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Especial - 1 mayo, 2023

Luis Enrique Martínez: ¡ese es el hombre! (segunda parte)

Lo que causaba ‘El Pollo Vallenato’ al explorar su nuevo acordeón era el descubrimiento musical del continente literario contenido en el valle de Upar.

Luis Enrique Martínez significa todo lo que resume el ser vallenato expresado en el acordeón./FOTO: CORTESÍA.
Luis Enrique Martínez significa todo lo que resume el ser vallenato expresado en el acordeón./FOTO: CORTESÍA.
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Ese don sagrado de un pueblo de crearse a sí mismo, consagrado en el mito religioso de santo Ecce Homo, creó en el tiempo el mundo mitológico del vallenato. Cuya clarividencia desbrozó con sus cantos los caminos de la juglaría e iluminó la noche que puso a salvo del diablo a Francisco El Hombre.

Esos poetas de la naturaleza no podrían mirar el mundo sobrenatural que creaban. Al igual que Leandro, si Dios le negó la vista al mar en recompensa les daría los ojos del alma para recrear un mundo que ignoraban. Era su destino náufrago en el temporal de su existencia. Se necesitaba un gentil que conociera el resto del mundo para notar las notas que visibilizaban el valle de Upar.

Se trató de Alfonso López Michelsen, cachaco de crianza y de cepa costeña, hijo del expresidente que le infundió su valor a la tierra colombiana, cuyo reflejo principesco le permitió darse sus aires por el mundo. Ya con la elegancia europea que resaltaba su alma provinciana quedó atrapado entre cantos de sirena perdido en el valle de Upar, al hacerse el primer gobernador del recién creado departamento del Cesar en 1967. Lo que resultaba inexplicable en los mentideros políticos de una aristocracia criolla levantada con nobleza papal, sembrada en los encumbrados clubes sociales del poder en Colombia.

La razón no era el poder, del cual descendía, sino el paisaje de poesía vívida que se abría ante sus ojos, el ver renacer la infancia de la humanidad endurecida por el pragmatismo de la modernidad, visto en el rostro petrificado del viejo mundo. Por eso entendía que se daba a gobernar una jurisdicción cultural con más interés que lo económico y más poder que lo político, cuyos límites, en realidad, los alcanzaba la palabra transmitida por su tradición oral. La semblanza universal que Gabriel García Márquez narró en letras musicales en el pentagrama de un libro.

Pero se necesitaba la fuerza de gravedad que pusiera pie en tierra ese mundo fantástico. Lo único que podría explicar en un territorio patriarcal, en el que el hombre podía contar como reses sus mujeres, que acataran como reina de reyes a una mujer con una fuerza de voluntad que superaba la de todos los hombres de la comarca, cuyo ímpetu los lanzaría al estrellato, si acostumbraban a brillar donde los cogiera la noche. En su lugar nació Consuelo Araújo Noguera, a quien por representar su espíritu ancestral llamaron con toda autoridad ‘La Cacica’.

Entre los dos se hallaba el mito en persona, un joven rey Midas con la virtud poética de convertir en leyenda cada personaje de la realidad que tocaba. Cuyos trazos literarios dibujaban el paisaje del vallenato con tal precisión que podía hacer sentir a quien lo escuchara en su lugar. Era por siempre Rafael Escalona.

El gobernador Alfonso López, ya sabido del mundo exterior, le pasó la voz a Consuelo para que ordenara aquel mundo desaforado de poetas capaces de crear su propio mundo. Tocar de primera mano los versos de Escalona los convencía que esa realidad mágica existía, pero había que hacerla tangible.

El testimonio verdadero lo daba el poeta ciego Leandro Díaz, quien le había hecho ver a la realidad lo que en realidad no podía ver: la sabana sonríe cuando por ella camina la mujer amada.

