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Crónica - 21 mayo, 2022

La guerra del prefecto y el batallón ‘Corre corre’

Tomado del libro en el Valle de Euparí. Pronto comenzaron a llegar a Valledupar las comitivas de los pueblos citados con matalotaje de guerra

Imágenes de la guerra de los Mil Días.
Imágenes de la guerra de los Mil Días.

LA MALA NOTICIA

Eran los primeros días de marzo de 1904. El jefe de correos, Mamertino Vergara, vestido de lino blanco con una corbatilla negra de raso, trajo la mala noticia: los cienagueros se habían levantado en armas por “el caso del Registro de Padilla”, en el cual, ‘Juanito’ Iguarán, cacique guajiro en Riohacha, había llenado los registros electorales en blanco, dando todos los votos al general Rafael Reyes, en un desmesurado fraude que lo hizo Presidente de Colombia.

Nehemías Maestre, Prefecto de la Provincia del Valle de Upar, escuchó el informe de su compadre Mamertino. Lo invitó a compartir su desayuno sin añadir palabra. Mientras pensaban en la gravedad de los sucesos, comieron de lo servido en la mesa, sólo interrumpido por los maullidos de un gato mendicante que rozaba los tobillos del invitado, suplicando unas migajas de los platos. Un reloj adosado a una pared, dio siete golpes de péndulo que quebraron el preocupado silencio.

La noticia corrió con alas de malas nuevas. La casa amplia del Prefecto se inundó con sus copartidarios y sus 156 compadres que pedían una leva de hombres y de avíos de guerra para hacer una correría armada por aquellas playas de la revuelta. Alguien propuso el generalato para el Prefecto, pero este rechazó ese ruidoso título por ser un civilista de códigos y leyes, pero no rehusó la incursión al litoral de los “cachiporros” liberales para que no se repitiera en la República, la confiscación de los bienes de la Iglesia, ni el destierro de los frailes doctrineros que una vez ordenó el general Mosquera, ni la vuelta al ateísmo de los gobiernos del Olimpo Radical. 

Sí, era su deber atajar a los de la bandera roja  alentados por los masones impíos, en defensa de la Constitución y de la doctrina cristiana. 

La señal divina de esa misión, se la dio fray Gumersindo de Albatera, quien el domingo seguido, trepado en un púlpito del viejo convento de Santo Domingo, peroró con su acento español: “En vuestras manos, señor Prefecto, tenéis el hisopo y el agua lustral para decir vade retro Satán”. 

Alguien le aconsejó que vistiera un atuendo militar. Entonces supo que no desentonaban sus mostachos señoriales con la casaca azul de charreteras doradas y el casco prusiano de un antepasado suyo, cuyo penacho desflecado por años de desuso en un desván, fue recompuesto por la mano hábil de una dama vallenata con un libra de maguey y tres yardas de satín.

El decreto que llamaba a las armas salió con el galope de los potros del portón de su traspatio hacia los caminos de herradura. Pronto comenzaron a llegar a Valledupar las comitivas de los pueblos citados con matalotaje de guerra. 

LAS CONTRIBUCIONES

Así, de San Antonio de Badillo, llegaron un medio día algunos varones de los Rodríguez, Díaz y Añez, con 28 mulas cargadas de ñame espino y 12 bueyes con ahuyamas pastelito, que recogieron en el Cerro de la Campana.

Unos mocetones gordos, los guardias de Chiriguaná, llegaron con los Paba y los Rocha, y 80 quesos de 25 libras que remitió   Tiberio Royero de su hacienda Barahona. También llegaron 310 musengues, hechos de gajos de corozo, para penquear  los tábanos que metían sus agujetas en la piel de los hombres y de las bestias. 

De Codazzi o Espíritu Santo, vinieron los Ávila, los Rivero y los Chinchía, con 75 arrobas de maíz pilado y 15 botijones de manteca cuajada que reunieron los matarifes de cerdo en Fernambuco y Sinaí.

Del arrugado paisaje de Atánquez, se aparecieron los Arias, los Pacheco y los Corzo con 10 damajuanas de chirrinche aquinado, destilado en los alambiques de Candela y Mamarongo, que donó don Agustín Montero. De allí mismo Chicho Mendoza remitió 98 paquetes de panela sacadas de los trapiches de Cucunátukua, y Antonio Mendiola Arregocés, envió 120 mochilas de fique para portar municiones, entintadas con los colores de la batatilla, el dividivi, el brasil y las ralladuras de las pepas de aguacate.

