Juana Arias escuchaba a sus contertulios en una actitud de amarga suspicacia, como si reservara siempre en sus entrañas la trama real e insospechable de todo acontecimiento.
Lo que es la Mamá Grande para el realismo mágico de Macondo, lo es para Patillal Juana Arias. De mediana estatura, rizos plateados y peineta, y de invicta majestad ceñida, parecía someter la voluntad de las cosas, tempestades y fantasmas.
En el denominado barrio El Perú, en su modesto rancho de bahareque, pasaba los días, rodeada de familiares y paisanos y cronistas del Valle de Upar que, con famélica ansiedad, sorbían la lírica savia de sus crónicas. Pero sus visitantes naturales eran Vicente Corzo y Pedro Guerra, esos bucólicos juglares que narraban los aconteceres cotidianos con la misma precisión y constancia con la que las legendarias tejedoras del pueblo trenzaban el bordado.
Aparecían por la madrugada. Vicente con su abigarrado pantalón de pana y sombrero de fieltro; don Pedro, enarbolado en su clásica guayabera de lino crudo y su andadura de gitano triste. Se sentaban en los arruinados taburetes de cuero, reclinados a la pared o contra alguno de los postes de la techumbre, al pie de la troja donde, con postrer desgarbo, un desvencijado molino aguardaba la molienda. Al frente, sobre el crujiente fogón de leña, bullía en nostálgica flagrancia el café de la mañana.
Juana Arias escuchaba a sus contertulios en una actitud de amarga suspicacia, como si reservara siempre en sus entrañas la trama real e insospechable de todo acontecimiento. De hecho, no faltaban sus objeciones: “Esa vaina no es así, carajo”, solía increpar, a la vez que exhalaba una pesada bocanada de humo derivado de su machacado Piel Roja. Y mientras repartía el café en tacitas de totumo, desenredaba la maraña de un inédito relato, alegando que aquello que acababa de contar era tan cierto como ella estar parada allí, porque se lo había contado el viejo Fidel, “y ese señor –propugnaba- es más honrado que un cura”.
Por aquellos tiempos en Patillal, dado que aún no se había establecido el sistema de acueducto, los nativos acudían a toda hora al riachuelo llamado La Malena, cuyas aguas emanadas de blancos arenales suplían las cotidianas urgencias domésticas, como el lavado de ropa, el rito de la limpieza personal, entre otros oficios. Había por entonces una especie de contrato implícito, el cual contemplaba que cierto trecho del arroyo correspondía a determinada persona o clan familiar, según un criterio de tradición. Así, en verano, las casimbas quedaban reservadas celosamente a las familias que, por la simple razón de excavarlas y asistirlas, ejercían el derecho natural de posesión.
Eso Juana Arias lo tenía bien claro. Pero la guajira Lucrecia, una mestiza que había llegado a casa de doña Eufemia Molina, contratada para los oficios de lavandería y otros quehaceres, no había discernido aún los prejuicios ni los códigos avenientes del pueblo, de manera que tampoco habría vislumbrado los efectos de romperlos.
El primer día que fue enviada a la Malena, a su cometido, se instaló en la casimba que le pareció más cómoda, bajo la sombra acogedora de frondosos aceitunos, trupillos y caracolíes. Y para colmo de males, era la casimba de Mama Juana, en el paso de la Curtiembre.
Juana Arias no lo supo de inmediato. Nadie quería contárselo, hasta que un día le llegó la cizaña al trigo. Se lo dijo el viejo Pedro. Ella, con más desparpajo y bravura que la que alguna vez le suscitara el rapto de su nieta, la pechichona, la consentida, salió a su embestida. La abordó en el acto, solazándose en su casimba como una ninfa homérica bajo el arrullo de turpiales y azulejos. “Tremenda paliza”, contaría luego la misma Juana. Los patriarcas de aquella época, emplazados en las riberas del caudal, evocan el suceso con cierto ruido en la memoria y tanta bruma en el alma. “Por la algarabía, creíamos que se ahogaba de nuevo un sacerdote”, ironizaron entonces.
En aquellas madrugadas de abril, idealizada en la densa humareda de un cigarrillo y a la zaga de sus éxodos delirantes, volvió a oírse con ensordecedora insistencia el bufido insomne de “La Patillalera”.
“¡Mañana me voy pa’ Perú… Ahora sí es verdad!”.
