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Estuve planeando el viaje por días. Busqué el hotel más bonito, el vuelo perfecto, el clima ideal. Hice la maleta con vestidos nuevos, con la ilusión de quien se prepara para vivir unas vacaciones esperadas. Todo estaba listo. O eso creía yo.
Estuve planeando el viaje por días. Busqué el hotel más bonito, el vuelo perfecto, el clima ideal. Hice la maleta con vestidos nuevos, con la ilusión de quien se prepara para vivir unas vacaciones esperadas. Todo estaba listo. O eso creía yo.
El vuelo salía a las 7 a.m. desde un Madrid frío y lluvioso. Llegamos confiados a la puerta de embarque cuando, con una sonrisa apurada, una agente nos dijo: “No, esta no es la terminal. Deben salir del aeropuerto y tomar un bus hacia la T1, donde salen los vuelos nacionales”.
Mi cara cambió al instante. No sé mentir con el rostro, peco por ser demasiado transparente. Y es que ya me temía lo peor. Corrimos… pero fue inútil: el vuelo ya estaba cerrado.
Me quedé ahí parada un segundo, en shock. Era la primera vez en mi vida que perdía un avión. Me sentí frustrada, impotente, tonta. No solo por haberme equivocado, sino porque entendía perfectamente la pérdida de dinero, tiempo y esfuerzo que eso significaba.
Intentamos conseguir otro vuelo, pero no había opciones para ese día. Una locura. Así que decidimos buscar otra alternativa: ir a la estación de tren, tomar uno a Alicante y desde allí volar a Palma. No era lo ideal, pero al menos nos acercaría a nuestro destino.
Llegamos a la estación. Dos horas de espera. Mucha gente. Maletas por todas partes. Miradas impacientes. Y justo cuando parecía que ya no podía complicarse más, apareció el mensaje en la pantalla: tren cancelado.
Era como si el universo se burlara de nosotros. Sentí una mezcla de rabia, tristeza, desesperanza. Me senté. No dije nada. Las lágrimas me cayeron solas. No era solo por el vuelo, ni por el dinero perdido. Era por la decepción de ver cómo, a pesar de todo el esfuerzo, las cosas no salían como yo esperaba.
Y fue ahí, en ese momento de silencio y resignación, cuando recordé algo que había escuchado hace poco: a veces, hay que soltar el control y dejar las cosas en manos de Dios. Porque muchas veces las cosas no salen como las planeamos, y eso también hace parte de la vida. Hay que aprender a lidiar con los imprevistos, con los cambios repentinos de rumbo. Y si crees en Dios, incluso lo que parece una tragedia puede ser una protección. Una enseñanza.
Tal vez lo que tenía que vivir no era un viaje perfecto, sino una lección de humildad. De entrega. De fe.
Porque la verdad es que muchas veces planeamos cada detalle, nos obsesionamos con los horarios, las fotos, la experiencia ideal… y se nos olvida que no todo está en nuestras manos. Se nos olvida que la vida tiene su propio plan. Y mientras más nos aferramos a que todo salga como queremos, más sufrimos cuando no lo hace.
Hoy, después de haber llorado, esperado, perdido y aprendido, entendí algo muy simple: soltar el control no es fracasar. Es confiar. Confiar en que incluso lo que no entendemos tiene un sentido. Que a veces lo que parece malo es solo el comienzo de algo mejor.
También entendí que no todo se cuenta. Que no todos los planes se comparten. No por miedo, ni por envidia, sino porque a veces, sin querer, las energías de otros se meten en lo que construimos con ilusión. A veces, el silencio también es una forma de proteger nuestros sueños.
Esta vez aprendí que no necesito tenerlo todo bajo control para ser feliz. Que, si pierdo un avión, pero conservo la calma, ya gané algo. Que, si el plan cambia, pero mantengo la fe, el viaje sigue valiendo la pena.
Hoy, mientras el reloj marcaba las 11:11, cerré los ojos y repetí en silencio: Pongo mi vida en tus manos, Dios. Tú que me creaste, tú que sabes lo que no entiendo. Guíame. Llévame. Y si algún día vuelvo a perder un vuelo… que nunca pierda la fe.
Por: Brenda Barbosa.
