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Crónica - 1 diciembre, 2018

La sacra paz de los sepulcros

Hoy presentamos una ‘croniquilla’ del abogado y escritor Rodolfo Ortega Montero, miembro fundador de la Escuela de Historia del Cesar y colaborador de diferentes medios de comunicación a nivel regional y nacional.

La palabra que di a mis amigos de la “Guardia Española”, esos que desfilan en abril en los festejos de la Leyenda del Milagro por las viejas calles de Valledupar con los “indios” promeseros de la Virgen del Rosario, me llevó a Toledo, la famosa ciudad donde se forjaban las mejores espadas de acero desde los tiempos de los reyes visigodos de la Edad Media. Allí debía adquirir, para donarles, unos morriones o cascos de aquellos que cubrían la cabeza de las tropas españolas conquistadoras de América.

Caminaba la misma villa de Toletum que menciona Tito Livio en los tiempos de los césares, cuando Hispania era una provincia conquistada por Roma, que tenía templos de dioses paganos; después, desde Leovigildo, capital de un reino visigodo con culto de secta arriana; más luego reino de moros por la conquista de Tarik ben Ziyak; más tarde sede de un reino cristiano que allí nació con Alfonso VI y en cuyo solar de ciudad imperial una vez habían convivido en santa paz los conventos católicos, las mezquitas musulmanas y las sinagogas judías.

Me metí sin rumbo en el enredo de sus callejas y me propuse imaginar allí la inspiración de Becquer al escribir la narración de “El Beso”. Entonces entretejí lo que sabía de aquella leyenda.

Era una noche de 1808. Las herraduras de una caballada resonaban en las lajas del empedrado. Cincuenta húsares de Francia iban al paso, a cuyo mando estaba un joven capitán precedido por la difusa lumbre de un candil que llevaba un sargento de a pie. Venían envueltos en sus capotes con un cansancio de seis leguas de camino. Ahora buscaban un refugio donde pasar la noche. Los monasterios, las iglesias, la Casa del Consejo y el alcázar de Carlos V estaban a tope por el alojamiento de más tropas de Napoleón, quien ahora era dueño de España tras poner preso en un castillo de Bayona, en territorio francés, al rey Carlos IV y a su hijo, el príncipe Fernando.

No se debía acampar en despoblado por el furor de las guerrillas españolas que buscaban vengar la matanza del “tres de mayo”, noche en que las tropas del general Murat fusilaron a más de sesenta mil madrileños cuando se levantaron contra la ocupación francesa y la prisión de su rey y príncipe.

A la vista estaba un ruinoso convento con las puertas rotas por donde entró la tropa del capitán sin desmontar de sus bestias. Había que dormir en cualquier sitio de la vetusta edificación. Algunos soldados despedazaron los altares y bancas de alerce encendiendo fogatas para calentarse. El capitán no tardó en tomar su alforja como almohada y su capote como cobija. Un rato después todo era ronquidos, menos los pasos acompasados de los centinelas que rondaban, y a veces el suave aleteo de un ave nocturna que anidaba en las cornisas y entretechos de los pabellones desiertos.

Pese a su cuerpo reventado de cansancio, el capitán no conciliaba el sueño. Tomando un farolillo para distraer su insomnio, paseaba por las galerías entre un mundo de imágenes de yeso hecha pedazos, leyendo además los nombres de los sepulcros, los escudos heráldicos y las estatuas de piedra de los toledanos notables, entre las sombras gigantes y grotescas que se daban por la lumbre del fanal. De pronto, a la luz de la luna que se filtraba por un vitral roto, vio la escultura en mármol de una mujer de hinojos ante un altar y a su lado otra que correspondía a la de un caballero armado con arreos de guerra en ademán de protegerla.

Sobre los sendos sepulcros estaban las inscripciones de sus nombres. El de ella era Elvira de Castañeda con una fecha de muerte de un pasado distante. Maravillado por lo que veía, quedó asombrado por las delicadas líneas femeninas del cuerpo. Después de mirarla ensimismado por mucho tiempo, se volvió a su camastro pensando que era la escultura más hermosa que sus ojos habían visto, hasta que en el horizonte fueron apareciendo las primeras luces del alba.