Fue entonces cuando forzados por la fantasía se les ocurrió realizar un evento que reuniera a los juglares del valle de Upar, que trajeran en sus cantos la historia de la región, las creencias religiosas que sostenían su mundo. Así levantaron el templo de celebración de esas deidades del campo: lo bautizaron Festival Vallenato.

El Festival era concebido a imagen y semejanza del vallenato. En él se entrelazaba la advocación de la virgen de Rosario el 29 de abril, aparecida en un extraño episodio en tiempos de Conquista, en el que resucita a los invasores españoles después de ser envenenados por los nativos invadidos. Pero su celebración podría entenderse como la integración final, con todo su pesar, entrambos mundos.

Inspirado en el sino divino de la mujer, el Festival convocaba a los juglares a un concurso de acordeoneros, lo cual causaría una mitificación de los cantos que hasta ese momento hacían el retrato anónimo de una región. La historia sabe cómo darse su importancia, ese abril de 1968 se coronaba el primer rey vallenato en cabeza de Alejandro Durán, un negro monumental que parecía bajado de la mitología universal a representar la imagen naciente de un pueblo.

A partir de ese momento nada sería igual, el Festival le daba una nueva visión al vallenato: la dimensión mítica del acordeón; desde el pasado hasta el futuro por crear. Entonces se ponía de presente aquellos que habían ido conformando una expresión musical de un fenómeno comunicativo de tradición oral. Se rememoraba al gran Francisco Irinio ‘Chico’ Bolaños, cuya estación en los hitos históricos le atribuyen el haber definido, en el marcante de los bajos en el acordeón, los cuatro aires canonizados en el Festival, constituyentes del verdadero vallenato: son, paseo, merengue y puya. De ser así, se fija como el primer gran pilar en la estructuración musical del vallenato que contaban sus historias.

Dicha afirmación es materia de discusión y puesta en duda por el investigador Julio Oñate Martínez, gran compositor y autor de celebérrimas obras de estudio del vallenato, quien me advertía que no hay una puya atribuible a Chico Bolaños, luego no podría tenerse como definidor de su ejecución. Como sí lo fue en establecer el vigente “bajo repicao” en el paseo vallenato.

Lo cierto es que, hasta llegado el Festival Vallenato, el templo de adoración de los acordeoneros, el vallenato era una música abrazada a la narrativa de sus canciones. Incluso las disputas trenzadas de piqueria se daban más a lanzarse mensajes de pique que a la ejecución misma del acordeón. Era entendible en la medida que los juglares contaban con acordeones de uno y dos hileras, tocadas por intuición, cuyas tonalidades apenas podían armonizar las melodías de las canciones de entonces, que por lo mismo se limitaban en su extensión musical.

Es necesario advertir que, si bien el Festival le dio esa dimensión mítica al vallenato tocado en acordeón, trayendo su pasado y lanzándolo de nuevo a explorar en el océano de su futuro, lo cual generó un desarrollo exponencial en el conocimiento del instrumento, la interpretación de su ser ya había nacido en manos del creador de su musicalidad, quien causó el florecimiento de las notas literales de sus canciones, a quien debemos el descubrimiento de regreso al mundo del continente musical anclado en el valle de Upar: Luis Enrique Martínez Argote.

LUIS ENRIQUE: EL RENACIMIENTO MUSICAL DEL VALLENATO

Si el vallenato se identificó descrito en un retrato hablado en los cantos de los juglares, la música narrada en su acordeón se expresaba con apego a sus versos. Eso pudo conformar que su eco se quedara grabado en el ámbito del valle de Upar, como un daguerrotipo sonoro del tiempo de su familia provinciana.

Pero la historia siempre narra su pasado porque pudo trascender. En el mundo vallenato nació un personaje fundacional a partir del cual surgió otra historia musical: el florecimiento melódico de las canciones vallenatas. Quién lo creyera, la canción emblemática de este punto de inflexión en la ejecución del acordeón vallenata, con ocasión del destino, se llama ‘Jardín de Fundación’.

