Cuánta es la grandeza de un hombre que tiene el valor de despojarse de la vanidad de su ser.
Cualquiera que se detuviera ante el monumento vivo de la presencia de Leandro Díaz intuía que era un hombre cincelado para la posteridad, incluso sin saberlo autor de sus canciones.
Bastaba con detallar su cabeza de busto griego, con sus cuencas de luna mirando más allá del tiempo, los rizos turbulentos de su cabello como corona de laurel al triunfo de la inteligencia, su andar pasilento iluminado por la lámpara de su razón en medio de la oscuridad.
La lucidez de las canciones de Leandro no está dada por el hecho de valorar que el compositor es ciego; es lo contrario, logran la luz de la creación más allá del límite que nos haga suponer su ceguera. Los sentidos despiertan los ánimos del creador, pero la clarividencia se logra al superar la percepción inmediata del mundo que ellos nos presentan.
La creación divina, desvalida del convencimiento de fe, es la esencia suma de la inspiración poética: cómo de la nada puede surgir todo; cómo de la oscuridad absoluta la luz que hace posible el ser; cómo del silencio átono los sonidos que se glorifican en la música; cómo en un mundo iluminado en cada rincón se esconden los secretos que irá desvelando la poesía.
Leandro, ciego de nacimiento y clarividente por condición, siempre lo supo, pues la naturaleza en cualquier sentido es la misma manifestación, y los sentidos una esquina que debe tenerse el valor de cruzar para llegar a lo esencial. Por eso reconoció los ojos bellos del alma como el balcón privilegiado desde el que podía ver y hacernos reconocer de mejor manera el mundo evidente; aquello mismo que nace del alma: “arte, respeto y amor”.
Es como el maquinista en el cine que proyecta desde la oscuridad la luz naciente que al chocar con la realidad e invertir su imagen nos revela las verdades del alma ocultas en la ceguera vidente desde la que percibimos el mundo.
En la Grecia arcaica, antes que los griegos clásicos trataran de entender la razón, Homero proyectó desde su oscuridad los valores en los que se vería reflejado el mundo de Occidente en todos los siglos de la posteridad que reconoce a Aquiles.
La cultura occidental se desarrolla en una progresión cronológica que lleva a cada quién a pensar su nacimiento como un hecho de la historia. Hasta la lotería que nos dará la suerte la hacemos coincidir con la fecha en que alcanzamos la luz. El mismo Aquiles luchaba por anticipar su muerte con tal de nacer para la inmortalidad que le daría el ser recordado.
Leandro nació “una mañana cualquiera, allá por mi tierra, un día de carnaval”; cuánta es la grandeza de un hombre que tiene el valor de despojarse de la vanidad de su ser, porque lo relaciona con la esencia de un Dios cuya existencia no necesita hacerse visible; nacido eso sí en su tierra, un día de carnaval en el que los demás celebran sus sentidos.
Tuvo el valor y la pureza de dejar escudriñar su vida ante ese Dios vigilante, imponiéndose la condición de hacerla digna si puede cantar, y al cumplir la jornada poder congraciarse con Él: “Él sabía que si me abandonaba ninguno cantara como canto yo, he sabido librar la batalla, no hay que negar la existencia de Dios”.
Su clarividencia cinematográfica está manifiesta en ‘Matildelina’, al dibujar el preciso instante de aquello que lo inspira, detallando las circunstancias de tiempo, modo y lugar, hasta llegar a iluminarse a sí mismo recibiendo la inspiración: “un medio día que estuve pensando en la mujer que me hace soñar, las aguas claras del río Tocaimo me dieron fuerzas para cantar, llegó de pronto a mi pensamiento esta bella melodía, y como nada tenía la aproveché en el momento”.
El no recibir la luz cegadora de la belleza de una mujer le permitió conocerla desde la sinrazón poética: sin tratar de entender el encanto de su naturaleza inefable. “Haré un viaje al infinito si tú lo quieres mi amor, a preguntarle al creador por qué tienes un capricho”; “la vida de la mujer es invencible y profunda, los cambios que da la luna los da la mujer también, cambia penas por placer y dichas por amargura…”; son versos memorables de “Debajo del palo’e mango” y “Olvídame”.
‘En tal sentido’, pudo iluminar a la propia naturaleza en el acto sobrenatural de imaginar a la mujer que amaba: “cuando Matilde camina hasta sonríe la sabana”.
Escribir sobre Leandro supone también un acto sobrenatural, abarcar la grandeza de su alma resulta un despropósito a quienes vivimos de los sentidos. Sucede también con Homero, después de tantos siglos el pago que le dan los historiadores es dudar que haya existido.
Nos corresponde desde ahora cantar a coro sus canciones por todos los siglos, no para labrar su inmortalidad que ya le vino grabada en su ser, sino para procurarnos la nuestra, cuando las generaciones por venir puedan reconocer en nosotros, a la manera homérica, que vivimos en los tiempos de Leandro. E–mail [email protected]
Cuánta es la grandeza de un hombre que tiene el valor de despojarse de la vanidad de su ser.