Cuando subió el sol, su ordenanza le trajo su caballo enjaezado y sobre él se fue por la Calle de Santa Isabel para un encuentro con otros oficiales de su ejército, queriendo libar algunas copas con ellos en una hostería.

Allí departían haciendo comentarios de batallas y de sus galanterías con las damiselas del lugar. Sólo él permanecía metido en un riguroso mutismo, con el pensamiento fugado. Interesados sus compañeros de armas por ese comportamiento inhabitual, le acosaron a preguntas por la causa de tanta desatención. Dijo entonces que había pasado la noche con una dama de alcurnia a la par que hermosísima. El estupor en unos y la risa en otros reinó cuando el capitán les puso de manifiesto que su aventura amorosa había sido la contemplación de una mujer hecha con el cincel en un mármol blanco.

Con una combinación de curiosidad y burla compasiva, todos pusieron ruta sobre sus caballos al viejo convento para contemplar ese prodigio de un artista anónimo. Allí, entre licores y risas hicieron los elogios de la belleza de la dama de mármol. Después fue el coro de canciones de la patria distante.

De súbito, el capitán ebrio, con la casaca desabrochada, la mirada en extravío y el paso torpe, caminó hasta situarse frente a la escultura del guerrero. Tomó de su copa un sorbo de champaña y lo expulsó en el rostro de la estatua, riendo a carcajada de su ocurrencia y de ver el licor sobre la losa del sepulcro que a gotas caía de las barbas de mármol. Luego se aproximó a la escultura de la dama e hizo el intento de besar su boca. En el instante de aquella profanación, el guerrero hecho piedra alzó el brazo y se escuchó entonces el ruido sordo de un golpe y de un cuerpo que caía sobre las baldosas del piso con la cara terriblemente destrozada.

Todos los compañeros de armas presentes allí, atestiguaban después, haber visto la bofetada del guerrero con su guantelete de piedra en la cara del capitán que en un momento perdió la compostura y que llevado de un impulso atolondrado había rehusado respetar la sacra paz de los sepulcros.
Toledo, julio 8 de 2004.

Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN

Crónica
1 diciembre, 2018

La sacra paz de los sepulcros

Hoy presentamos una ‘croniquilla’ del abogado y escritor Rodolfo Ortega Montero, miembro fundador de la Escuela de Historia del Cesar y colaborador de diferentes medios de comunicación a nivel regional y nacional.


La palabra que di a mis amigos de la “Guardia Española”, esos que desfilan en abril en los festejos de la Leyenda del Milagro por las viejas calles de Valledupar con los “indios” promeseros de la Virgen del Rosario, me llevó a Toledo, la famosa ciudad donde se forjaban las mejores espadas de acero desde los tiempos de los reyes visigodos de la Edad Media. Allí debía adquirir, para donarles, unos morriones o cascos de aquellos que cubrían la cabeza de las tropas españolas conquistadoras de América.

Caminaba la misma villa de Toletum que menciona Tito Livio en los tiempos de los césares, cuando Hispania era una provincia conquistada por Roma, que tenía templos de dioses paganos; después, desde Leovigildo, capital de un reino visigodo con culto de secta arriana; más luego reino de moros por la conquista de Tarik ben Ziyak; más tarde sede de un reino cristiano que allí nació con Alfonso VI y en cuyo solar de ciudad imperial una vez habían convivido en santa paz los conventos católicos, las mezquitas musulmanas y las sinagogas judías.

Me metí sin rumbo en el enredo de sus callejas y me propuse imaginar allí la inspiración de Becquer al escribir la narración de “El Beso”. Entonces entretejí lo que sabía de aquella leyenda.

Era una noche de 1808. Las herraduras de una caballada resonaban en las lajas del empedrado. Cincuenta húsares de Francia iban al paso, a cuyo mando estaba un joven capitán precedido por la difusa lumbre de un candil que llevaba un sargento de a pie. Venían envueltos en sus capotes con un cansancio de seis leguas de camino. Ahora buscaban un refugio donde pasar la noche. Los monasterios, las iglesias, la Casa del Consejo y el alcázar de Carlos V estaban a tope por el alojamiento de más tropas de Napoleón, quien ahora era dueño de España tras poner preso en un castillo de Bayona, en territorio francés, al rey Carlos IV y a su hijo, el príncipe Fernando.

