Hace apenas dos décadas, Colombia logró una transformación que muchos creyeron imposible. Con liderazgo, determinación institucional y respaldo ciudadano y la política de seguridad democrática, se contuvo a las FARC, se golpearon con fuerza los carteles, se recuperaron territorios y se redujo la violencia a niveles que asombraron al mundo. La democracia comenzó a respirar con confianza, y los colombianos recuperamos el rumbo hacia el progreso. Colombia no fue el país perfecto, pero sí tuvo un punto de inflexión: recuperamos las instituciones, recuperamos esperanza.
Pero ese camino se desvió. Lo que se presentó como una negociación por la paz terminó siendo, en muchos aspectos, una cesión desproporcionada a los responsables de delitos atroces. No solo dividió al país, sino que impuso una narrativa que desplazó la justicia en nombre del “posconflicto” y desdibujó la autoridad del Estado. El resultado está a la vista: la violencia recrudeció, mutó. Cambió de nombre, de rostro, de bandera.
Hoy, el deterioro es evidente. En los primeros cinco meses de 2025 se han registrado 1.990 homicidios, 71 líderes sociales asesinados y 26 masacres con al menos 80 víctimas. En el mismo período, se documentaron 128 hechos violentos contra figuras públicas y candidatos, 34 líderes políticos fueron, asesinados a lo que se sumó el intento de magnicidio contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, que se convirtió al atentado a la democracia que hirió en lo más profundo al pueblo colombiano. Regiones como el Catatumbo acumulan más de 100 muertes violentas y 50.000 desplazados, mientras 47.000 niños han quedado por fuera del sistema educativo por cuenta de la violencia.
El departamento del Cesar es una dolorosa evidencia del fracaso del actual gobierno en materia de seguridad. En lo corrido del año, los hechos violentos han escalado sin control: volvimos a tener campos minados, han asesinado policías, han ocurrido varios secuestros (incluyendo el de una ex personera de Tamalameque que aún permanece en cautiverio), y se han perpetrado varios atentados contra infraestructura pública y privada (como la quema de maquinaria destinada a obras públicas), y todos los días líderes políticos y ciudadanos son extorsionados.
Nada de esto es producto del azar. Aquí, como en tantas otras regiones del país, el Estado no solo no garantiza la vida: ha perdido el control de los territorios ante las estructuras criminales, mientras el gobierno central disfraza su inacción con discursos vacíos y justificaciones ideológicas que buscan una sola cosa: atentar contra el orden constitucional.
Las democracias no colapsan de un día para otro. Se deshacen lentamente cuando el miedo paraliza, cuando la ciudadanía se acostumbra, cuando los líderes hacen cálculos mientras se deslegitiman las instituciones políticas y democráticas.
Este momento nos convoca a todos. Colombia necesita activar todas sus reservas de coraje y sentido de patria. Si queremos cambiar el rumbo, necesitamos más que indignación. Necesitamos acción decidida y claridad ética. No es tiempo de tibiezas ni de silencios cómodos. Cada denuncia cuenta. Cada marcha cuenta. Cada voto cuenta.
Defender la democracia implica incomodarse, asumir riesgos y actuar con firmeza. Y hay que hacerlo ya. Porque este país, que tanto nos ha costado construir, tenemos que defenderlo, no podemos permitir que el miedo o la indiferencia nos conduzcan a entregar el país en manos de quienes desprecian la libertad y socavan la democracia.












