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Crónica - 7 marzo, 2020

Los hijos de hojalata

La cuadrilla de hombres que se habían ofrecido para una correría de castigo salió en dos escuadrones cerrados, veinte días hacía, entre los gritos de los muchachos que corrieron por los costados de las filas marchantes y los ladridos de los perros que vagaban por las embaldosadas calles de Santa Cruz de Mompós.

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La cuadrilla de hombres que se habían ofrecido para una correría de castigo salió en dos escuadrones cerrados, veinte días hacía, entre los gritos de los muchachos que corrieron por los costados de las filas marchantes y los ladridos de los perros que vagaban por las embaldosadas calles de Santa Cruz de Mompós.

Veinte días apenas eran los pasados desde cuando se fueron por la Calle de La Albarrada. Mucha fatiga estaba metida en los cuerpos de quienes iban en aquella tropilla que ahora, hecha un solo montón, se adentraba en aquel paisaje ralo y vestido de amarillo viejo por la brava sequedad de las tierras.

Era, pese a todo, la mejor temporada para la caza de cimarrones en la cual los hombres sin ocupaciones en la villa se organizaban en partidas armadas para ganar unos cuantos reales de los amos de esclavos, los cuales pagaban de sus cofres para armar expediciones que hicieran sorpresivos asaltos a las palizadas de gruesas estacas con que los negros huidos levantaban sus palenques o refugios en lo más hundido del monte, y que por la enorme distancia de aquellos sitios donde se escondían, los pies de los blancos no habían pisado antes.

Los meses secos eran propicios para las faenas de aquella cacería humana porque no había cuidado de caimanes, acoso de sanguijuelas, niguas ni zancudos que en la época de los aguaceros llegaban en pequeños torbellinos alados, ni esos moscones de colores brillantes que metían sus agujetas en la piel de las cabalgaduras y las hacían correr dando saltos locos con los lomos encogidos.

Ahora, allí, en esta época de resequedad, los caños y torrenteras no corrían y los pantanos inmensos se habían consumido hasta quedar en unas lagunetas que cubría un manto de tarullas con florecillas lila, donde los peces atrapados bullían a montones en el agua recalentada que aún quedaba, sobre la cual caía el torpe vuelo de los patos pisingos y los aleteos lánguidos de las garzas en un festín de muerte bajo el cielo iluminado por la brasa quemante del sol.

La consigna que llevaban era precisa: traer vivos a los esclavos fugados con sus mujeres y crías, y si tal no fuere posible por la resistencia que se esperaba de ellos, entonces debían, por lo menos, regresar con el pedazo de piel curada en sal donde el negro caído hubiere tenido la marca del hierro del amo, como un buey, una mula de carga u otra bestia útil para el trabajo en los campos y minas.

Entre los punteros de aquel montón de hombres iba Jacinto Covarrubia con varios perros, de esos que atrapan en el aire el grajo de los negros ocultos en las cejas de los montes. Todos llevaban sombreros de pajilla, machete y puñal al cinto, un trabuco o chopo en banderola, un cacho de toro embutido de pólvora negra y una bolsa de cuero pendiente de una faja con granos de hierro y plomo.

Era ya tarde ese día y en el poniente había fiesta de sangre con el sol de los conejos, cuando Covarrubia dio la orden de hacer un alto para levantar campamento. No había aún oscurecido cuando los perros ladraron hacia un punto del horizonte. Pronto tres jinetes se vieron a la distancia y, pasados unos momentos más, conocieron en ellos a un capataz de los hatos de Cispataca.

Malas noticias traían quienes llegaban: que don Juan Bautista de Mier, el más rico dueño de esclavos y ahora marqués de Mompós, estaba de muerte y había recibido ya los santos oleos. Había que volver y dejar a los cimarrones para mejor ocasión.

Por otros rumbos en las tierras del marqués, había festejos, sin saber que él estaba en trance de muerte. Ya sumaban cinco días de jolgorio en el gran patio de la casa de la hacienda Santa Bárbara de las Cabezas. Un tonelón con aguamiel fermentada hizo bajar el mayoral de un caney. Dispuso situarlo bajo el inmenso quiosco de palma amarga para que los esclavos tomaran de él y se fueran con más bríos a las peleas de gallos, al manteo de los toretes y de apuestas a la carrera de potros por las llanas praderas del hato.