Ese suceso está grabado en la historia del vallenato. Un día de 1951, el promotor Antonio Fuentes, dueño de los estudios y sello discográfico Fuentes en Medellín, recibió con entusiasmo a un renombrado acordeonero en la provincia del valle de Upar, escondida en la costa Caribe, cuya música poco conocida intuía promisoria. El motivo era poner en sus manos un novedoso acordeón llegado al país, el cual contaba con tres hileras de pitos de notas altas y dos hileras de 12 pitos de bajos. El personaje indicado era Luis Enrique Martínez.

Nadie podría imaginar que ese sentido momento, en el que se abrazaba el renovado acordeón con el discípulo prohijado por los viejos juglares, transformaría la música vallenata para siempre. Ya contaba una prolija trayectoria desde su primera grabación en 1947, de las canciones ‘Pa que chupe y pa que sepa’, un pique con Abel Antonio Villa, y ‘Cuando las mujeres quieren’, sello Odeón argentino, que transcurrió por quince sellos más. Del dichoso encuentro nació una obra que viajó por el mundo y desde entonces hasta hoy identifica de consuno el vallenato, consagrado en los premios Grammy: ‘La cumbia cienaguera’.

La primera grabación de El Pollo Vallenato fue en 1947. FOTO: CORTESÍA.

Si bien era el “pollo” heredero de los pioneros juglares; ‘Chico’ Bolaños, ‘Pacho’ Rada y Luis Pitre, campesinos musicultores, quienes conservaban de sus maestros la cadencia del sabor original del vallenato, al igual que ellos eran sujetos por el acordeón que abrazaban. Con amor hogareño, las canciones vallenatas, en cuatro versos, se ajustaban al presupuesto musical del acordeón de una o dos hileras. Entonces el vallenato estaba más interesado en vivenciarse que en interpretarse.

Pero al recibir el acordeón de tres hileras, sucedió el milagro del vallenato que nadie había tocado. Sin que nadie lo supiera ni pudiera enseñarle, solo en el cuarto de grabación al que había ingresado, se esculpió con sus propias manos el que es por antonomasia el acordeonero vallenato: Luis Enrique Martínez.

A partir de ese momento nace una nueva historia, después de recibir el continuo de las narraciones sembradas por los juglares en la tierra del valle de Upar, cosechando el fruto de su tradición oral, tocaba hacerlas renacer musicalmente en notas del acordeón. Es el florecimiento musical del jardín literario del vallenato.

Lo que causaba Luis Enrique al explorar su nuevo acordeón era el descubrimiento musical del continente literario contenido en el valle de Upar. Sus tres hileras de notas parecían simbolizar las tres naves en que Europa había llegado a nuestro mundo. El acordeón vallenato se convertía en un libro que se abría y se cerraba, en el que se podrían leer en notas musicales y escuchar al tiempo de viva voz las narraciones que habían forjado la cultura de su pueblo.

En ese libro musical, con notas de Luis Enrique, tendrían que aprender todos los acordeoneros a la conquista de su arte. En él quedaba predicho cómo engalanar el sentido melódico trazado por el sentimiento de la canción: la introducción a su espíritu, las digresiones melódicas a su propia melodía en los puentes entre estrofas y los remates precisos que concluyen su círculo armónico. A lo que agregaría juegos melódicos con sus bajos, que son parte insustituible de la rutina vallenata.

En su escuela aprendieron todos los acordeoneros que se hicieron grandes en el vallenato: Alfredo Gutiérrez, ‘Emilianito’ Zuleta, Nicolás ‘Colacho’ Mendoza, Miguel López, para mencionar a sus discípulos directos, quienes consolidaron el árbol en el que se ramifica ya florecido el canto vallenato.