No se hicieron esperar los Molina, los Daza y los Hinojosa de Patillal. Se presentaron en sus potros sabaneros con la pelambre brillosa de sudor, y unos bultos a lomo de burro donde venían 75 chivos “capados al bojo” tasajados en salmuera, que enviaron de los hatos de Villa Rueda.

De La Junta llegaron 3.500 metros de hico para bozales y colgaderos y 210 mochilones de carga, hilados en la sabaneta de Curazao, que trajeron consigo los Gutiérrez, Sierra y Acosta, con los rubores de morapio en sus caras ardidas por las insolaciones del camino.

De San Juan del Cesar vinieron a la cita los Lacouture, los Fernández y los Cuello con el aporte de una hamaca de cotón, dos gallinas de pescuezo pelongo  de las que llaman “carabinas”, y una guinda de velitas de sebo para las  escaldaduras de la tropa.

 De Santo Tomás de Villanueva llegaron unas mulas cargadas con zapatos de lona y 92 pellones de hilaza que trajeron voluntarios de los Orozco, Martínez y Celedón, y tres barriles de ron alcanforado para el sobo de calambres en las correrías guerreras. 

De San Francisco de la Paz llegaron los Aroca, Morón y Zuleta, con severos nombres de filósofos y sabios griegos como Demóstenes, Milciades, Aristides, Arquímedes y Sócrates. Trajeron 13.282 almojábanas y panes de a jeme, que doraron en los hornos de Rincón Guapo, 92 alforjas y 102 polainas hechas de cuero vacuno curtidas con el polvo del caliche quemado en un cerrito vecino.

Los Guerra, Becerra y Arzuaga de Diego Pata de las Flores, se presentaron con 139 docenas de enjalmas, 12 sacos de sal gema y 310 cabestros que mandaba don Luis Murgas.

De la Candelaria de Plato, Vicente Alfaro envió 80 cachos para pólvora, 13 cajas de fulminantes belgas, 50 escopetas de fisto y 14.924 cascarones de recalza. Ese mismo patricio, hizo devolver de los hatos de Chibolo, unas arpilleras repletas de bollo de yuca, pues esa era una donación indigna a su categoría de godo cancamán.

De Santa Cruz de Urumita, con mochilones de tabaco, 730 turrones de maduro, 130 de toronja, 154 de batata, se presentaron los Aponte, Araujo y los López. Además, aportaron 100 tercios de malanga morada que bajaron de Cascajalito; y después los Baquero mandaron 110 espuelas de estrella que hicieron en la fragua de allá. Un emisario de ellos se hizo presente ante el prefecto Maestre,  vestido de levita y cuello de pajarita, con la digna compostura de un diplomático en las cortes de la lejana Europa.

De San Lucas del Molino, vinieron los Armenta con sus códigos y textos de aritmética, para ocupar sus ocios. Días después se le sumaron los Urbina, Vence y Zabaleta, con cargas de frijol negro y de cacao, que bajaron del Cerro de la Palangana. Quisieron traerse la campana del templo para fundirla y hacer perdigones, pero las mujeres sacaron al Santísimo cantando el Salve Regina, procesión que les hizo suspender tan sacrílega decisión. 

Con tres camisas superpuestas y abotonado hasta la barbilla, de Pueblo Bello, en un amanecer, llegó Luis Mestre con 15 voluntarios y 40 arrobas de café molido para hemostático, y ocho tercios de guandú que bajaron de las brumosas socolas de Chinchikuá.

Trece reses cabungas donó en Valle Dupar, don Roberto Pavajeau. Trinidad Mejía dio 30 caballos de silla que apacentaban en los potreros del Blandón, con 78 burros y 12 mulas que Reginaldo Suarez había recogido por las sabanas de La Palmita y El Paso. 

La última donación vino de Valencia de Jesús. La hizo Inés Torres con el envío de 200 calabazos de cintura para agua, dos docenas de barriletes con mantequilla batida en su hacienda, y 78 metros de chorizos en canutos de a cuarta, adobados con vinagre de piña y melaza

Calle de la antigua ciudad de Riohacha. 

