Los fines de semana, sus hijos Juan, Glinar y Adriana, se dormían pesarosos debajo de una mesa de la caseta Sanandresana, esperando que los bailadores de media noche abordaran su vieja y pesada cazuela para degustar hasta la saciedad sus crujientes buñuelos, arepas y empanadas.
A finales de 1960, cuando ya en su lecho de muerte las hermanas carmelitas le llevaran los Santos Oleos, el viejo Francisco aprovechó la ocasión para encargarles, por caridad, el cuidado de su nieta Zenaida, cuya crianza, pese a su inquebrantable abnegación, le había resultado insostenible.
La infanta, que apenas andaba en sus diez años, era de turbio acento y recio talante, y, aunque parecía indomable, cedía su espíritu deliberadamente a un prematuro impulso de sus nostalgias. La soledad, entonces, como un vicio inalterable y remoto, la seguía en todas partes. Había sido abandonada por su madre, bajo el falso cometido de ir por el mundo a sortear los recursos para su manutención. Sin embargo, tantos días de tinieblas y calamidades transcurrieron entonces que, algún tiempo después, cuando su progenitora intentara a la fuerza llevarla hacia otras tierras, aquella rebelde creatura, que ya había consagrado su alma al cariño de sus abuelos, cometió la riesgosa aventura de arrojarse por la ventana del autobús en marcha.
En este contexto, su abuelo Francisco hizo firmar un convenio a la madre Celia, cuyas directrices no excedían las órdenes de un convento, salvo la exigencia de preservarla de todo vínculo con Mercedes, su propia madre, ante la sospecha inminente del rapto. Bajo la severidad y vigilia de la superiora, la niña Zenaida inició una nueva vida, depurando sus lobregueces a la sazón del bordado y otras ocupaciones.
Tales favores, a fin de cada mes, eran gratificados en los almacenes, en donde era llevada para que, a su medida y gusto, cuidando los formalismos cristianos, eligiera sus vestidos y otros aparejos personales. Además, cada domingo, junto al padre Becerra y la madre Celia, concurría a casa del abuelo Francisco, cuya vida se iba apagando con la misma densidad y premura con que, al pie de un Jesucristo, vertían los velones su llanto.
Poco a poco, la mozuela que apenas había logrado cursar hasta el segundo de básica primaria, comenzó a discernir el mundo de los mortales en su justa concepción, a franquear la inextricable pedagogía de los falsos eruditos, contagiada por un soplo salomónico y la fuerza inmarcesible de Jocabed. Adicionalmente, aprendió algunos conceptos elementales de ciencias sociales, ética y cultura general que, aunque no fueran despreciables en la construcción definitiva de su personalidad, resultaron menos ostensibles que las sabias instrucciones del manual cristiano.
Con todo eso, y pese a estar abocada al celibato, algunos pretendientes esperaban afuera. Junto a su confidente Aura Paulina, también recluida de manera voluntaria en la abadía, pasaba los días libando las más ardientes flores de la castidad, pero aún así vendría la tentación y, en lugar de la túnica y el escapulario, había de refugiarse muy pronto en su blanco vestido de tules bordados, con velo y corona.
La madre Celia, por su parte, consumó el acuerdo pactado con el viejo Francisco. Al cumplir los dieciocho años, mediante casamiento, la ‘Niña Zena’ fue entregada a su prometido, quien juró amarla hasta la muerte, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, según dispone el divino mandato. Marcelo Guerra era entonces el nombre del destino, del amor y de la esperanza; y Patillal, ese nirvana de ensoñación ferviente en donde realizarían plenamente sus vidas.
“Si alguna vez quisieras volver, serás bienvenida siempre”, le dijo la madre Celia, al tiempo que se estrechaban en un abrazo cuya intensidad y dramatismo pareció un conjuro anticipado de sus desdichas. Pero Zenaida jamás volvería al convento, pese a los agravios y desvaríos que poco tiempo después trajera consigo su alianza marital.
En una modesta casita, construida en medio de un peñasco, se estableció la pareja. Era, en realidad, una mejora de Inurbe, constituida por tres aposentos de lástima por cuya techumbre a dos aguas, devastada por los años, se filtraban sin misericordia las implacables borrascas del invierno. Poco después, llegó la más cruda tormenta, y vino la separación. Marcelo cometió el pecado del adulterio, y cedió sin tregua al calvario alucinante de su concubina.