Luis Enrique Martínez significa todo lo que resume el ser vallenato expresado en el acordeón. El episodio en que se forja un nuevo acordeonero, encerrado en un estudio de grabación con el recién llegado acordeón, representa cómo se hacen de improviso los acordeoneros vallenatos. También nos confirma cómo se formó la cultura vallenata, en manos de la imaginación, encerrada en el valle de Upar, tal como se hizo de sí mismo santo Ecce Homo para entrañarse con su pueblo.

El valle de Upar levantaría su templo de celebración cultural en el Festival Vallenato, cuyo epicentro se haría un culto a la música que había interpretado su razón de ser. La magia del acordeón hizo que unos campesinos marginados por el poder oficial fueran reconocidos reyes por su pueblo. Pero sería uno de ellos, el rey Luis Enrique, quien coronaría con su acordeón, labrada en filigranas musicales, a la reina que cuenta esta historia: la canción vallenata.

Toda historia trae consigo su paradoja, quien había inspirado el certamen que revela el misterio del acordeón, Luis Enrique, ceñiría su corona de rey vallenato en 1973, seis años después de creado el Festival, algunos de los cuales perdió a manos del licor; sometido al jurado calificador conformado por los cinco reyes anteriores, sus alumnos, quienes se soplaban entre ellos que había que devolverle la corona.

En la tradición oral vallenata pervive la expresión “ese es el hombre”, una traducción castiza de “Ecce Homo”, del latín romano “he aquí el hombre”, pronunciada por Pilatos en el juicio a Cristo. Solo que, si aquella vez permitía una condena, aquí sí se reconoce, señalándolo, al hombre que libera a su pueblo de las desventuras y lo conduce a la tierra prometida en la que tendría que ser feliz: el valle de Upar.

Será por eso que, al ver pasar el colorido de notas en el Festival Vallenato, celebrando el milagro del acordeón, parece la procesión de todos los acordeoneros que llevan en hombros a quien es su patrono musical: Luis Enrique Martínez.

POR RODRIGO ZALABATA VEGA/ESPECIAL PARA EL PILÓN

Especial
1 mayo, 2023

Luis Enrique Martínez: ¡ese es el hombre! (segunda parte)

Lo que causaba ‘El Pollo Vallenato’ al explorar su nuevo acordeón era el descubrimiento musical del continente literario contenido en el valle de Upar.


Luis Enrique Martínez significa todo lo que resume el ser vallenato expresado en el acordeón./FOTO: CORTESÍA.
Luis Enrique Martínez significa todo lo que resume el ser vallenato expresado en el acordeón./FOTO: CORTESÍA.
Boton Wpp

Ese don sagrado de un pueblo de crearse a sí mismo, consagrado en el mito religioso de santo Ecce Homo, creó en el tiempo el mundo mitológico del vallenato. Cuya clarividencia desbrozó con sus cantos los caminos de la juglaría e iluminó la noche que puso a salvo del diablo a Francisco El Hombre.

Esos poetas de la naturaleza no podrían mirar el mundo sobrenatural que creaban. Al igual que Leandro, si Dios le negó la vista al mar en recompensa les daría los ojos del alma para recrear un mundo que ignoraban. Era su destino náufrago en el temporal de su existencia. Se necesitaba un gentil que conociera el resto del mundo para notar las notas que visibilizaban el valle de Upar.

Se trató de Alfonso López Michelsen, cachaco de crianza y de cepa costeña, hijo del expresidente que le infundió su valor a la tierra colombiana, cuyo reflejo principesco le permitió darse sus aires por el mundo. Ya con la elegancia europea que resaltaba su alma provinciana quedó atrapado entre cantos de sirena perdido en el valle de Upar, al hacerse el primer gobernador del recién creado departamento del Cesar en 1967. Lo que resultaba inexplicable en los mentideros políticos de una aristocracia criolla levantada con nobleza papal, sembrada en los encumbrados clubes sociales del poder en Colombia.

