OPINIÓN

La normalización del infortunio en Valledupar

El día en que los vallenatos decidan no aceptar más la costumbre de la desgracia, la ciudad dejará de ser territorio de la indiferencia y se convertirá en escenario de renacimiento.

Jesus Daza Castro, columnista.

Jesus Daza Castro, columnista.

Por: Jesus

@el_pilon

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En Valledupar hemos aprendido —casi sin darnos cuenta— el arte de naturalizar la desgracia. Lo que en otras latitudes sería motivo de escándalo, aquí se convierte en costumbre. Nos rodea un paisaje en el que la indignación se desvanece y la capacidad de asombro se extingue, como si el espíritu ciudadano hubiese aceptado resignado que este es el orden natural de las cosas. De tanto ver lo mismo, ya nada sorprende; de tanto callar, ya nada incomoda. Y así, la resignación se va instalando en nuestra cotidianidad como un idioma tácito, una lengua no hablada, pero compartida, que dicta las reglas de un conformismo que parece heredarse de generación en generación.

La tragedia dejó de ser un accidente para convertirse en rutina. Es normal ver motociclistas que pierden la vida a diario en medio de un tránsito sin control ni conciencia. Es normal escuchar de un atraco en cualquier esquina, de un sicario que entra a una vivienda, ejecuta su cometido y huye con la serenidad de quien cumple un oficio. Es normal recorrer las calles atiborradas de basuras y respirar el hedor de la negligencia institucional.

Es normal que la empresa de energía, con la arbitrariedad de quien se siente dueño del destino ajeno, corte la luz sin consideración por la dignidad de las familias. Es normal, también, constatar la ausencia de horizontes para una juventud que, incluso después de estudiar, se estrella contra el muro de la falta de oportunidades.

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El drama de Valledupar no es solo el cúmulo de males que la aquejan, sino la peligrosa naturalización de esos males. Hemos perdido la capacidad de indignarnos, y esa pérdida es quizá el síntoma más grave. Porque cuando la indignación muere, la esperanza se diluye, y con ella toda posibilidad de transformación. Lo que antes hubiera encendido protestas, hoy apenas provoca un comentario resignado: “así es esto”, “ya qué”, “qué le vamos a hacer”. Esa aceptación pasiva es el terreno fértil donde germina la mediocridad política y florece la desidia de quienes gobiernan.

En esta ciudad, parece que el silencio ha sido elevado a virtud cívica. Quien calla se protege, quien denuncia se arriesga. La crítica molesta, la palabra libre incomoda. Y como no queremos incomodar a los poderosos, preferimos seguir en la inercia de la complicidad tácita, disfrazada de prudencia. Hemos hecho de la obediencia pasiva un modo de sobrevivir, olvidando que la dignidad no se negocia y que la ciudadanía se honra alzando la voz, no agachando la cabeza.

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La resignación, que se viste de costumbre, nos ha arrebatado el derecho a soñar con una ciudad distinta. Nos convencieron de que debemos aceptar a los gobernantes que tenemos porque “son los que nos merecemos”. Y con esa frase lapidaria se clausura toda posibilidad de exigir más. La mediocridad se convierte en destino y la esperanza en quimera. Pero no es cierto: no merecemos menos que otros pueblos, no estamos condenados a vivir en la precariedad, no es nuestro sino convivir con la corrupción y la violencia como si fueran parte inseparable de nuestro ADN colectivo.

Y, sin embargo, aún en medio de esta penumbra, se asoma un resquicio de luz. Porque aunque todo se haya vuelto “normal”, todavía existe en el fondo de cada inconformidad un deseo latente de cambio. Criticar lo que no funciona no es agresividad ni enemistad: es el acto más puro de amor a la ciudad. Quien se atreve a señalar las fallas no destruye, edifica; no niega, propone; no odia, sino que espera con fe que lo que parece inevitable pueda ser transformado.

El día en que los vallenatos decidan no aceptar más la costumbre de la desgracia, la ciudad dejará de ser territorio de la indiferencia y se convertirá en escenario de renacimiento. Porque lo verdaderamente normal no es la violencia ni la corrupción: lo normal es la vida digna, el respeto a lo humano, la justicia que se cumple y el progreso que se comparte.

En algún momento Valledupar no será la ciudad que aprendió a convivir con la derrota, sino la tierra que supo transformar su herida en fuerza. Entonces la resignación será apenas un recuerdo, y la costumbre de la desgracia quedará atrás como un mal sueño. Porque ningún pueblo está condenado a repetir su dolor: la historia siempre guarda un instante en el que la dignidad despierta, se levanta y reescribe su destino.

Jesús Daza Castro

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