HACIA LA GUERRA

Por fin toda aquella tropa salió de Valle Dupar hacia la Ciénaga Grande. El primer día de jornada llegaron a las sabanas de Poponí, en Valencia de Jesús, y armaron tolda en el Cerro de la Porquera. A la lumbre de los fogones que asaban carne, se agrupaban los voluntarios. Un animado palique de todos, exaltaba hechos de valentía pasada, sacando pecho de ello algunos de los presentes, como el Ñongo Suarez que gozaba en referir su pugilato con Pedro Nolasco, por deporte, a nudillo limpio, el 25 de abril de cada año, después de la misa de San Marco en el Paso del Adelantado, en la plazoleta, y en presencia del pueblo que hacía apuestas, hasta cuando alguno de los dos caía mojado de sangre y sudor. 

Etanislao Herrera, lucía un costurón en un pómulo, como una escolopendra, del tajo de una rula, una noche en que salteadores de camino, cuando era correo, lo atacaron. En el vado del río Marquesote, dos bandidos quedaron tendidos por el filo de su machete. 

Allí estaba Polemarco Triana, quien, por ser luterano, una turba de católicos azuzados por el cura, en Chimichagua, le notificaron su destierro cantándole frente a su ventana: “Pio, pio gavilán, gavilán garrapatero y sió sió gavilán”, estribillo que era el ultimátum de su expulsión, y él salió a la calle en calzoncillos anudados a los tobillos, con una escopeta que hacía tiros a todas partes. Desde entonces le rehuían con temeroso respeto.

Se comentaban otros hechos temerarios como el de aquél que había matado con una mano de pilón a dos caimanes en un caño de Similoa, por haber devorado a un niño; del que ahuyentó a una tigresa parida, cebada en Ciruma, en los terneros de don Nino Mejía, disparándole cartuchos recalzados con sal en grano.

Una jornada más y llegaron a Camperucho, a los corrales de Tita Pinto, quien, como buena goda, regaló al Prefecto cuatro vacas para avituallar a la tropa. Más allá pasaron por Matapelón, un cerro al cual subía en la pasada Guerra de los Mil Días, un coronel de apellido Ordoñez, todas las noches, antes del combate de El Blanco, para encontrarse con dos hermanas volantonas que le daban cuenta de los movimientos de la tropa liberal en el país, y le traían una canastilla con empanaditas de pipián.

LA ADVERTENCIA

Dos jornadas más y ya estaban en las riberas del río Ariguaní, donde la tropa se bañó con tajadas de jabón de potasa. Al campamento llegó un jinete en un potro ruano, con un blanco casco inglés. Era Heráclito Ribón, un viejo amigo del Prefecto, biznieto de la marquesa de Santa Coa de Mompós, que unos miriámetros selva adentro, descuajaba las montañas de La Cimarronera, por las sabanas de San Ángel. Se le brindó brandy y compartió mesa con don Nehemías en la vajilla de plata que este llevaba consigo. Ribón, conocedor de la historia regional, habló de la bravura de los cienagueros quienes bajo el mando del almirante Padilla, en época de la independencia, abordaban a machete limpio los veleros españoles. 

Refirió, que en 1852, Francisco Carmona, héroe de la Independencia, fue hecho picadillo allá en Ciénaga, por una turba de borrachos, cuando el militar protestó, porque de su casa le habían hurtado su venerada casaca de general para leer un bando de carnaval. Añadía Ribón, que en la Guerra del Sesenta, los cienagueros, mosqueristas entonces, se enfrentaron al ejército de los godos que comandaba Julio Arboleda, el poeta esclavista, quien escapó disfrazado de fraile. Narró también, que en 1870, hubo una trifulca callejera en las calles de Ciénaga entre los Terán y los Tapia, que dejaron una tendereta de muertos. También trajo a cuento el combate de Tescua, y el de la Calle del Embudo en San Juan del Cesar, donde participaban los cienagueros del general Riascos, y la fiera refriega a rula que hubo en la propia Ciénaga culminando con la derrota liberal en la pasada Guerra de los Mil Días.