La razón no era el poder, del cual descendía, sino el paisaje de poesía vívida que se abría ante sus ojos, el ver renacer la infancia de la humanidad endurecida por el pragmatismo de la modernidad, visto en el rostro petrificado del viejo mundo. Por eso entendía que se daba a gobernar una jurisdicción cultural con más interés que lo económico y más poder que lo político, cuyos límites, en realidad, los alcanzaba la palabra transmitida por su tradición oral. La semblanza universal que Gabriel García Márquez narró en letras musicales en el pentagrama de un libro.

Pero se necesitaba la fuerza de gravedad que pusiera pie en tierra ese mundo fantástico. Lo único que podría explicar en un territorio patriarcal, en el que el hombre podía contar como reses sus mujeres, que acataran como reina de reyes a una mujer con una fuerza de voluntad que superaba la de todos los hombres de la comarca, cuyo ímpetu los lanzaría al estrellato, si acostumbraban a brillar donde los cogiera la noche. En su lugar nació Consuelo Araújo Noguera, a quien por representar su espíritu ancestral llamaron con toda autoridad ‘La Cacica’.

Entre los dos se hallaba el mito en persona, un joven rey Midas con la virtud poética de convertir en leyenda cada personaje de la realidad que tocaba. Cuyos trazos literarios dibujaban el paisaje del vallenato con tal precisión que podía hacer sentir a quien lo escuchara en su lugar. Era por siempre Rafael Escalona.

El gobernador Alfonso López, ya sabido del mundo exterior, le pasó la voz a Consuelo para que ordenara aquel mundo desaforado de poetas capaces de crear su propio mundo. Tocar de primera mano los versos de Escalona los convencía que esa realidad mágica existía, pero había que hacerla tangible.

El testimonio verdadero lo daba el poeta ciego Leandro Díaz, quien le había hecho ver a la realidad lo que en realidad no podía ver: la sabana sonríe cuando por ella camina la mujer amada.

Fue entonces cuando forzados por la fantasía se les ocurrió realizar un evento que reuniera a los juglares del valle de Upar, que trajeran en sus cantos la historia de la región, las creencias religiosas que sostenían su mundo. Así levantaron el templo de celebración de esas deidades del campo: lo bautizaron Festival Vallenato.

El Festival era concebido a imagen y semejanza del vallenato. En él se entrelazaba la advocación de la virgen de Rosario el 29 de abril, aparecida en un extraño episodio en tiempos de Conquista, en el que resucita a los invasores españoles después de ser envenenados por los nativos invadidos. Pero su celebración podría entenderse como la integración final, con todo su pesar, entrambos mundos.

Inspirado en el sino divino de la mujer, el Festival convocaba a los juglares a un concurso de acordeoneros, lo cual causaría una mitificación de los cantos que hasta ese momento hacían el retrato anónimo de una región. La historia sabe cómo darse su importancia, ese abril de 1968 se coronaba el primer rey vallenato en cabeza de Alejandro Durán, un negro monumental que parecía bajado de la mitología universal a representar la imagen naciente de un pueblo.

A partir de ese momento nada sería igual, el Festival le daba una nueva visión al vallenato: la dimensión mítica del acordeón; desde el pasado hasta el futuro por crear. Entonces se ponía de presente aquellos que habían ido conformando una expresión musical de un fenómeno comunicativo de tradición oral. Se rememoraba al gran Francisco Irinio ‘Chico’ Bolaños, cuya estación en los hitos históricos le atribuyen el haber definido, en el marcante de los bajos en el acordeón, los cuatro aires canonizados en el Festival, constituyentes del verdadero vallenato: son, paseo, merengue y puya. De ser así, se fija como el primer gran pilar en la estructuración musical del vallenato que contaban sus historias.

Dicha afirmación es materia de discusión y puesta en duda por el investigador Julio Oñate Martínez, gran compositor y autor de celebérrimas obras de estudio del vallenato, quien me advertía que no hay una puya atribuible a Chico Bolaños, luego no podría tenerse como definidor de su ejecución. Como sí lo fue en establecer el vigente “bajo repicao” en el paseo vallenato.

