La Aracataca Macondiana de Gabo, se mostró indiferente pocas horas después de su muerte. El realismo mágico de sus obras, fueron una realidad en el pueblo más universal del mundo.
Un Jueves Santo, Úrsula Iguarán murió en Macondo. El mismo día y como una mágica pincelada de su obra, también lo hizo el autor de su creación. Aracataca se veía indiferente ante la ausencia, en la lejanía, de su hijo más ilustre, y pocos habitantes del municipio caminaban en dirección a la casa que lo vio nacer y que fue convertida en museo.
Llegar hasta ese lugar, al que no conocía, resultó ser una tarea sencilla, de esas mismas que se resuelven preguntando persona a persona, donde queda tal o cuál lugar, dando fe del dicho popular que promulga “preguntando se llega a Roma”
El talante distraído e inhóspito del pueblo, daba fe de la indiferencia ante la noticia que en medios nacionales e internacionales empezaba a crear sorpresa por la inesperada y triste partida de Gabo. La Aracataca Macondiana inmortalizada en Cien Años de Soledad, empezaba a convertirse en el reflejo irreal que plasmó en letras su autor.
Poco recorrí, mientras escuchaba de forma distraída la radio, que desesperadamente entrevistaba a personajes ilustres del país, para conocer sus impresiones sobre la muerte de Gabo. En la lejanía, una cerca de cinta amarilla, obstaculizando el paso de vehículos, me indicaba que había llegado a la Casa del Coronel Nicolás Márquez y su esposa Tranquilina Iguarán.
Cinco velas caseras situadas en el piso, justo en la entrada de la Casa Museo, acompañaban a un cuadro pintado, inspirado en una de las tantas fotografías que se conocen del Nobel, en el que mirando hacia el cielo, reflejaba nostalgia. Alrededor, un cúmulo de mariposas amarillas colgadas casi sin sentido ni orden, aludían a las famosas escenas que Gabo contaba en su libro cumbre.
Pocos habitantes se apreciaban en el lugar a escasas horas del deceso del Nobel. Sorprendía la indiferencia de algunos, pero aún más la curiosidad de otros, que se acercaban solo por la llegada de las cámaras de los medios de comunicación, que empezaban a situarse abriendo espacio, para registrar la triste noticia.
Unos, desconocían lo que pasaba, y agudizando su sentido auditivo, trataban de escuchar fielmente lo que los colegas periodistas informaban. Otros, conmovidos hasta las lágrimas, daban testimonios de orgullo por haber nacido también, en la tierra que parió a su paisano.
La coyuntura también sirvió para cuestionar el proceder de Gabo. Había quienes decían, que debió hacer algo por su pueblo, mejorar la calidad de vida de sus habitantes o realizar obras que generaran progreso y desarrollo. Otros, agradecían por haber inmortalizado a “Cataca” en todo el mundo.
Robinson Mulford, conocedor de su obra, daba declaraciones ante la prensa. Hablaba fuerte y alto, y enfatizaba en decir que el gran legado que había dejado a Gabo a todos, era su obra que era desde siempre, inmortal. Hablaba y hablaba, mientras por la ranura del ojo, buscaba las miradas impávidas de quienes indiferentes e inconformes, insistían en la poca presencia de Gabo en el pueblo.
Los curiosos se paseaban entre las declaraciones que espontáneos expresaban a los medios de comunicación, mientras al otro costado de la calle, el Alcalde de la municipalidad, decretaba cinco días de duelo, y se reunía a puerta cerrada con asesores para definir cuáles serían los otros acontecimientos que se realizarían en honor a la memoria del hijo ilustre del pueblo.
El pueblo permanecía pasivo, inhóspito, indiferente. Se escuchaba música a la lejanía, y por el volumen, se podía intuir que el sonido ensordecedor de algunos equipos de sonido, pudieron despistar al resto de la población, que sin duda, tendría que estar en ese lugar universal, histórico y mágico.
No nacen todos los días genios como Gabo, y mucho menos en un pueblo como Aracataca llevado por olvido e indiferencia de sus gobernantes. Desde su creación, sus habitantes han tenido que padecer por el hecho de no contar con un acueducto que por lo menos, les garantice tener agua potable de calidad.
En ese mismo lugar, hacía parte de los que estábamos tristes como muchos colombianos y ciudadanos del mundo. Tal vez, porque en nuestro país, con tanta falencias en el sistema educativo, no volverá a nacer un Gabo, y posiblemente menos en nuestra Región Caribe, que nos haga sentir tan universales, pero a la vez únicos y auténticos, con nuestras precariedades, pero también con nuestras riquezas.
Difícil irse de la Aracataca Macondiana de Gabo, sin sentir inconformidad por la indiferencia de algunos de sus habitantes. Difícil entender, además, que no logren concebir qué tan universales han sido siempre, que tan universales seremos para la eternidad.