El visitante Ribón, picó espuelas al despedirse, pero antes dijo algo que preocupó al Prefecto: “Recuerde amigo, los provincianos no son gente para la pólvora. En los días de la independencia se hizo una recluta de gente de allá, y a ese cuerpo de vallenatos le pusieron el nombre de Batallón Corre Corre, porque oían un tiro y parecían venados corriendo por los montes”. Luego añadió perversamente: “Ellos son mariscales de guerra con la arepa de queso, la botella de ron y las colitas de acordeón”.

EN EL UMBRAL DE LA BATALLA

Tres días más y ya estaban pisando la arena vitrificada de salitre, en las goteras de Ciénaga. No se encontró nada viviente por esos montes, lo que era un mal síntoma. Esa noche se hizo campamento. 

En su tolda el Prefecto convocó a sus subalternos con grados militares que él había repartido a su antojo, para dar las instrucciones de su ataque. Después fueron llegando los voluntarios rasos, que uno tras otro, presentaban excusas para no ir a combate, uno decía que le habían extraído una muela y estaba haciendo buches de agua de sal; otro, con los cachetes embonados de ceniza y limón, alegaba unas paperas; otro más decía que era asmático y el humo de la pólvora le era fatal; alguien más aseguraba que padecía de tabardillo con hemorragia nasal. 

Así la cefalalgia, las solturas estomacales, calenturas y todos los males, llegaron al mismo tiempo al campamento vallenato. El Prefecto sólo dijo que habría fusilamientos por deserción y cobardía. Fue entonces cuando esos hombres, sin más súplicas, le pidieron permiso para invocar el auxilio de la Virgen del Rosario. Tomados de la pretina trasera del cinturón, en fila india comenzaron “el baile de la culebra bomba” con el mugido de un caracol marino. Con tal tropel, delataban su posición al enemigo, pero el Prefecto terminó confortado por el piadoso ejercicio de sus hombres.

El toque de una corneta que había sido de la vieja banda de Alipio Suarez, dio la orden de dormir. El Prefecto se tendió en una cama de tijeras. Sus preocupadas cavilaciones lo llevaron a pensar en los hombres que morirían a manos de los cienagueros, veteranos en las revueltas civiles. Entreveía el llanto y la desolación que vendría para viudas y huérfanos a cambio de su gloria y poder, si salía victorioso. Sabía que por eso lo maldecirían.  Había ido muy lejos en esta aventura y ahora estaba arrepentido, casi al borde de las lágrimas, pero ya no podía volver grupas de su intento sin razones que pusieran a salvo su decoro de varón. 

Sin saber cuándo, así vestido de húsar, fue entrando en una bruma leve, hasta que se borró la conciencia de su insomnio.

EL DESENLACE

Una claridad de acuario anunciaba la madrugada. Lo despertó un rebuzno lejano. De un salto salió de su carpa para pedir a Juan Ciprian, su ordenanza, que le trajera su caballo. Debía alistar a sus hombres para el encuentro decisivo. Se sorprendió cuando sólo vio a dos burros deambulantes. Aún ardían algunas fogatas, sin nadie a la vista. 

De golpe asimiló su desastre: en la noche sus brigadas vallenatas lo habían abandonado y a la carrera desandaban el camino hacia la Provincia. Estaba derrotado sin batalla. Tomó la determinación desesperada de entregarse al enemigo. Así como Nariño en Pasto, diría: “Cienagueros si queréis la cabeza del prefecto Maestre, aquí la tenéis”, pero recordó el fin del general Carmona allí, tajado a machete hasta quedar como un tomate repicado.

En el tronco de un trupillo vio atado su caballo y montándolo a pelo, puso cabestro tras sus batallones que en volandas iban en abierta desbandada. Dos leguas después se reventaron las nubes en una lluvia repentina. El Prefecto, con su uniforme de húsar de Pavía, quedó empapado como un pájaro azulejo escurriendo agua de los canelones de sus charreteras y de las flecaduras de su casco prusiano. Era el vivo retrato de su mismo fracaso. Dio un suspiro hondo lamentando el extravió de su vajilla de plata que había heredado de un tío abuelo de la época del virrey Mendinueta. Pero pensó que a fin de cuentas era lo mejor de lo que pudo ocurrir: a salvo estaba su honor y ya no habría requiebros de viudas y huérfanos. Elevó gracias a la legión de santos por ello. Sus lágrimas se confundían con los goterones del chubasco. 

Eran las primeras lluvias del año y crujía el ramaje del monte por el dolor que le causaba el viento.

POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN

Crónica
21 mayo, 2022

La guerra del prefecto y el batallón ‘Corre corre’

Tomado del libro en el Valle de Euparí. Pronto comenzaron a llegar a Valledupar las comitivas de los pueblos citados con matalotaje de guerra


Imágenes de la guerra de los Mil Días.
Imágenes de la guerra de los Mil Días.

LA MALA NOTICIA

Eran los primeros días de marzo de 1904. El jefe de correos, Mamertino Vergara, vestido de lino blanco con una corbatilla negra de raso, trajo la mala noticia: los cienagueros se habían levantado en armas por “el caso del Registro de Padilla”, en el cual, ‘Juanito’ Iguarán, cacique guajiro en Riohacha, había llenado los registros electorales en blanco, dando todos los votos al general Rafael Reyes, en un desmesurado fraude que lo hizo Presidente de Colombia.

Nehemías Maestre, Prefecto de la Provincia del Valle de Upar, escuchó el informe de su compadre Mamertino. Lo invitó a compartir su desayuno sin añadir palabra. Mientras pensaban en la gravedad de los sucesos, comieron de lo servido en la mesa, sólo interrumpido por los maullidos de un gato mendicante que rozaba los tobillos del invitado, suplicando unas migajas de los platos. Un reloj adosado a una pared, dio siete golpes de péndulo que quebraron el preocupado silencio.

La noticia corrió con alas de malas nuevas. La casa amplia del Prefecto se inundó con sus copartidarios y sus 156 compadres que pedían una leva de hombres y de avíos de guerra para hacer una correría armada por aquellas playas de la revuelta. Alguien propuso el generalato para el Prefecto, pero este rechazó ese ruidoso título por ser un civilista de códigos y leyes, pero no rehusó la incursión al litoral de los “cachiporros” liberales para que no se repitiera en la República, la confiscación de los bienes de la Iglesia, ni el destierro de los frailes doctrineros que una vez ordenó el general Mosquera, ni la vuelta al ateísmo de los gobiernos del Olimpo Radical. 

Sí, era su deber atajar a los de la bandera roja  alentados por los masones impíos, en defensa de la Constitución y de la doctrina cristiana. 

La señal divina de esa misión, se la dio fray Gumersindo de Albatera, quien el domingo seguido, trepado en un púlpito del viejo convento de Santo Domingo, peroró con su acento español: “En vuestras manos, señor Prefecto, tenéis el hisopo y el agua lustral para decir vade retro Satán”. 

Alguien le aconsejó que vistiera un atuendo militar. Entonces supo que no desentonaban sus mostachos señoriales con la casaca azul de charreteras doradas y el casco prusiano de un antepasado suyo, cuyo penacho desflecado por años de desuso en un desván, fue recompuesto por la mano hábil de una dama vallenata con un libra de maguey y tres yardas de satín.

El decreto que llamaba a las armas salió con el galope de los potros del portón de su traspatio hacia los caminos de herradura. Pronto comenzaron a llegar a Valledupar las comitivas de los pueblos citados con matalotaje de guerra. 

LAS CONTRIBUCIONES

Así, de San Antonio de Badillo, llegaron un medio día algunos varones de los Rodríguez, Díaz y Añez, con 28 mulas cargadas de ñame espino y 12 bueyes con ahuyamas pastelito, que recogieron en el Cerro de la Campana.

Unos mocetones gordos, los guardias de Chiriguaná, llegaron con los Paba y los Rocha, y 80 quesos de 25 libras que remitió   Tiberio Royero de su hacienda Barahona. También llegaron 310 musengues, hechos de gajos de corozo, para penquear  los tábanos que metían sus agujetas en la piel de los hombres y de las bestias. 

De Codazzi o Espíritu Santo, vinieron los Ávila, los Rivero y los Chinchía, con 75 arrobas de maíz pilado y 15 botijones de manteca cuajada que reunieron los matarifes de cerdo en Fernambuco y Sinaí.

Del arrugado paisaje de Atánquez, se aparecieron los Arias, los Pacheco y los Corzo con 10 damajuanas de chirrinche aquinado, destilado en los alambiques de Candela y Mamarongo, que donó don Agustín Montero. De allí mismo Chicho Mendoza remitió 98 paquetes de panela sacadas de los trapiches de Cucunátukua, y Antonio Mendiola Arregocés, envió 120 mochilas de fique para portar municiones, entintadas con los colores de la batatilla, el dividivi, el brasil y las ralladuras de las pepas de aguacate.