Era una ilusoria sentencia, recreada en el contexto de que el país de los Incas le brindaría un mejor bienestar, lejos del gobierno de Rojas Pinilla, las cábalas del Blanco Tián y los hechizos de Lucrecia. De manera que, cada vez que padecía un altercado o si creía ser objeto de una nueva infamia en su vecindario, reivindicaba el propósito:
“De que me voy, me voy”, refregaba. Y añadía que lo único que iba a dolerle era dejar el alambique del viejo Fidel y sus adorables nietas Carmen Ramona y Nectalina. “Por lo demás, me largo”, remataba.
El ingenio criollo bautizó el barrio con el nombre de El Perú, como justo sarcasmo por sus eternos viajes fallidos al vecino país. ¡Juana Arias jamás se fue! Jamás iba a permitírselo el doctor Molina ni el maestro Escalona. Jamás iba a permitírselo la historia, ni la abrumadora sabana alfombrada por el mágico vellorí de flores y mariposas amarillas. Pero, como una lírica confabulación, orquestada sutilmente por la ironía popular, se oye aún el eco de un canto a orillas del riachuelo:
“Juana Arias tiene un viaje
Anunciao para diciembre
Araújo alquila un buque
En el puerto de la Curtiembre”
Por su parte, la india Lucrecia jamás volvió a infringir las leyes naturales de un pueblo y, por el contrario, forjó una convivencia magnífica sustentada en la moraleja de que la prudencia, tolerancia y amor por el prójimo son más apremiantes que la razón. La matrona del Perú, en cambio, atormentada por la idea de volver a encontrarla, renunció a sus frecuentes visitas a casa de doña Eufemia, pese a los exquisitos dulces en potes de avena Quaker, galletas Noel y vestidos con encajes que la anfitriona solía ofrendarle. “Ni de fundas, vuelvo donde Pema”, rezongaba a menudo.
Aunque para la memoria colectiva aquellos días constituyen un epílogo insalvable y triste, asisto ahora al desbordante delirio macondiano al pensar que si allá en los cielos existe algún barrio denominado El Perú, ya deben de estar todos felizmente reunidos con Lucrecia, Escalona, el viejo Pedro y el doctor Molina, en la mítica estancia de la inolvidable Juana Arias, la Mamá Grande del Cesar.
Por: Fernando Daza
Juana Arias escuchaba a sus contertulios en una actitud de amarga suspicacia, como si reservara siempre en sus entrañas la trama real e insospechable de todo acontecimiento.
Lo que es la Mamá Grande para el realismo mágico de Macondo, lo es para Patillal Juana Arias. De mediana estatura, rizos plateados y peineta, y de invicta majestad ceñida, parecía someter la voluntad de las cosas, tempestades y fantasmas.
En el denominado barrio El Perú, en su modesto rancho de bahareque, pasaba los días, rodeada de familiares y paisanos y cronistas del Valle de Upar que, con famélica ansiedad, sorbían la lírica savia de sus crónicas. Pero sus visitantes naturales eran Vicente Corzo y Pedro Guerra, esos bucólicos juglares que narraban los aconteceres cotidianos con la misma precisión y constancia con la que las legendarias tejedoras del pueblo trenzaban el bordado.
Aparecían por la madrugada. Vicente con su abigarrado pantalón de pana y sombrero de fieltro; don Pedro, enarbolado en su clásica guayabera de lino crudo y su andadura de gitano triste. Se sentaban en los arruinados taburetes de cuero, reclinados a la pared o contra alguno de los postes de la techumbre, al pie de la troja donde, con postrer desgarbo, un desvencijado molino aguardaba la molienda. Al frente, sobre el crujiente fogón de leña, bullía en nostálgica flagrancia el café de la mañana.
Juana Arias escuchaba a sus contertulios en una actitud de amarga suspicacia, como si reservara siempre en sus entrañas la trama real e insospechable de todo acontecimiento. De hecho, no faltaban sus objeciones: “Esa vaina no es así, carajo”, solía increpar, a la vez que exhalaba una pesada bocanada de humo derivado de su machacado Piel Roja. Y mientras repartía el café en tacitas de totumo, desenredaba la maraña de un inédito relato, alegando que aquello que acababa de contar era tan cierto como ella estar parada allí, porque se lo había contado el viejo Fidel, “y ese señor –propugnaba- es más honrado que un cura”.