Una res era apuñalada cada tres días, y abierta la carne en capas la tostaban con las llamas de cuatro fogatas que ardían hasta tarde de la noche para que cada negro trozara con un balduque de cocina el pedazo que deseara. Dos caramillos labrados con esqueletos de cardón, una timba alta, una tambora chata y cuatro maracas hacían la música para quienes bailaban sobre el suelo apisonado con el goce de chandés, gaitas y cumbiones.

Toda la servidumbre de criados y esclavos debían festejar con felicidad la noticia llegada de España en el correo que vino en el último galeón, la cual decía que su amo ya era Marqués de verdad.

Ya para aquellos tiempos se podía reparar que uno y otro de los sirvientes aquellos no tenía el color negro atezado. Mulatos o cruzados eran, porque ya llevaban la sangre de sus amos como hijos o nietos de ellos, habidos con las esclavas del hato cualquier noche de retozo y borrachera. Aun cuando todos sabían esos secretos, nadie hablaba de tales cosas, porque eran parientes de “hojalata y barro” que nada contaban en la relación de familia, pero cuando alguna vez llegaba un cura de doctrina por esas tierras, con el agua del bautizo los vástagos aquellos tomaban los apellidos de sus padres y amos, pero en condición de ahijados y nada más.

El contento de aquellos días habría de apagarse tan rápido como había comenzado en los hatos de Santa Bárbara de las Cabezas, en los de San Benito Abad, el Paso del Carate, Sabana Nueva, Estancia de Chimichagua, Tierras de Loba, las minas de San Cipriano y Plan de Minas. Una mala nueva llegó a cada punto dicho en boca de los mensajeros que a lomo de sofocadas cabalgaduras habían cruzado vegas, ciénagas y playones desde la villa de Mompós: el amo Juan Bautista y Mier de la Torre se estaba muriendo en su casona, acosado por los estragos de una apoplejía. Para él de nada había sido útil la suma de 60.000 monedas de a ocho reales que sus apoderados pagaron en la Corte por los impuestos de la media anata y el de lanzas, para que, al fin, a mediados del otoño europeo de 1744, el rey Felipe V en su palacio de San Idelfonso le pusiera el trazo de su firma a la cédula que concedía el título de Marqués de Santa Coa, a su vasallo de ultramar.

Hay tiempo de escribir testamento. Acude el escribano con tinta, plumas de ganso y pliegos con sello real. Hay nombramiento de albacea y se reparten las casas, minas y esclavos. Los hatos libres son para su hija Juana Bartola y su esposo José Fernando de Mier y Guerra. Los del mayorazgo de Santa Coa, con el título de nobleza pasan a doña Ignacia Andrea de Mier, otra hija del moribundo y esposa de Julián de Trespalacios de Mier.

Ya el enfermo con la lengua trabada, medio cuerpo quieto y averías en su mente por el mal, manda llamar a su nieto Juan Toribio, quien se iba a España para tomar plaza en las Reales Guardias. El joven se arrodilla al pie de la cama con toldillo y dosel para recibir la bendición de su abuelo, y el encargo de llevar en su viaje el cofre del caudal del mayorazgo, para que, en Madrid, la capital de las Españas, lo deposite en la casa banquera de Wbon y Vihic.

Se le va la vida al Marqués. De poco remedio sirven las pócimas de hierbas cocidas, ni las sanguijuelas para las sangrías. Juana Bartola, su hija, le da a tomar una bebida con sal de nitro, pero las esclavas de las recámaras no alcanzan a traer las bacinillas a tiempo y hay que cambiar las sábanas y las badanas que hacían de cubrelecho. Juana Bartola no se da por vencida y se acerca con una escudilla de almíbar de rosas para darle cucharadas al postrado. Un fraile de San Juan de Dios entona el Celsofaút y los presentes lo siguen con voces tenues. Ya el Marqués casi no respira. Le hincan alfileres en los dedos, pero no siente los pinchazos. Se aglomera la multitud en los portales de la casa y comienzan los preparativos del funeral.

El 24 de enero de 1750, José Fernando de Mier y Guerra, sobrino y yerno del muriente, organiza el entierro con toda la pompa posible entre el repique de los redoblantes de la guardia y los pesados toques de bronce de todas las campanas que había en la villa de Mompós.