No se hicieron esperar los Molina, los Daza y los Hinojosa de Patillal. Se presentaron en sus potros sabaneros con la pelambre brillosa de sudor, y unos bultos a lomo de burro donde venían 75 chivos “capados al bojo” tasajados en salmuera, que enviaron de los hatos de Villa Rueda.

De La Junta llegaron 3.500 metros de hico para bozales y colgaderos y 210 mochilones de carga, hilados en la sabaneta de Curazao, que trajeron consigo los Gutiérrez, Sierra y Acosta, con los rubores de morapio en sus caras ardidas por las insolaciones del camino.

De San Juan del Cesar vinieron a la cita los Lacouture, los Fernández y los Cuello con el aporte de una hamaca de cotón, dos gallinas de pescuezo pelongo  de las que llaman “carabinas”, y una guinda de velitas de sebo para las  escaldaduras de la tropa.

 De Santo Tomás de Villanueva llegaron unas mulas cargadas con zapatos de lona y 92 pellones de hilaza que trajeron voluntarios de los Orozco, Martínez y Celedón, y tres barriles de ron alcanforado para el sobo de calambres en las correrías guerreras. 

De San Francisco de la Paz llegaron los Aroca, Morón y Zuleta, con severos nombres de filósofos y sabios griegos como Demóstenes, Milciades, Aristides, Arquímedes y Sócrates. Trajeron 13.282 almojábanas y panes de a jeme, que doraron en los hornos de Rincón Guapo, 92 alforjas y 102 polainas hechas de cuero vacuno curtidas con el polvo del caliche quemado en un cerrito vecino.

Los Guerra, Becerra y Arzuaga de Diego Pata de las Flores, se presentaron con 139 docenas de enjalmas, 12 sacos de sal gema y 310 cabestros que mandaba don Luis Murgas.

De la Candelaria de Plato, Vicente Alfaro envió 80 cachos para pólvora, 13 cajas de fulminantes belgas, 50 escopetas de fisto y 14.924 cascarones de recalza. Ese mismo patricio, hizo devolver de los hatos de Chibolo, unas arpilleras repletas de bollo de yuca, pues esa era una donación indigna a su categoría de godo cancamán.

De Santa Cruz de Urumita, con mochilones de tabaco, 730 turrones de maduro, 130 de toronja, 154 de batata, se presentaron los Aponte, Araujo y los López. Además, aportaron 100 tercios de malanga morada que bajaron de Cascajalito; y después los Baquero mandaron 110 espuelas de estrella que hicieron en la fragua de allá. Un emisario de ellos se hizo presente ante el prefecto Maestre,  vestido de levita y cuello de pajarita, con la digna compostura de un diplomático en las cortes de la lejana Europa.

De San Lucas del Molino, vinieron los Armenta con sus códigos y textos de aritmética, para ocupar sus ocios. Días después se le sumaron los Urbina, Vence y Zabaleta, con cargas de frijol negro y de cacao, que bajaron del Cerro de la Palangana. Quisieron traerse la campana del templo para fundirla y hacer perdigones, pero las mujeres sacaron al Santísimo cantando el Salve Regina, procesión que les hizo suspender tan sacrílega decisión. 

Con tres camisas superpuestas y abotonado hasta la barbilla, de Pueblo Bello, en un amanecer, llegó Luis Mestre con 15 voluntarios y 40 arrobas de café molido para hemostático, y ocho tercios de guandú que bajaron de las brumosas socolas de Chinchikuá.

Trece reses cabungas donó en Valle Dupar, don Roberto Pavajeau. Trinidad Mejía dio 30 caballos de silla que apacentaban en los potreros del Blandón, con 78 burros y 12 mulas que Reginaldo Suarez había recogido por las sabanas de La Palmita y El Paso. 

La última donación vino de Valencia de Jesús. La hizo Inés Torres con el envío de 200 calabazos de cintura para agua, dos docenas de barriletes con mantequilla batida en su hacienda, y 78 metros de chorizos en canutos de a cuarta, adobados con vinagre de piña y melaza

Calle de la antigua ciudad de Riohacha. 