Zenaida, quebrantada en el rancho, asistía al exilio inusitado de su segundo destierro, al lado de sus tres hijos que fueran el más venerable saldo de aquella boda infortunada. Había que soportar el frío y las insidias del destino. Había que padecer hasta el vértigo el coletazo de otras pesadumbres, depurando el alma del lodo perpetuo, la bagatela ruin y el desengaño. Entonces, no habría mejor cubierta que el cielo ni abrigo más apremiante que el amor, el perdón y la fe.
Para Zenaida, que conocía las variantes del tormento y las premisas de la santa ordenanza, era la reveladora escena de Lidia, la vendedora de púrpura cuya confianza en Dios permitió encontrar sus caminos perdidos en la antigua Macedonia. De manera que se levantaría, paso a paso, y ante todo trance. En principio, sobrevivió merced a las ofrendas de la caridad pública; luego, una modesta venta de empanadas fue el medio que dispensó sus carencias básicas. Más tarde, cuando recobró las fuerzas y dispuso de una exigua prestación, improvisó un sencillo restaurante que ofrecía un menú exclusivo, inspirado en los hábitos y el gusto tradicional de la región.
Esta empresa, que empezó como una aventura, obtuvo una aprobación inmediata y los comensales se multiplicaron, entonces, como los peces milagrosos en la barca de Simón. Naturalmente, había que ensanchar las formas y el método de producción, pero los medios no eran suficientes entonces. En todo caso, mediante el socorro y arbitrio de Fraizer, el hijo adoptivo que madrugaba al rito de la molienda, Zenaida lograba de algún modo suplir la demanda y la exigencia de los clientes cotidianos que ya se acostumbraban a la sazón.
Los fines de semana, sus hijos Juan, Glinar y Adriana, se dormían pesarosos debajo de una mesa de la caseta Sanandresana, esperando que los bailadores de media noche abordaran su vieja y pesada cazuela para degustar hasta la saciedad sus crujientes buñuelos, arepas y empanadas.
Era -y sigue siendo- una increíble compañía familiar. Basta contemplar la fajina de una aguerrida matrona que, con diligente acción y decoro, preside los preparativos del día y, aún en medio de su tedio y congoja, preserva en sus labios esa pizca de amor y ternura que adereza dulcemente el alma de sus parroquianos.
Con una disposición francamente libre y a la carta, y como protagonista de una serie real e infinita, acoge sin quejas una ávida y entusiasta clientela que, a su vez, asiste a una escueta y típica ceremonia de mozas nocturnas y ágiles camareros, quienes, bailando la danza de la alegría, el recato y el buen servicio, exorcizan, una por una, todas las penas del corazón.
En un recodo del barrio San Luis de Patillal, en su estadero denominado La estrella, espera al mundo una matrona cuyo nombre ya ostenta una leyenda y un pedazo de cielo. Es la doncella del viejo Pacho, la hija del desconsuelo y de nadie, una mujer que venció los reveses del destino, que nació en la miseria y fue resguardada en un monasterio, que entregó el alma en matrimonio y llegó el divorcio, que fue pisoteada, denigrada y olvidada y luego puesta al amparo de la caridad pública, que finalmente pudo erigirse contra todos sus verdugos, y que ahora se yergue en su próspero merendero, invicta, dominante e incorruptible, al lado de su compañero Tomás, como una reina Isabel en el pródigo sillón del imperio medieval.
Sin embargo, sus nostalgias tornan a veces, cuando es asaltada por la historia. Transfigurada por la llama ardiente del fogón que flamea contra su rostro, entre chispazo y chispazo, olvido y olvido, va desmenuzando el pasado. “Qué bonitos recuerdos”, dice, a la vez que enjuga el llanto. Y, luego, suspira: “Ay, si yo pudiera devolver el tiempo”. Aunque entonces emerge una sonrisa triste, como una ráfaga de luz al través del cuarzo, su cariz melancólico y laso amansa un vestigio de fascinante estupor que permite vislumbrar el diáfano espíritu de aquella chiquilla del convento, cuyas nupcias, celebradas en la capilla mayor y bajo el mejor pronóstico del clero, jamás tuvieron un día de felicidad.
Mientras tanto, allá en el barrio El Rodeíto del viejo San Juan dicen que sale un fantasma llamado Francisco, que tiene la mirada ausente y la oscura liviandad de las cosas viejas. Cuentan que al cantar un eco reproduce miseria y llanto, que avanza cuesta abajo y no se detiene, siempre en busca de aquella bendita nieta que, luciendo un roto vestido de organza y una cruz, una mañana de marzo se fue al convento, y nunca más vio regresar. ¡Por los siglos de los siglos!