Lo cierto es que, hasta llegado el Festival Vallenato, el templo de adoración de los acordeoneros, el vallenato era una música abrazada a la narrativa de sus canciones. Incluso las disputas trenzadas de piqueria se daban más a lanzarse mensajes de pique que a la ejecución misma del acordeón. Era entendible en la medida que los juglares contaban con acordeones de uno y dos hileras, tocadas por intuición, cuyas tonalidades apenas podían armonizar las melodías de las canciones de entonces, que por lo mismo se limitaban en su extensión musical.

Es necesario advertir que, si bien el Festival le dio esa dimensión mítica al vallenato tocado en acordeón, trayendo su pasado y lanzándolo de nuevo a explorar en el océano de su futuro, lo cual generó un desarrollo exponencial en el conocimiento del instrumento, la interpretación de su ser ya había nacido en manos del creador de su musicalidad, quien causó el florecimiento de las notas literales de sus canciones, a quien debemos el descubrimiento de regreso al mundo del continente musical anclado en el valle de Upar: Luis Enrique Martínez Argote.

LUIS ENRIQUE: EL RENACIMIENTO MUSICAL DEL VALLENATO

Si el vallenato se identificó descrito en un retrato hablado en los cantos de los juglares, la música narrada en su acordeón se expresaba con apego a sus versos. Eso pudo conformar que su eco se quedara grabado en el ámbito del valle de Upar, como un daguerrotipo sonoro del tiempo de su familia provinciana.

Pero la historia siempre narra su pasado porque pudo trascender. En el mundo vallenato nació un personaje fundacional a partir del cual surgió otra historia musical: el florecimiento melódico de las canciones vallenatas. Quién lo creyera, la canción emblemática de este punto de inflexión en la ejecución del acordeón vallenata, con ocasión del destino, se llama ‘Jardín de Fundación’.

Ese suceso está grabado en la historia del vallenato. Un día de 1951, el promotor Antonio Fuentes, dueño de los estudios y sello discográfico Fuentes en Medellín, recibió con entusiasmo a un renombrado acordeonero en la provincia del valle de Upar, escondida en la costa Caribe, cuya música poco conocida intuía promisoria. El motivo era poner en sus manos un novedoso acordeón llegado al país, el cual contaba con tres hileras de pitos de notas altas y dos hileras de 12 pitos de bajos. El personaje indicado era Luis Enrique Martínez.

Nadie podría imaginar que ese sentido momento, en el que se abrazaba el renovado acordeón con el discípulo prohijado por los viejos juglares, transformaría la música vallenata para siempre. Ya contaba una prolija trayectoria desde su primera grabación en 1947, de las canciones ‘Pa que chupe y pa que sepa’, un pique con Abel Antonio Villa, y ‘Cuando las mujeres quieren’, sello Odeón argentino, que transcurrió por quince sellos más. Del dichoso encuentro nació una obra que viajó por el mundo y desde entonces hasta hoy identifica de consuno el vallenato, consagrado en los premios Grammy: ‘La cumbia cienaguera’.

La primera grabación de El Pollo Vallenato fue en 1947. FOTO: CORTESÍA.

Si bien era el “pollo” heredero de los pioneros juglares; ‘Chico’ Bolaños, ‘Pacho’ Rada y Luis Pitre, campesinos musicultores, quienes conservaban de sus maestros la cadencia del sabor original del vallenato, al igual que ellos eran sujetos por el acordeón que abrazaban. Con amor hogareño, las canciones vallenatas, en cuatro versos, se ajustaban al presupuesto musical del acordeón de una o dos hileras. Entonces el vallenato estaba más interesado en vivenciarse que en interpretarse.

