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Crónica - 2 febrero, 2019

La oratoria, un don del pasado

El fuego de la palabra, la teatralidad y el ademán del tribuno, están sepultados por lo pragmático del discurso moderno disuelto en cifras, estadísticas, presupuestos y problemas de obras públicas.

Jorge Eliecer Gaitán
Jorge Eliecer Gaitán

El fuego de la palabra, la teatralidad y el ademán del tribuno, están sepultados por lo pragmático del discurso moderno disuelto en cifras, estadísticas, presupuestos y problemas de obras públicas. Los últimos grandes oradores que hemos tenido han sido Laureano Gómez y Jorge Eliecer Gaitán, y hasta una época, después del asesinato de este caudillo, el grupo de Los Leopardos redituaban fama en el hemiciclo de los cuerpos colegiados y en la plaza pública. No hay sucesores de esta elocuencia torrentosa. En Gilberto Alzate Avendaño la ingeniosa diatriba brillaba cuando la voz resonante de Laureano se replegaba en el silencio de los últimos años. Antes, una pléyade de oradores llegó a inicios del siglo pasado como el poeta Guillermo Valencia, Rafel Uribe Uribe, Antonio José Restrepo (El Ñito), el Negro Robles, Olaya Herrera, María Cano para mencionar los más representativos.

En la provincia vallenata, a mediados del siglo XX, fueron fogosos oradores nuestros, Esteban Bendeck Olivella, Clemente Quintero y Crispín Villazón, de quienes oí el estallido fosforescente de sus intervenciones.
Gaitán con su palabra enjundiosa, esbelta y bruñida, ocupa dos décadas en las cuales hacía trepidar de emoción a las muchedumbres. Voz de plaza, parlamento y foro, Gaitán era arenga, debate y doctrina.

En el siglo XIX hubo prodigios en la elocuencia, pero desde José Acevedo y Gómez, el “Tribuno del Pueblo,” que con su arenga reavivó el bochinche del florero del Veinte de Julio, el mejor de los mejores fue José María Rojas Garrido. No fue un pensador ni un estadista sino un tribuno que con el vigor de su verbo volcánico y sin mesuras, irrumpía en las ocasiones que presentaba la enconada lucha de ideologías sobre el fondo de los avatares mudantes y caprichosos de las guerras civiles. Conocido por su exaltado liberalismo, es recordado por el episodio que refiere la marcha de una multitud de manifestantes por la Calle Real con el rumbo puesto al Palacio de la Carrera (San Carlos) para gritar su apoyo al presidente Núñez, cuando Rojas Garrido, en la oposición de los liberales radicales, improvisando una tribuna arengó a los marchantes dándoles argumentos contrarios al respaldo que llevaban. El resultado inmediato fue una violenta pedrea de esos manifestantes a la casa presidencial.

Antonio José Restrepo en su obra “Sombras Chinescas”, dice que sustraerse al arrobamiento que causaba su facundia de improvisador, era un imposible, como cuando intervenía en temas sobre la enseñanza laica, la pena de muerte, el dominio eclesiástico sobre la vida civil, la libertad de prensa, porque su palabra era saeta y catapulta.

De sus rasgos físicos se sabe que, como el poeta Santos Chocano, el alcohol hizo prematuros estragos en su rostro. Alguien lo describe así: “Andaba con dificultad haciendo un movimiento en que todo él se iba del lado del pie que levantaba al andar, por lo cual el vulgacho de Santafé lo llamaba Mano e’ Res, porque ese movimiento era el de ese animal que lleva en sus cerviz el arado que abre el surco.”

La gente común de aquella Capital de entonces, no entendía que ejercía su deber profesional y lo criticaba porque fue abogado defensor de Valentín Tejada, un rico boyacense que en un viaje que hizo a Bélgica trajo un camisero de apellido Deschamps, con quien montó un negocio de ropa. En un disgusto los dos socios se dieron puñetazos, pero Tejada menos corpulento que aquél, disparó su revólver y lo mató. Como un homicidio era un asunto repugnante, el menosprecio social cayó sobre el criminal y se trasladó a su abogado defensor. Con los honorarios del caso Tejada, Rojas Garrido compró una casita que vivió hasta su muerte, y si no lo entierra el Gobierno habrían tenido que hipotecarla sus deudos para hacerle unos decentes funerales.

Como piezas maestras de él queda la defensa de Mosquera ante el Congreso cuando fue depuesto de presidente-dictador, en un golpe de Estado. También sus debates en la Convención de Rio Negro de 1863 que creó los Estados Unidos de Colombia.

Este orador, como un Cicerón verdadero, nunca ocupó su verbo erguido para beneficio propio, sino para causas que, equivocadas o no, creía con la sinceridad plena de su conciencia. Por eso fue un benemérito de ayer.