Por Antonio Peralta Nieto
La Aracataca Macondiana de Gabo, se mostró indiferente pocas horas después de su muerte. El realismo mágico de sus obras, fueron una realidad en el pueblo más universal del mundo.
Un Jueves Santo, Úrsula Iguarán murió en Macondo. El mismo día y como una mágica pincelada de su obra, también lo hizo el autor de su creación. Aracataca se veía indiferente ante la ausencia, en la lejanía, de su hijo más ilustre, y pocos habitantes del municipio caminaban en dirección a la casa que lo vio nacer y que fue convertida en museo.
Llegar hasta ese lugar, al que no conocía, resultó ser una tarea sencilla, de esas mismas que se resuelven preguntando persona a persona, donde queda tal o cuál lugar, dando fe del dicho popular que promulga “preguntando se llega a Roma”
El talante distraído e inhóspito del pueblo, daba fe de la indiferencia ante la noticia que en medios nacionales e internacionales empezaba a crear sorpresa por la inesperada y triste partida de Gabo. La Aracataca Macondiana inmortalizada en Cien Años de Soledad, empezaba a convertirse en el reflejo irreal que plasmó en letras su autor.
Poco recorrí, mientras escuchaba de forma distraída la radio, que desesperadamente entrevistaba a personajes ilustres del país, para conocer sus impresiones sobre la muerte de Gabo. En la lejanía, una cerca de cinta amarilla, obstaculizando el paso de vehículos, me indicaba que había llegado a la Casa del Coronel Nicolás Márquez y su esposa Tranquilina Iguarán.
Cinco velas caseras situadas en el piso, justo en la entrada de la Casa Museo, acompañaban a un cuadro pintado, inspirado en una de las tantas fotografías que se conocen del Nobel, en el que mirando hacia el cielo, reflejaba nostalgia. Alrededor, un cúmulo de mariposas amarillas colgadas casi sin sentido ni orden, aludían a las famosas escenas que Gabo contaba en su libro cumbre.
Pocos habitantes se apreciaban en el lugar a escasas horas del deceso del Nobel. Sorprendía la indiferencia de algunos, pero aún más la curiosidad de otros, que se acercaban solo por la llegada de las cámaras de los medios de comunicación, que empezaban a situarse abriendo espacio, para registrar la triste noticia.
Unos, desconocían lo que pasaba, y agudizando su sentido auditivo, trataban de escuchar fielmente lo que los colegas periodistas informaban. Otros, conmovidos hasta las lágrimas, daban testimonios de orgullo por haber nacido también, en la tierra que parió a su paisano.
La coyuntura también sirvió para cuestionar el proceder de Gabo. Había quienes decían, que debió hacer algo por su pueblo, mejorar la calidad de vida de sus habitantes o realizar obras que generaran progreso y desarrollo. Otros, agradecían por haber inmortalizado a “Cataca” en todo el mundo.
Robinson Mulford, conocedor de su obra, daba declaraciones ante la prensa. Hablaba fuerte y alto, y enfatizaba en decir que el gran legado que había dejado a Gabo a todos, era su obra que era desde siempre, inmortal. Hablaba y hablaba, mientras por la ranura del ojo, buscaba las miradas impávidas de quienes indiferentes e inconformes, insistían en la poca presencia de Gabo en el pueblo.
Los curiosos se paseaban entre las declaraciones que espontáneos expresaban a los medios de comunicación, mientras al otro costado de la calle, el Alcalde de la municipalidad, decretaba cinco días de duelo, y se reunía a puerta cerrada con asesores para definir cuáles serían los otros acontecimientos que se realizarían en honor a la memoria del hijo ilustre del pueblo.
El pueblo permanecía pasivo, inhóspito, indiferente. Se escuchaba música a la lejanía, y por el volumen, se podía intuir que el sonido ensordecedor de algunos equipos de sonido, pudieron despistar al resto de la población, que sin duda, tendría que estar en ese lugar universal, histórico y mágico.
No nacen todos los días genios como Gabo, y mucho menos en un pueblo como Aracataca llevado por olvido e indiferencia de sus gobernantes. Desde su creación, sus habitantes han tenido que padecer por el hecho de no contar con un acueducto que por lo menos, les garantice tener agua potable de calidad.
En ese mismo lugar, hacía parte de los que estábamos tristes como muchos colombianos y ciudadanos del mundo. Tal vez, porque en nuestro país, con tanta falencias en el sistema educativo, no volverá a nacer un Gabo, y posiblemente menos en nuestra Región Caribe, que nos haga sentir tan universales, pero a la vez únicos y auténticos, con nuestras precariedades, pero también con nuestras riquezas.
Difícil irse de la Aracataca Macondiana de Gabo, sin sentir inconformidad por la indiferencia de algunos de sus habitantes. Difícil entender, además, que no logren concebir qué tan universales han sido siempre, que tan universales seremos para la eternidad.
Por Antonio Peralta Nieto