HACIA LA GUERRA

Por fin toda aquella tropa salió de Valle Dupar hacia la Ciénaga Grande. El primer día de jornada llegaron a las sabanas de Poponí, en Valencia de Jesús, y armaron tolda en el Cerro de la Porquera. A la lumbre de los fogones que asaban carne, se agrupaban los voluntarios. Un animado palique de todos, exaltaba hechos de valentía pasada, sacando pecho de ello algunos de los presentes, como el Ñongo Suarez que gozaba en referir su pugilato con Pedro Nolasco, por deporte, a nudillo limpio, el 25 de abril de cada año, después de la misa de San Marco en el Paso del Adelantado, en la plazoleta, y en presencia del pueblo que hacía apuestas, hasta cuando alguno de los dos caía mojado de sangre y sudor. 

Etanislao Herrera, lucía un costurón en un pómulo, como una escolopendra, del tajo de una rula, una noche en que salteadores de camino, cuando era correo, lo atacaron. En el vado del río Marquesote, dos bandidos quedaron tendidos por el filo de su machete. 

Allí estaba Polemarco Triana, quien, por ser luterano, una turba de católicos azuzados por el cura, en Chimichagua, le notificaron su destierro cantándole frente a su ventana: “Pio, pio gavilán, gavilán garrapatero y sió sió gavilán”, estribillo que era el ultimátum de su expulsión, y él salió a la calle en calzoncillos anudados a los tobillos, con una escopeta que hacía tiros a todas partes. Desde entonces le rehuían con temeroso respeto.

Se comentaban otros hechos temerarios como el de aquél que había matado con una mano de pilón a dos caimanes en un caño de Similoa, por haber devorado a un niño; del que ahuyentó a una tigresa parida, cebada en Ciruma, en los terneros de don Nino Mejía, disparándole cartuchos recalzados con sal en grano.

Una jornada más y llegaron a Camperucho, a los corrales de Tita Pinto, quien, como buena goda, regaló al Prefecto cuatro vacas para avituallar a la tropa. Más allá pasaron por Matapelón, un cerro al cual subía en la pasada Guerra de los Mil Días, un coronel de apellido Ordoñez, todas las noches, antes del combate de El Blanco, para encontrarse con dos hermanas volantonas que le daban cuenta de los movimientos de la tropa liberal en el país, y le traían una canastilla con empanaditas de pipián.

LA ADVERTENCIA

Dos jornadas más y ya estaban en las riberas del río Ariguaní, donde la tropa se bañó con tajadas de jabón de potasa. Al campamento llegó un jinete en un potro ruano, con un blanco casco inglés. Era Heráclito Ribón, un viejo amigo del Prefecto, biznieto de la marquesa de Santa Coa de Mompós, que unos miriámetros selva adentro, descuajaba las montañas de La Cimarronera, por las sabanas de San Ángel. Se le brindó brandy y compartió mesa con don Nehemías en la vajilla de plata que este llevaba consigo. Ribón, conocedor de la historia regional, habló de la bravura de los cienagueros quienes bajo el mando del almirante Padilla, en época de la independencia, abordaban a machete limpio los veleros españoles. 

Refirió, que en 1852, Francisco Carmona, héroe de la Independencia, fue hecho picadillo allá en Ciénaga, por una turba de borrachos, cuando el militar protestó, porque de su casa le habían hurtado su venerada casaca de general para leer un bando de carnaval. Añadía Ribón, que en la Guerra del Sesenta, los cienagueros, mosqueristas entonces, se enfrentaron al ejército de los godos que comandaba Julio Arboleda, el poeta esclavista, quien escapó disfrazado de fraile. Narró también, que en 1870, hubo una trifulca callejera en las calles de Ciénaga entre los Terán y los Tapia, que dejaron una tendereta de muertos. También trajo a cuento el combate de Tescua, y el de la Calle del Embudo en San Juan del Cesar, donde participaban los cienagueros del general Riascos, y la fiera refriega a rula que hubo en la propia Ciénaga culminando con la derrota liberal en la pasada Guerra de los Mil Días.