Por: Fernando Daza
Los fines de semana, sus hijos Juan, Glinar y Adriana, se dormían pesarosos debajo de una mesa de la caseta Sanandresana, esperando que los bailadores de media noche abordaran su vieja y pesada cazuela para degustar hasta la saciedad sus crujientes buñuelos, arepas y empanadas.
A finales de 1960, cuando ya en su lecho de muerte las hermanas carmelitas le llevaran los Santos Oleos, el viejo Francisco aprovechó la ocasión para encargarles, por caridad, el cuidado de su nieta Zenaida, cuya crianza, pese a su inquebrantable abnegación, le había resultado insostenible.
La infanta, que apenas andaba en sus diez años, era de turbio acento y recio talante, y, aunque parecía indomable, cedía su espíritu deliberadamente a un prematuro impulso de sus nostalgias. La soledad, entonces, como un vicio inalterable y remoto, la seguía en todas partes. Había sido abandonada por su madre, bajo el falso cometido de ir por el mundo a sortear los recursos para su manutención. Sin embargo, tantos días de tinieblas y calamidades transcurrieron entonces que, algún tiempo después, cuando su progenitora intentara a la fuerza llevarla hacia otras tierras, aquella rebelde creatura, que ya había consagrado su alma al cariño de sus abuelos, cometió la riesgosa aventura de arrojarse por la ventana del autobús en marcha.
En este contexto, su abuelo Francisco hizo firmar un convenio a la madre Celia, cuyas directrices no excedían las órdenes de un convento, salvo la exigencia de preservarla de todo vínculo con Mercedes, su propia madre, ante la sospecha inminente del rapto. Bajo la severidad y vigilia de la superiora, la niña Zenaida inició una nueva vida, depurando sus lobregueces a la sazón del bordado y otras ocupaciones.
Tales favores, a fin de cada mes, eran gratificados en los almacenes, en donde era llevada para que, a su medida y gusto, cuidando los formalismos cristianos, eligiera sus vestidos y otros aparejos personales. Además, cada domingo, junto al padre Becerra y la madre Celia, concurría a casa del abuelo Francisco, cuya vida se iba apagando con la misma densidad y premura con que, al pie de un Jesucristo, vertían los velones su llanto.
Poco a poco, la mozuela que apenas había logrado cursar hasta el segundo de básica primaria, comenzó a discernir el mundo de los mortales en su justa concepción, a franquear la inextricable pedagogía de los falsos eruditos, contagiada por un soplo salomónico y la fuerza inmarcesible de Jocabed. Adicionalmente, aprendió algunos conceptos elementales de ciencias sociales, ética y cultura general que, aunque no fueran despreciables en la construcción definitiva de su personalidad, resultaron menos ostensibles que las sabias instrucciones del manual cristiano.
Con todo eso, y pese a estar abocada al celibato, algunos pretendientes esperaban afuera. Junto a su confidente Aura Paulina, también recluida de manera voluntaria en la abadía, pasaba los días libando las más ardientes flores de la castidad, pero aún así vendría la tentación y, en lugar de la túnica y el escapulario, había de refugiarse muy pronto en su blanco vestido de tules bordados, con velo y corona.
La madre Celia, por su parte, consumó el acuerdo pactado con el viejo Francisco. Al cumplir los dieciocho años, mediante casamiento, la ‘Niña Zena’ fue entregada a su prometido, quien juró amarla hasta la muerte, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, según dispone el divino mandato. Marcelo Guerra era entonces el nombre del destino, del amor y de la esperanza; y Patillal, ese nirvana de ensoñación ferviente en donde realizarían plenamente sus vidas.
“Si alguna vez quisieras volver, serás bienvenida siempre”, le dijo la madre Celia, al tiempo que se estrechaban en un abrazo cuya intensidad y dramatismo pareció un conjuro anticipado de sus desdichas. Pero Zenaida jamás volvería al convento, pese a los agravios y desvaríos que poco tiempo después trajera consigo su alianza marital.
En una modesta casita, construida en medio de un peñasco, se estableció la pareja. Era, en realidad, una mejora de Inurbe, constituida por tres aposentos de lástima por cuya techumbre a dos aguas, devastada por los años, se filtraban sin misericordia las implacables borrascas del invierno. Poco después, llegó la más cruda tormenta, y vino la separación. Marcelo cometió el pecado del adulterio, y cedió sin tregua al calvario alucinante de su concubina.