Una marcha armada escolta al cortejo. Son doce escuadrones de hombres que en cada esquina por donde pasa el féretro disparan al aire sus trabucos para hacer un estruendo de descarga. Jacinto Covarrubia sabía que dentro de ese ataúd labrado a prisa con arabescos y el nuevo escudo de armas del marquesado de Santa Coa, iba su padre, el Marqués. Lo supo desde cuando Damiana Yolofo, su madre, una negra atada a los quehaceres de cocina en uno de los hatos de Loba, se lo dijo.

De él había recibido el constante trato desdeñoso de un amo avinagrado. Siempre esperó una frase amable que nunca llegó, pues apenas entre los difusos recuerdos de su lejana niñez se le venían las imágenes de un bautizo cuando él, su padrino, como lo había sido con todos los negritos nacidos en sus tierras, le dio una bendición con el canto de la mano.

Ahora que lo veía pasar indefenso en un féretro que iba al flote sobre un montón de cabezas que lo acompañaban en su tránsito a la tumba, se le subió a la mente un repentino efluvio de conmiseración y la urgencia de restituirle el gesto de aquella bendición remota, y sin pensarlo más, hizo con la mano en el aire la señal de la cruz. Hecho esto, sintió como un desgaje de un peso mayor por haberle devuelto aquel ademán cristiano a su padre y padrino, con el deseo añadido que en la otra vida repartiera una palmadita de cariño a los negros difuntos de su servidumbre que en este mundo estuvieron sumisos a los mandatos coléricos de su voz.

Eran los moribundos momentos de la tarde que se venía lánguida con las últimas escurrajas de luz sobre los techos rojizos de la villa. En la distancia se perdían los chillidos y gritos lamentosos de las negras por la muerte del amo que se iban diluyendo en las imprecisas sombras del confín cuando ya se insinuaba en el cielo momposino el parpadeo de las primeras estrellas.

Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa, (La Mina) territorio de la Sierra Nevada, febrero 18 de 2020

Por: Rodolfo Ortega Montero

Crónica
7 marzo, 2020

Los hijos de hojalata

La cuadrilla de hombres que se habían ofrecido para una correría de castigo salió en dos escuadrones cerrados, veinte días hacía, entre los gritos de los muchachos que corrieron por los costados de las filas marchantes y los ladridos de los perros que vagaban por las embaldosadas calles de Santa Cruz de Mompós.


Boton Wpp

La cuadrilla de hombres que se habían ofrecido para una correría de castigo salió en dos escuadrones cerrados, veinte días hacía, entre los gritos de los muchachos que corrieron por los costados de las filas marchantes y los ladridos de los perros que vagaban por las embaldosadas calles de Santa Cruz de Mompós.

Veinte días apenas eran los pasados desde cuando se fueron por la Calle de La Albarrada. Mucha fatiga estaba metida en los cuerpos de quienes iban en aquella tropilla que ahora, hecha un solo montón, se adentraba en aquel paisaje ralo y vestido de amarillo viejo por la brava sequedad de las tierras.

Era, pese a todo, la mejor temporada para la caza de cimarrones en la cual los hombres sin ocupaciones en la villa se organizaban en partidas armadas para ganar unos cuantos reales de los amos de esclavos, los cuales pagaban de sus cofres para armar expediciones que hicieran sorpresivos asaltos a las palizadas de gruesas estacas con que los negros huidos levantaban sus palenques o refugios en lo más hundido del monte, y que por la enorme distancia de aquellos sitios donde se escondían, los pies de los blancos no habían pisado antes.

Los meses secos eran propicios para las faenas de aquella cacería humana porque no había cuidado de caimanes, acoso de sanguijuelas, niguas ni zancudos que en la época de los aguaceros llegaban en pequeños torbellinos alados, ni esos moscones de colores brillantes que metían sus agujetas en la piel de las cabalgaduras y las hacían correr dando saltos locos con los lomos encogidos.