Rodolfo Ortega Montero

Crónica
2 febrero, 2019

La oratoria, un don del pasado

El fuego de la palabra, la teatralidad y el ademán del tribuno, están sepultados por lo pragmático del discurso moderno disuelto en cifras, estadísticas, presupuestos y problemas de obras públicas.


Jorge Eliecer Gaitán
Jorge Eliecer Gaitán

El fuego de la palabra, la teatralidad y el ademán del tribuno, están sepultados por lo pragmático del discurso moderno disuelto en cifras, estadísticas, presupuestos y problemas de obras públicas. Los últimos grandes oradores que hemos tenido han sido Laureano Gómez y Jorge Eliecer Gaitán, y hasta una época, después del asesinato de este caudillo, el grupo de Los Leopardos redituaban fama en el hemiciclo de los cuerpos colegiados y en la plaza pública. No hay sucesores de esta elocuencia torrentosa. En Gilberto Alzate Avendaño la ingeniosa diatriba brillaba cuando la voz resonante de Laureano se replegaba en el silencio de los últimos años. Antes, una pléyade de oradores llegó a inicios del siglo pasado como el poeta Guillermo Valencia, Rafel Uribe Uribe, Antonio José Restrepo (El Ñito), el Negro Robles, Olaya Herrera, María Cano para mencionar los más representativos.

En la provincia vallenata, a mediados del siglo XX, fueron fogosos oradores nuestros, Esteban Bendeck Olivella, Clemente Quintero y Crispín Villazón, de quienes oí el estallido fosforescente de sus intervenciones.
Gaitán con su palabra enjundiosa, esbelta y bruñida, ocupa dos décadas en las cuales hacía trepidar de emoción a las muchedumbres. Voz de plaza, parlamento y foro, Gaitán era arenga, debate y doctrina.

En el siglo XIX hubo prodigios en la elocuencia, pero desde José Acevedo y Gómez, el “Tribuno del Pueblo,” que con su arenga reavivó el bochinche del florero del Veinte de Julio, el mejor de los mejores fue José María Rojas Garrido. No fue un pensador ni un estadista sino un tribuno que con el vigor de su verbo volcánico y sin mesuras, irrumpía en las ocasiones que presentaba la enconada lucha de ideologías sobre el fondo de los avatares mudantes y caprichosos de las guerras civiles. Conocido por su exaltado liberalismo, es recordado por el episodio que refiere la marcha de una multitud de manifestantes por la Calle Real con el rumbo puesto al Palacio de la Carrera (San Carlos) para gritar su apoyo al presidente Núñez, cuando Rojas Garrido, en la oposición de los liberales radicales, improvisando una tribuna arengó a los marchantes dándoles argumentos contrarios al respaldo que llevaban. El resultado inmediato fue una violenta pedrea de esos manifestantes a la casa presidencial.

Antonio José Restrepo en su obra “Sombras Chinescas”, dice que sustraerse al arrobamiento que causaba su facundia de improvisador, era un imposible, como cuando intervenía en temas sobre la enseñanza laica, la pena de muerte, el dominio eclesiástico sobre la vida civil, la libertad de prensa, porque su palabra era saeta y catapulta.

De sus rasgos físicos se sabe que, como el poeta Santos Chocano, el alcohol hizo prematuros estragos en su rostro. Alguien lo describe así: “Andaba con dificultad haciendo un movimiento en que todo él se iba del lado del pie que levantaba al andar, por lo cual el vulgacho de Santafé lo llamaba Mano e’ Res, porque ese movimiento era el de ese animal que lleva en sus cerviz el arado que abre el surco.”

La gente común de aquella Capital de entonces, no entendía que ejercía su deber profesional y lo criticaba porque fue abogado defensor de Valentín Tejada, un rico boyacense que en un viaje que hizo a Bélgica trajo un camisero de apellido Deschamps, con quien montó un negocio de ropa. En un disgusto los dos socios se dieron puñetazos, pero Tejada menos corpulento que aquél, disparó su revólver y lo mató. Como un homicidio era un asunto repugnante, el menosprecio social cayó sobre el criminal y se trasladó a su abogado defensor. Con los honorarios del caso Tejada, Rojas Garrido compró una casita que vivió hasta su muerte, y si no lo entierra el Gobierno habrían tenido que hipotecarla sus deudos para hacerle unos decentes funerales.

Como piezas maestras de él queda la defensa de Mosquera ante el Congreso cuando fue depuesto de presidente-dictador, en un golpe de Estado. También sus debates en la Convención de Rio Negro de 1863 que creó los Estados Unidos de Colombia.

Este orador, como un Cicerón verdadero, nunca ocupó su verbo erguido para beneficio propio, sino para causas que, equivocadas o no, creía con la sinceridad plena de su conciencia. Por eso fue un benemérito de ayer.

Rodolfo Ortega Montero