El visitante Ribón, picó espuelas al despedirse, pero antes dijo algo que preocupó al Prefecto: “Recuerde amigo, los provincianos no son gente para la pólvora. En los días de la independencia se hizo una recluta de gente de allá, y a ese cuerpo de vallenatos le pusieron el nombre de Batallón Corre Corre, porque oían un tiro y parecían venados corriendo por los montes”. Luego añadió perversamente: “Ellos son mariscales de guerra con la arepa de queso, la botella de ron y las colitas de acordeón”.

EN EL UMBRAL DE LA BATALLA

Tres días más y ya estaban pisando la arena vitrificada de salitre, en las goteras de Ciénaga. No se encontró nada viviente por esos montes, lo que era un mal síntoma. Esa noche se hizo campamento. 

En su tolda el Prefecto convocó a sus subalternos con grados militares que él había repartido a su antojo, para dar las instrucciones de su ataque. Después fueron llegando los voluntarios rasos, que uno tras otro, presentaban excusas para no ir a combate, uno decía que le habían extraído una muela y estaba haciendo buches de agua de sal; otro, con los cachetes embonados de ceniza y limón, alegaba unas paperas; otro más decía que era asmático y el humo de la pólvora le era fatal; alguien más aseguraba que padecía de tabardillo con hemorragia nasal. 

Así la cefalalgia, las solturas estomacales, calenturas y todos los males, llegaron al mismo tiempo al campamento vallenato. El Prefecto sólo dijo que habría fusilamientos por deserción y cobardía. Fue entonces cuando esos hombres, sin más súplicas, le pidieron permiso para invocar el auxilio de la Virgen del Rosario. Tomados de la pretina trasera del cinturón, en fila india comenzaron “el baile de la culebra bomba” con el mugido de un caracol marino. Con tal tropel, delataban su posición al enemigo, pero el Prefecto terminó confortado por el piadoso ejercicio de sus hombres.

El toque de una corneta que había sido de la vieja banda de Alipio Suarez, dio la orden de dormir. El Prefecto se tendió en una cama de tijeras. Sus preocupadas cavilaciones lo llevaron a pensar en los hombres que morirían a manos de los cienagueros, veteranos en las revueltas civiles. Entreveía el llanto y la desolación que vendría para viudas y huérfanos a cambio de su gloria y poder, si salía victorioso. Sabía que por eso lo maldecirían.  Había ido muy lejos en esta aventura y ahora estaba arrepentido, casi al borde de las lágrimas, pero ya no podía volver grupas de su intento sin razones que pusieran a salvo su decoro de varón. 

Sin saber cuándo, así vestido de húsar, fue entrando en una bruma leve, hasta que se borró la conciencia de su insomnio.

EL DESENLACE

Una claridad de acuario anunciaba la madrugada. Lo despertó un rebuzno lejano. De un salto salió de su carpa para pedir a Juan Ciprian, su ordenanza, que le trajera su caballo. Debía alistar a sus hombres para el encuentro decisivo. Se sorprendió cuando sólo vio a dos burros deambulantes. Aún ardían algunas fogatas, sin nadie a la vista. 

De golpe asimiló su desastre: en la noche sus brigadas vallenatas lo habían abandonado y a la carrera desandaban el camino hacia la Provincia. Estaba derrotado sin batalla. Tomó la determinación desesperada de entregarse al enemigo. Así como Nariño en Pasto, diría: “Cienagueros si queréis la cabeza del prefecto Maestre, aquí la tenéis”, pero recordó el fin del general Carmona allí, tajado a machete hasta quedar como un tomate repicado.

En el tronco de un trupillo vio atado su caballo y montándolo a pelo, puso cabestro tras sus batallones que en volandas iban en abierta desbandada. Dos leguas después se reventaron las nubes en una lluvia repentina. El Prefecto, con su uniforme de húsar de Pavía, quedó empapado como un pájaro azulejo escurriendo agua de los canelones de sus charreteras y de las flecaduras de su casco prusiano. Era el vivo retrato de su mismo fracaso. Dio un suspiro hondo lamentando el extravió de su vajilla de plata que había heredado de un tío abuelo de la época del virrey Mendinueta. Pero pensó que a fin de cuentas era lo mejor de lo que pudo ocurrir: a salvo estaba su honor y ya no habría requiebros de viudas y huérfanos. Elevó gracias a la legión de santos por ello. Sus lágrimas se confundían con los goterones del chubasco. 

Eran las primeras lluvias del año y crujía el ramaje del monte por el dolor que le causaba el viento.

POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN