De unos años para acá, empecé a disfrutar, casi como un placer, que me dijeran bruja. Incluso, cuando mis estudiantes olvidan escribir su nombre en los trabajos, les digo: tengo cara de bruja, pero no ejerzo, desafortunadamente. Se ríen, sin saber que lo digo en serio. Supongo que es porque, en el fondo, disfruto ir un poco en contra de lo que para muchos es “normal”. Y me parecen hasta interesantes las preguntas salidas de “tono”: me permiten reafirmar lo que pienso sin titubear y disfrutar de lo escandalizadas que pueden quedar las personas que escuchan. Justamente fue eso lo que, hace más de 500 años, hicieron muchas mujeres al afirmar con total “desfachatez” que eran brujas.
Ya ustedes saben cómo termina la historia: el juicio, los señaladores y el triunfo de los que siempre querían tener la razón. Y, para mí, no importa cuántos años hayan pasado, me siento en la Edad Media todavía. El deseo histórico de silenciar a las brujas nos persigue y está presente en la oposición a todas nuestras formas de lucha. El mundo ha presentado a la maternidad como una carga que debemos glorificar. Sí, muy lindo ser madre, sobre todo cuando, en la depresión posparto, quieres morirte o, en su defecto, quieres matar a tu hijo; como si reconocer la tristeza que se genera en esta etapa fuera un acto de ingratitud. ¿Cuántas veces se le ha llamado “mandona” a una mujer con carácter y “líder” a un hombre con las mismas cualidades? (No cuenten, que hoy no acaban). Y puedo seguir extendiéndolo a la política, al trabajo, a la academia, a nuestros cuerpos o a cualquier otro espacio en el que, así sea minúsculamente, resalte nuestra autonomía y osadía. Acusaciones que, sin importar el tiempo, nos siguen chamuscando.
Las brujas de antes y las de ahora comparten un mismo pecado: ser incómodas. Porque nos han querido meter en la cabeza que la mujer que calla y obedece es más útil que la que se cuestiona. Por eso, la idea del miedo sigue funcionando con precisión, disfrazando de preocupación lo que en realidad es represión. Nos dicen que exageramos cuando denunciamos acosos, que estamos locas cuando pedimos igualdad, que somos conflictivas cuando exigimos justicia. Y, mientras tanto, el mundo sigue mirando hacia otro lado, indiferentes, y al mismo tiempo, dispuestos a señalarnos por todo.
Piense por un instante en todas las brujas de su entorno. No precisamente de hechiceras con escobas ni de pócimas hirviendo en un caldero. Hablo de su amiga, que se atrevió a salir de un matrimonio abusivo y la llamaron ingrata; de la periodista que denunció a un político intocable y la tacharon de mentirosa; de la profesora que demostró sus habilidades y algún colega la persigue por sentirse amenazado. O de esa mujer que simplemente decidió no casarse, no tener hijos o no seguir el libreto ortodoxo de lo que esperan de ella y, por eso, la tildaron de rara, de egoísta, de bruja. Porque, en el fondo, es solo una mujer que se niega a inclinar la cabeza. Como bien señala Chimamanda Ngozi Adichie, “Nos han condicionado tanto con que el poder es masculino que una mujer poderosa nos parece una aberración. Y, como tal, la vigilan. De una mujer poderosa nos preguntamos: ¿Es humilde? ¿Sonríe? ¿Es lo bastante agradecida? ¿Tiene también su lado doméstico? Preguntas que no nos planteamos de los hombres poderosos, lo cual prueba que no nos incomoda el poder en sí, sino las mujeres.”
Así que, si ser bruja significa tener autonomía femenina o no pedir permiso para simplemente existir, entonces soy una bruja, y tengo mucha suerte de estar rodeada de otras mujeres que han resistido conmigo y se han convertido en mi aquelarre. Nos iría mucho mejor ardiendo en la hoguera que viviendo en la jaula, de eso no tengo dudas. Y, si nos van a quemar de todos modos porque seguimos en busca de nuestra independencia, entonces, al menos, que valga la pena el incendio.
Por: Melissa Lambraño