Por aquellos tiempos en Patillal, dado que aún no se había establecido el sistema de acueducto, los nativos acudían a toda hora al riachuelo llamado La Malena, cuyas aguas emanadas de blancos arenales suplían las cotidianas urgencias domésticas, como el lavado de ropa, el rito de la limpieza personal, entre otros oficios. Había por entonces una especie de contrato implícito, el cual contemplaba que cierto trecho del arroyo correspondía a determinada persona o clan familiar, según un criterio de tradición. Así, en verano, las casimbas quedaban reservadas celosamente a las familias que, por la simple razón de excavarlas y asistirlas, ejercían el derecho natural de posesión.
Eso Juana Arias lo tenía bien claro. Pero la guajira Lucrecia, una mestiza que había llegado a casa de doña Eufemia Molina, contratada para los oficios de lavandería y otros quehaceres, no había discernido aún los prejuicios ni los códigos avenientes del pueblo, de manera que tampoco habría vislumbrado los efectos de romperlos.
El primer día que fue enviada a la Malena, a su cometido, se instaló en la casimba que le pareció más cómoda, bajo la sombra acogedora de frondosos aceitunos, trupillos y caracolíes. Y para colmo de males, era la casimba de Mama Juana, en el paso de la Curtiembre.
Juana Arias no lo supo de inmediato. Nadie quería contárselo, hasta que un día le llegó la cizaña al trigo. Se lo dijo el viejo Pedro. Ella, con más desparpajo y bravura que la que alguna vez le suscitara el rapto de su nieta, la pechichona, la consentida, salió a su embestida. La abordó en el acto, solazándose en su casimba como una ninfa homérica bajo el arrullo de turpiales y azulejos. “Tremenda paliza”, contaría luego la misma Juana. Los patriarcas de aquella época, emplazados en las riberas del caudal, evocan el suceso con cierto ruido en la memoria y tanta bruma en el alma. “Por la algarabía, creíamos que se ahogaba de nuevo un sacerdote”, ironizaron entonces.
En aquellas madrugadas de abril, idealizada en la densa humareda de un cigarrillo y a la zaga de sus éxodos delirantes, volvió a oírse con ensordecedora insistencia el bufido insomne de “La Patillalera”.
“¡Mañana me voy pa’ Perú… Ahora sí es verdad!”.
Era una ilusoria sentencia, recreada en el contexto de que el país de los Incas le brindaría un mejor bienestar, lejos del gobierno de Rojas Pinilla, las cábalas del Blanco Tián y los hechizos de Lucrecia. De manera que, cada vez que padecía un altercado o si creía ser objeto de una nueva infamia en su vecindario, reivindicaba el propósito:
“De que me voy, me voy”, refregaba. Y añadía que lo único que iba a dolerle era dejar el alambique del viejo Fidel y sus adorables nietas Carmen Ramona y Nectalina. “Por lo demás, me largo”, remataba.
El ingenio criollo bautizó el barrio con el nombre de El Perú, como justo sarcasmo por sus eternos viajes fallidos al vecino país. ¡Juana Arias jamás se fue! Jamás iba a permitírselo el doctor Molina ni el maestro Escalona. Jamás iba a permitírselo la historia, ni la abrumadora sabana alfombrada por el mágico vellorí de flores y mariposas amarillas. Pero, como una lírica confabulación, orquestada sutilmente por la ironía popular, se oye aún el eco de un canto a orillas del riachuelo:
“Juana Arias tiene un viaje
Anunciao para diciembre
Araújo alquila un buque
En el puerto de la Curtiembre”
Por su parte, la india Lucrecia jamás volvió a infringir las leyes naturales de un pueblo y, por el contrario, forjó una convivencia magnífica sustentada en la moraleja de que la prudencia, tolerancia y amor por el prójimo son más apremiantes que la razón. La matrona del Perú, en cambio, atormentada por la idea de volver a encontrarla, renunció a sus frecuentes visitas a casa de doña Eufemia, pese a los exquisitos dulces en potes de avena Quaker, galletas Noel y vestidos con encajes que la anfitriona solía ofrendarle. “Ni de fundas, vuelvo donde Pema”, rezongaba a menudo.
Aunque para la memoria colectiva aquellos días constituyen un epílogo insalvable y triste, asisto ahora al desbordante delirio macondiano al pensar que si allá en los cielos existe algún barrio denominado El Perú, ya deben de estar todos felizmente reunidos con Lucrecia, Escalona, el viejo Pedro y el doctor Molina, en la mítica estancia de la inolvidable Juana Arias, la Mamá Grande del Cesar.
Por: Fernando Daza