Zenaida, quebrantada en el rancho, asistía al exilio inusitado de su segundo destierro, al lado de sus tres hijos que fueran el más venerable saldo de aquella boda infortunada. Había que soportar el frío y las insidias del destino. Había que padecer hasta el vértigo el coletazo de otras pesadumbres, depurando el alma del lodo perpetuo, la bagatela ruin y el desengaño. Entonces, no habría mejor cubierta que el cielo ni abrigo más apremiante que el amor, el perdón y la fe.
Para Zenaida, que conocía las variantes del tormento y las premisas de la santa ordenanza, era la reveladora escena de Lidia, la vendedora de púrpura cuya confianza en Dios permitió encontrar sus caminos perdidos en la antigua Macedonia. De manera que se levantaría, paso a paso, y ante todo trance. En principio, sobrevivió merced a las ofrendas de la caridad pública; luego, una modesta venta de empanadas fue el medio que dispensó sus carencias básicas. Más tarde, cuando recobró las fuerzas y dispuso de una exigua prestación, improvisó un sencillo restaurante que ofrecía un menú exclusivo, inspirado en los hábitos y el gusto tradicional de la región.
Esta empresa, que empezó como una aventura, obtuvo una aprobación inmediata y los comensales se multiplicaron, entonces, como los peces milagrosos en la barca de Simón. Naturalmente, había que ensanchar las formas y el método de producción, pero los medios no eran suficientes entonces. En todo caso, mediante el socorro y arbitrio de Fraizer, el hijo adoptivo que madrugaba al rito de la molienda, Zenaida lograba de algún modo suplir la demanda y la exigencia de los clientes cotidianos que ya se acostumbraban a la sazón.
Los fines de semana, sus hijos Juan, Glinar y Adriana, se dormían pesarosos debajo de una mesa de la caseta Sanandresana, esperando que los bailadores de media noche abordaran su vieja y pesada cazuela para degustar hasta la saciedad sus crujientes buñuelos, arepas y empanadas.
Era -y sigue siendo- una increíble compañía familiar. Basta contemplar la fajina de una aguerrida matrona que, con diligente acción y decoro, preside los preparativos del día y, aún en medio de su tedio y congoja, preserva en sus labios esa pizca de amor y ternura que adereza dulcemente el alma de sus parroquianos.
Con una disposición francamente libre y a la carta, y como protagonista de una serie real e infinita, acoge sin quejas una ávida y entusiasta clientela que, a su vez, asiste a una escueta y típica ceremonia de mozas nocturnas y ágiles camareros, quienes, bailando la danza de la alegría, el recato y el buen servicio, exorcizan, una por una, todas las penas del corazón.
En un recodo del barrio San Luis de Patillal, en su estadero denominado La estrella, espera al mundo una matrona cuyo nombre ya ostenta una leyenda y un pedazo de cielo. Es la doncella del viejo Pacho, la hija del desconsuelo y de nadie, una mujer que venció los reveses del destino, que nació en la miseria y fue resguardada en un monasterio, que entregó el alma en matrimonio y llegó el divorcio, que fue pisoteada, denigrada y olvidada y luego puesta al amparo de la caridad pública, que finalmente pudo erigirse contra todos sus verdugos, y que ahora se yergue en su próspero merendero, invicta, dominante e incorruptible, al lado de su compañero Tomás, como una reina Isabel en el pródigo sillón del imperio medieval.
Sin embargo, sus nostalgias tornan a veces, cuando es asaltada por la historia. Transfigurada por la llama ardiente del fogón que flamea contra su rostro, entre chispazo y chispazo, olvido y olvido, va desmenuzando el pasado. “Qué bonitos recuerdos”, dice, a la vez que enjuga el llanto. Y, luego, suspira: “Ay, si yo pudiera devolver el tiempo”. Aunque entonces emerge una sonrisa triste, como una ráfaga de luz al través del cuarzo, su cariz melancólico y laso amansa un vestigio de fascinante estupor que permite vislumbrar el diáfano espíritu de aquella chiquilla del convento, cuyas nupcias, celebradas en la capilla mayor y bajo el mejor pronóstico del clero, jamás tuvieron un día de felicidad.
Mientras tanto, allá en el barrio El Rodeíto del viejo San Juan dicen que sale un fantasma llamado Francisco, que tiene la mirada ausente y la oscura liviandad de las cosas viejas. Cuentan que al cantar un eco reproduce miseria y llanto, que avanza cuesta abajo y no se detiene, siempre en busca de aquella bendita nieta que, luciendo un roto vestido de organza y una cruz, una mañana de marzo se fue al convento, y nunca más vio regresar. ¡Por los siglos de los siglos!
Por: Fernando Daza