, juez silencioso e implacable, termina arrancando los telones y dejando al descubierto lo que realmente fue. Hay una distancia abismal entre el hemiciclo y la pasarela, entre el despacho público y el escenario mediático. Y no creo que seamos tan incautos como para no advertirla. Los premios se empolvan, los reconocimientos se olvidan, los titulares se pierden en el archivo digital. Pero las decisiones mal tomadas, la ineficiencia tolerada y la ética sacrificada dejan huellas profundas y persistentes en la vida colectiva. Esas no desaparecen con un clic ni se borran con una nueva ceremonia.
Quizá haya llegado el momento de rasgar el velo del oropel y mirar a Valledupar sin filtros ni reflectores. De exigir menos espectáculo y más sustancia; menos relato y más verdad.
Tengamos en cuenta que cuando el oropel pierde su brillo y el artificio se derrumba, no sobreviven ni los discursos ni las ceremonias, sino los hechos desnudos frente a la memoria colectiva. Y es allí, en ese silencio posterior al espectáculo, donde Valledupar tendrá que mirarse sin espejos complacientes y responder, no ante jurados ni pantallas, sino ante su propia conciencia histórica, qué tanto de lo proclamado fue verdad y qué tanto no pasó de ser un fulgor pasajero.
Por: Jesús Daza Castro.