Ahora, allí, en esta época de resequedad, los caños y torrenteras no corrían y los pantanos inmensos se habían consumido hasta quedar en unas lagunetas que cubría un manto de tarullas con florecillas lila, donde los peces atrapados bullían a montones en el agua recalentada que aún quedaba, sobre la cual caía el torpe vuelo de los patos pisingos y los aleteos lánguidos de las garzas en un festín de muerte bajo el cielo iluminado por la brasa quemante del sol.

La consigna que llevaban era precisa: traer vivos a los esclavos fugados con sus mujeres y crías, y si tal no fuere posible por la resistencia que se esperaba de ellos, entonces debían, por lo menos, regresar con el pedazo de piel curada en sal donde el negro caído hubiere tenido la marca del hierro del amo, como un buey, una mula de carga u otra bestia útil para el trabajo en los campos y minas.

Entre los punteros de aquel montón de hombres iba Jacinto Covarrubia con varios perros, de esos que atrapan en el aire el grajo de los negros ocultos en las cejas de los montes. Todos llevaban sombreros de pajilla, machete y puñal al cinto, un trabuco o chopo en banderola, un cacho de toro embutido de pólvora negra y una bolsa de cuero pendiente de una faja con granos de hierro y plomo.

Era ya tarde ese día y en el poniente había fiesta de sangre con el sol de los conejos, cuando Covarrubia dio la orden de hacer un alto para levantar campamento. No había aún oscurecido cuando los perros ladraron hacia un punto del horizonte. Pronto tres jinetes se vieron a la distancia y, pasados unos momentos más, conocieron en ellos a un capataz de los hatos de Cispataca.

Malas noticias traían quienes llegaban: que don Juan Bautista de Mier, el más rico dueño de esclavos y ahora marqués de Mompós, estaba de muerte y había recibido ya los santos oleos. Había que volver y dejar a los cimarrones para mejor ocasión.

Por otros rumbos en las tierras del marqués, había festejos, sin saber que él estaba en trance de muerte. Ya sumaban cinco días de jolgorio en el gran patio de la casa de la hacienda Santa Bárbara de las Cabezas. Un tonelón con aguamiel fermentada hizo bajar el mayoral de un caney. Dispuso situarlo bajo el inmenso quiosco de palma amarga para que los esclavos tomaran de él y se fueran con más bríos a las peleas de gallos, al manteo de los toretes y de apuestas a la carrera de potros por las llanas praderas del hato.

Una res era apuñalada cada tres días, y abierta la carne en capas la tostaban con las llamas de cuatro fogatas que ardían hasta tarde de la noche para que cada negro trozara con un balduque de cocina el pedazo que deseara. Dos caramillos labrados con esqueletos de cardón, una timba alta, una tambora chata y cuatro maracas hacían la música para quienes bailaban sobre el suelo apisonado con el goce de chandés, gaitas y cumbiones.

Toda la servidumbre de criados y esclavos debían festejar con felicidad la noticia llegada de España en el correo que vino en el último galeón, la cual decía que su amo ya era Marqués de verdad.

Ya para aquellos tiempos se podía reparar que uno y otro de los sirvientes aquellos no tenía el color negro atezado. Mulatos o cruzados eran, porque ya llevaban la sangre de sus amos como hijos o nietos de ellos, habidos con las esclavas del hato cualquier noche de retozo y borrachera. Aun cuando todos sabían esos secretos, nadie hablaba de tales cosas, porque eran parientes de “hojalata y barro” que nada contaban en la relación de familia, pero cuando alguna vez llegaba un cura de doctrina por esas tierras, con el agua del bautizo los vástagos aquellos tomaban los apellidos de sus padres y amos, pero en condición de ahijados y nada más.

El contento de aquellos días habría de apagarse tan rápido como había comenzado en los hatos de Santa Bárbara de las Cabezas, en los de San Benito Abad, el Paso del Carate, Sabana Nueva, Estancia de Chimichagua, Tierras de Loba, las minas de San Cipriano y Plan de Minas. Una mala nueva llegó a cada punto dicho en boca de los mensajeros que a lomo de sofocadas cabalgaduras habían cruzado vegas, ciénagas y playones desde la villa de Mompós: el amo Juan Bautista y Mier de la Torre se estaba muriendo en su casona, acosado por los estragos de una apoplejía. Para él de nada había sido útil la suma de 60.000 monedas de a ocho reales que sus apoderados pagaron en la Corte por los impuestos de la media anata y el de lanzas, para que, al fin, a mediados del otoño europeo de 1744, el rey Felipe V en su palacio de San Idelfonso le pusiera el trazo de su firma a la cédula que concedía el título de Marqués de Santa Coa, a su vasallo de ultramar.