Pero al recibir el acordeón de tres hileras, sucedió el milagro del vallenato que nadie había tocado. Sin que nadie lo supiera ni pudiera enseñarle, solo en el cuarto de grabación al que había ingresado, se esculpió con sus propias manos el que es por antonomasia el acordeonero vallenato: Luis Enrique Martínez.

A partir de ese momento nace una nueva historia, después de recibir el continuo de las narraciones sembradas por los juglares en la tierra del valle de Upar, cosechando el fruto de su tradición oral, tocaba hacerlas renacer musicalmente en notas del acordeón. Es el florecimiento musical del jardín literario del vallenato.

Lo que causaba Luis Enrique al explorar su nuevo acordeón era el descubrimiento musical del continente literario contenido en el valle de Upar. Sus tres hileras de notas parecían simbolizar las tres naves en que Europa había llegado a nuestro mundo. El acordeón vallenato se convertía en un libro que se abría y se cerraba, en el que se podrían leer en notas musicales y escuchar al tiempo de viva voz las narraciones que habían forjado la cultura de su pueblo.

En ese libro musical, con notas de Luis Enrique, tendrían que aprender todos los acordeoneros a la conquista de su arte. En él quedaba predicho cómo engalanar el sentido melódico trazado por el sentimiento de la canción: la introducción a su espíritu, las digresiones melódicas a su propia melodía en los puentes entre estrofas y los remates precisos que concluyen su círculo armónico. A lo que agregaría juegos melódicos con sus bajos, que son parte insustituible de la rutina vallenata.

En su escuela aprendieron todos los acordeoneros que se hicieron grandes en el vallenato: Alfredo Gutiérrez, ‘Emilianito’ Zuleta, Nicolás ‘Colacho’ Mendoza, Miguel López, para mencionar a sus discípulos directos, quienes consolidaron el árbol en el que se ramifica ya florecido el canto vallenato.

Luis Enrique Martínez significa todo lo que resume el ser vallenato expresado en el acordeón. El episodio en que se forja un nuevo acordeonero, encerrado en un estudio de grabación con el recién llegado acordeón, representa cómo se hacen de improviso los acordeoneros vallenatos. También nos confirma cómo se formó la cultura vallenata, en manos de la imaginación, encerrada en el valle de Upar, tal como se hizo de sí mismo santo Ecce Homo para entrañarse con su pueblo.

El valle de Upar levantaría su templo de celebración cultural en el Festival Vallenato, cuyo epicentro se haría un culto a la música que había interpretado su razón de ser. La magia del acordeón hizo que unos campesinos marginados por el poder oficial fueran reconocidos reyes por su pueblo. Pero sería uno de ellos, el rey Luis Enrique, quien coronaría con su acordeón, labrada en filigranas musicales, a la reina que cuenta esta historia: la canción vallenata.

Toda historia trae consigo su paradoja, quien había inspirado el certamen que revela el misterio del acordeón, Luis Enrique, ceñiría su corona de rey vallenato en 1973, seis años después de creado el Festival, algunos de los cuales perdió a manos del licor; sometido al jurado calificador conformado por los cinco reyes anteriores, sus alumnos, quienes se soplaban entre ellos que había que devolverle la corona.

En la tradición oral vallenata pervive la expresión “ese es el hombre”, una traducción castiza de “Ecce Homo”, del latín romano “he aquí el hombre”, pronunciada por Pilatos en el juicio a Cristo. Solo que, si aquella vez permitía una condena, aquí sí se reconoce, señalándolo, al hombre que libera a su pueblo de las desventuras y lo conduce a la tierra prometida en la que tendría que ser feliz: el valle de Upar.

Será por eso que, al ver pasar el colorido de notas en el Festival Vallenato, celebrando el milagro del acordeón, parece la procesión de todos los acordeoneros que llevan en hombros a quien es su patrono musical: Luis Enrique Martínez.

POR RODRIGO ZALABATA VEGA/ESPECIAL PARA EL PILÓN