Cualquiera que se detuviera ante el monumento vivo de la presencia de Leandro Díaz intuía que era un hombre cincelado para la posteridad, incluso sin saberlo autor de sus canciones.
Bastaba con detallar su cabeza de busto griego, con sus cuencas de luna mirando más allá del tiempo, los rizos turbulentos de su cabello como corona de laurel al triunfo de la inteligencia, su andar pasilento iluminado por la lámpara de su razón en medio de la oscuridad.
La lucidez de las canciones de Leandro no está dada por el hecho de valorar que el compositor es ciego; es lo contrario, logran la luz de la creación más allá del límite que nos haga suponer su ceguera. Los sentidos despiertan los ánimos del creador, pero la clarividencia se logra al superar la percepción inmediata del mundo que ellos nos presentan.
La creación divina, desvalida del convencimiento de fe, es la esencia suma de la inspiración poética: cómo de la nada puede surgir todo; cómo de la oscuridad absoluta la luz que hace posible el ser; cómo del silencio átono los sonidos que se glorifican en la música; cómo en un mundo iluminado en cada rincón se esconden los secretos que irá desvelando la poesía.
Leandro, ciego de nacimiento y clarividente por condición, siempre lo supo, pues la naturaleza en cualquier sentido es la misma manifestación, y los sentidos una esquina que debe tenerse el valor de cruzar para llegar a lo esencial. Por eso reconoció los ojos bellos del alma como el balcón privilegiado desde el que podía ver y hacernos reconocer de mejor manera el mundo evidente; aquello mismo que nace del alma: “arte, respeto y amor”.
Es como el maquinista en el cine que proyecta desde la oscuridad la luz naciente que al chocar con la realidad e invertir su imagen nos revela las verdades del alma ocultas en la ceguera vidente desde la que percibimos el mundo.
En la Grecia arcaica, antes que los griegos clásicos trataran de entender la razón, Homero proyectó desde su oscuridad los valores en los que se vería reflejado el mundo de Occidente en todos los siglos de la posteridad que reconoce a Aquiles.
La cultura occidental se desarrolla en una progresión cronológica que lleva a cada quién a pensar su nacimiento como un hecho de la historia. Hasta la lotería que nos dará la suerte la hacemos coincidir con la fecha en que alcanzamos la luz. El mismo Aquiles luchaba por anticipar su muerte con tal de nacer para la inmortalidad que le daría el ser recordado.
Leandro nació “una mañana cualquiera, allá por mi tierra, un día de carnaval”; cuánta es la grandeza de un hombre que tiene el valor de despojarse de la vanidad de su ser, porque lo relaciona con la esencia de un Dios cuya existencia no necesita hacerse visible; nacido eso sí en su tierra, un día de carnaval en el que los demás celebran sus sentidos.
Tuvo el valor y la pureza de dejar escudriñar su vida ante ese Dios vigilante, imponiéndose la condición de hacerla digna si puede cantar, y al cumplir la jornada poder congraciarse con Él: “Él sabía que si me abandonaba ninguno cantara como canto yo, he sabido librar la batalla, no hay que negar la existencia de Dios”.
Su clarividencia cinematográfica está manifiesta en ‘Matildelina’, al dibujar el preciso instante de aquello que lo inspira, detallando las circunstancias de tiempo, modo y lugar, hasta llegar a iluminarse a sí mismo recibiendo la inspiración: “un medio día que estuve pensando en la mujer que me hace soñar, las aguas claras del río Tocaimo me dieron fuerzas para cantar, llegó de pronto a mi pensamiento esta bella melodía, y como nada tenía la aproveché en el momento”.
El no recibir la luz cegadora de la belleza de una mujer le permitió conocerla desde la sinrazón poética: sin tratar de entender el encanto de su naturaleza inefable. “Haré un viaje al infinito si tú lo quieres mi amor, a preguntarle al creador por qué tienes un capricho”; “la vida de la mujer es invencible y profunda, los cambios que da la luna los da la mujer también, cambia penas por placer y dichas por amargura…”; son versos memorables de “Debajo del palo’e mango” y “Olvídame”.
‘En tal sentido’, pudo iluminar a la propia naturaleza en el acto sobrenatural de imaginar a la mujer que amaba: “cuando Matilde camina hasta sonríe la sabana”.
Escribir sobre Leandro supone también un acto sobrenatural, abarcar la grandeza de su alma resulta un despropósito a quienes vivimos de los sentidos. Sucede también con Homero, después de tantos siglos el pago que le dan los historiadores es dudar que haya existido.
Nos corresponde desde ahora cantar a coro sus canciones por todos los siglos, no para labrar su inmortalidad que ya le vino grabada en su ser, sino para procurarnos la nuestra, cuando las generaciones por venir puedan reconocer en nosotros, a la manera homérica, que vivimos en los tiempos de Leandro. E–mail [email protected]