Hay tiempo de escribir testamento. Acude el escribano con tinta, plumas de ganso y pliegos con sello real. Hay nombramiento de albacea y se reparten las casas, minas y esclavos. Los hatos libres son para su hija Juana Bartola y su esposo José Fernando de Mier y Guerra. Los del mayorazgo de Santa Coa, con el título de nobleza pasan a doña Ignacia Andrea de Mier, otra hija del moribundo y esposa de Julián de Trespalacios de Mier.

Ya el enfermo con la lengua trabada, medio cuerpo quieto y averías en su mente por el mal, manda llamar a su nieto Juan Toribio, quien se iba a España para tomar plaza en las Reales Guardias. El joven se arrodilla al pie de la cama con toldillo y dosel para recibir la bendición de su abuelo, y el encargo de llevar en su viaje el cofre del caudal del mayorazgo, para que, en Madrid, la capital de las Españas, lo deposite en la casa banquera de Wbon y Vihic.

Se le va la vida al Marqués. De poco remedio sirven las pócimas de hierbas cocidas, ni las sanguijuelas para las sangrías. Juana Bartola, su hija, le da a tomar una bebida con sal de nitro, pero las esclavas de las recámaras no alcanzan a traer las bacinillas a tiempo y hay que cambiar las sábanas y las badanas que hacían de cubrelecho. Juana Bartola no se da por vencida y se acerca con una escudilla de almíbar de rosas para darle cucharadas al postrado. Un fraile de San Juan de Dios entona el Celsofaút y los presentes lo siguen con voces tenues. Ya el Marqués casi no respira. Le hincan alfileres en los dedos, pero no siente los pinchazos. Se aglomera la multitud en los portales de la casa y comienzan los preparativos del funeral.

El 24 de enero de 1750, José Fernando de Mier y Guerra, sobrino y yerno del muriente, organiza el entierro con toda la pompa posible entre el repique de los redoblantes de la guardia y los pesados toques de bronce de todas las campanas que había en la villa de Mompós.

Una marcha armada escolta al cortejo. Son doce escuadrones de hombres que en cada esquina por donde pasa el féretro disparan al aire sus trabucos para hacer un estruendo de descarga. Jacinto Covarrubia sabía que dentro de ese ataúd labrado a prisa con arabescos y el nuevo escudo de armas del marquesado de Santa Coa, iba su padre, el Marqués. Lo supo desde cuando Damiana Yolofo, su madre, una negra atada a los quehaceres de cocina en uno de los hatos de Loba, se lo dijo.

De él había recibido el constante trato desdeñoso de un amo avinagrado. Siempre esperó una frase amable que nunca llegó, pues apenas entre los difusos recuerdos de su lejana niñez se le venían las imágenes de un bautizo cuando él, su padrino, como lo había sido con todos los negritos nacidos en sus tierras, le dio una bendición con el canto de la mano.

Ahora que lo veía pasar indefenso en un féretro que iba al flote sobre un montón de cabezas que lo acompañaban en su tránsito a la tumba, se le subió a la mente un repentino efluvio de conmiseración y la urgencia de restituirle el gesto de aquella bendición remota, y sin pensarlo más, hizo con la mano en el aire la señal de la cruz. Hecho esto, sintió como un desgaje de un peso mayor por haberle devuelto aquel ademán cristiano a su padre y padrino, con el deseo añadido que en la otra vida repartiera una palmadita de cariño a los negros difuntos de su servidumbre que en este mundo estuvieron sumisos a los mandatos coléricos de su voz.

Eran los moribundos momentos de la tarde que se venía lánguida con las últimas escurrajas de luz sobre los techos rojizos de la villa. En la distancia se perdían los chillidos y gritos lamentosos de las negras por la muerte del amo que se iban diluyendo en las imprecisas sombras del confín cuando ya se insinuaba en el cielo momposino el parpadeo de las primeras estrellas.

Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa, (La Mina) territorio de la Sierra Nevada, febrero 18 de 2020

Por: Rodolfo Ortega Montero