Estuve planeando el viaje por días. Busqué el hotel más bonito, el vuelo perfecto, el clima ideal. Hice la maleta con vestidos nuevos, con la ilusión de quien se prepara para vivir unas vacaciones esperadas. Todo estaba listo. O eso creía yo.
Estuve planeando el viaje por días. Busqué el hotel más bonito, el vuelo perfecto, el clima ideal. Hice la maleta con vestidos nuevos, con la ilusión de quien se prepara para vivir unas vacaciones esperadas. Todo estaba listo. O eso creía yo.
El vuelo salía a las 7 a.m. desde un Madrid frío y lluvioso. Llegamos confiados a la puerta de embarque cuando, con una sonrisa apurada, una agente nos dijo: “No, esta no es la terminal. Deben salir del aeropuerto y tomar un bus hacia la T1, donde salen los vuelos nacionales”.
Mi cara cambió al instante. No sé mentir con el rostro, peco por ser demasiado transparente. Y es que ya me temía lo peor. Corrimos… pero fue inútil: el vuelo ya estaba cerrado.
Me quedé ahí parada un segundo, en shock. Era la primera vez en mi vida que perdía un avión. Me sentí frustrada, impotente, tonta. No solo por haberme equivocado, sino porque entendía perfectamente la pérdida de dinero, tiempo y esfuerzo que eso significaba.
Intentamos conseguir otro vuelo, pero no había opciones para ese día. Una locura. Así que decidimos buscar otra alternativa: ir a la estación de tren, tomar uno a Alicante y desde allí volar a Palma. No era lo ideal, pero al menos nos acercaría a nuestro destino.
Llegamos a la estación. Dos horas de espera. Mucha gente. Maletas por todas partes. Miradas impacientes. Y justo cuando parecía que ya no podía complicarse más, apareció el mensaje en la pantalla: tren cancelado.
Era como si el universo se burlara de nosotros. Sentí una mezcla de rabia, tristeza, desesperanza. Me senté. No dije nada. Las lágrimas me cayeron solas. No era solo por el vuelo, ni por el dinero perdido. Era por la decepción de ver cómo, a pesar de todo el esfuerzo, las cosas no salían como yo esperaba.
Y fue ahí, en ese momento de silencio y resignación, cuando recordé algo que había escuchado hace poco: a veces, hay que soltar el control y dejar las cosas en manos de Dios. Porque muchas veces las cosas no salen como las planeamos, y eso también hace parte de la vida. Hay que aprender a lidiar con los imprevistos, con los cambios repentinos de rumbo. Y si crees en Dios, incluso lo que parece una tragedia puede ser una protección. Una enseñanza.
Tal vez lo que tenía que vivir no era un viaje perfecto, sino una lección de humildad. De entrega. De fe.
Porque la verdad es que muchas veces planeamos cada detalle, nos obsesionamos con los horarios, las fotos, la experiencia ideal… y se nos olvida que no todo está en nuestras manos. Se nos olvida que la vida tiene su propio plan. Y mientras más nos aferramos a que todo salga como queremos, más sufrimos cuando no lo hace.
Hoy, después de haber llorado, esperado, perdido y aprendido, entendí algo muy simple: soltar el control no es fracasar. Es confiar. Confiar en que incluso lo que no entendemos tiene un sentido. Que a veces lo que parece malo es solo el comienzo de algo mejor.
También entendí que no todo se cuenta. Que no todos los planes se comparten. No por miedo, ni por envidia, sino porque a veces, sin querer, las energías de otros se meten en lo que construimos con ilusión. A veces, el silencio también es una forma de proteger nuestros sueños.
Esta vez aprendí que no necesito tenerlo todo bajo control para ser feliz. Que, si pierdo un avión, pero conservo la calma, ya gané algo. Que, si el plan cambia, pero mantengo la fe, el viaje sigue valiendo la pena.
Hoy, mientras el reloj marcaba las 11:11, cerré los ojos y repetí en silencio: Pongo mi vida en tus manos, Dios. Tú que me creaste, tú que sabes lo que no entiendo. Guíame. Llévame. Y si algún día vuelvo a perder un vuelo… que nunca pierda la fe.
Por: Brenda Barbosa.