No se debía acampar en despoblado por el furor de las guerrillas españolas que buscaban vengar la matanza del “tres de mayo”, noche en que las tropas del general Murat fusilaron a más de sesenta mil madrileños cuando se levantaron contra la ocupación francesa y la prisión de su rey y príncipe.

A la vista estaba un ruinoso convento con las puertas rotas por donde entró la tropa del capitán sin desmontar de sus bestias. Había que dormir en cualquier sitio de la vetusta edificación. Algunos soldados despedazaron los altares y bancas de alerce encendiendo fogatas para calentarse. El capitán no tardó en tomar su alforja como almohada y su capote como cobija. Un rato después todo era ronquidos, menos los pasos acompasados de los centinelas que rondaban, y a veces el suave aleteo de un ave nocturna que anidaba en las cornisas y entretechos de los pabellones desiertos.

Pese a su cuerpo reventado de cansancio, el capitán no conciliaba el sueño. Tomando un farolillo para distraer su insomnio, paseaba por las galerías entre un mundo de imágenes de yeso hecha pedazos, leyendo además los nombres de los sepulcros, los escudos heráldicos y las estatuas de piedra de los toledanos notables, entre las sombras gigantes y grotescas que se daban por la lumbre del fanal. De pronto, a la luz de la luna que se filtraba por un vitral roto, vio la escultura en mármol de una mujer de hinojos ante un altar y a su lado otra que correspondía a la de un caballero armado con arreos de guerra en ademán de protegerla.

Sobre los sendos sepulcros estaban las inscripciones de sus nombres. El de ella era Elvira de Castañeda con una fecha de muerte de un pasado distante. Maravillado por lo que veía, quedó asombrado por las delicadas líneas femeninas del cuerpo. Después de mirarla ensimismado por mucho tiempo, se volvió a su camastro pensando que era la escultura más hermosa que sus ojos habían visto, hasta que en el horizonte fueron apareciendo las primeras luces del alba.

Cuando subió el sol, su ordenanza le trajo su caballo enjaezado y sobre él se fue por la Calle de Santa Isabel para un encuentro con otros oficiales de su ejército, queriendo libar algunas copas con ellos en una hostería.

Allí departían haciendo comentarios de batallas y de sus galanterías con las damiselas del lugar. Sólo él permanecía metido en un riguroso mutismo, con el pensamiento fugado. Interesados sus compañeros de armas por ese comportamiento inhabitual, le acosaron a preguntas por la causa de tanta desatención. Dijo entonces que había pasado la noche con una dama de alcurnia a la par que hermosísima. El estupor en unos y la risa en otros reinó cuando el capitán les puso de manifiesto que su aventura amorosa había sido la contemplación de una mujer hecha con el cincel en un mármol blanco.

Con una combinación de curiosidad y burla compasiva, todos pusieron ruta sobre sus caballos al viejo convento para contemplar ese prodigio de un artista anónimo. Allí, entre licores y risas hicieron los elogios de la belleza de la dama de mármol. Después fue el coro de canciones de la patria distante.

De súbito, el capitán ebrio, con la casaca desabrochada, la mirada en extravío y el paso torpe, caminó hasta situarse frente a la escultura del guerrero. Tomó de su copa un sorbo de champaña y lo expulsó en el rostro de la estatua, riendo a carcajada de su ocurrencia y de ver el licor sobre la losa del sepulcro que a gotas caía de las barbas de mármol. Luego se aproximó a la escultura de la dama e hizo el intento de besar su boca. En el instante de aquella profanación, el guerrero hecho piedra alzó el brazo y se escuchó entonces el ruido sordo de un golpe y de un cuerpo que caía sobre las baldosas del piso con la cara terriblemente destrozada.

Todos los compañeros de armas presentes allí, atestiguaban después, haber visto la bofetada del guerrero con su guantelete de piedra en la cara del capitán que en un momento perdió la compostura y que llevado de un impulso atolondrado había rehusado respetar la sacra paz de los sepulcros.
Toledo, julio 8 de 2004.

Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN