Es una de las últimas noches de 1899, moría el siglo XIX y nacía otro. En una taberna de la fría Bogotá, en la calle once, frente a la puerta falsa de la Catedral Primada, un grupo de bohemios ilustres departían en una batalla de improvisados versos. Discutían los acontecimientos políticos y guerreros que convulsionaban a Colombia.
Es una de las últimas noches de 1899, moría el siglo XIX y nacía otro. En una taberna de la fría Bogotá, en la calle once, frente a la puerta falsa de la Catedral Primada, un grupo de bohemios ilustres departían en una batalla de improvisados versos. Discutían los acontecimientos políticos y guerreros que convulsionaban a Colombia. Era de repetido uso que allí se reuniera esa hermandad de espíritus románticos de aquella época, entre los que reseñamos a los vates Julio Flórez, Julio de Francisco, Carlos Tamayo, Rudecindo Gómez y Luis María Mon.
Para esas calendas había que tener cautela en lo que se hacía y decía porque los partidarios de la bandera roja se habían ido a la guerra civil con Benjamín Herrera y Uribe Uribe, de tal manera que el ambiente de Bogotá se hacía medroso por las bayonetas del general Arístides Fernández, jefe de la policía del Gobierno de José Manuel Marroquín, quien le había dado un golpe de estado al anciano presidente Sanclemente, que estaba preso en una casa de Villeta.
El Gobierno golpista vivía en sobresaltos viendo conspiraciones por todas partes y los fusilamientos y destierros menudeaban por mera sospecha que se tuviera de simpatía o apoyo a los liberales alzados en armas. Pocas diversiones había en la capital y aun los festejos familiares estaban truncados a causa de la división de los colombianos entre dos bandos terribles que se tiroteaban por los campamentos y territorios de todo el país. Fue la guerra que duró mil días.
Esa noche, decíamos, en la ciudad regía un “toque de queda” a partir de cierta hora, pero a los felices contertulios de nuestra historia se les pasó el tiempo. Al filo de media noche salen con oído atento a los pasos de las patrullas de soldados que merodeaban en busca de sediciosos y espías. Evitan cualquier encuentro que en el mejor de los casos los llevarían a “amansar ladrillos” en un calabozo.
Las calles están oscuras y hace un helaje terrible que obliga a levantar el cuello del gabán y a hundirse más el sombrero borsalino. Julio de Francisco va recordando su quintilla: “Su capa, por negligente / le robaron a Darío / y no he visto francamente / hombre que más se “caliente”; / cuando empieza a sentir frío”.
Se oyen pisadas de soldados y a la vista no hay donde esconderse, Carlos Tamayo va al encuentro de la patrulla intentando salvar la situación: “Señores… tenemos un enfermo grave. Vamos en busca de un médico… acompáñenos por favor a su casa a llamarlo… Aquí no más es”.
La ronda accede. Los avispados bohemios llegan frente a la casa del galeno Rafael Espinoza Guzmán. Tamayo golpea la ventana. Julio Flórez dice en voz alta para prevenir el médico: “Ten prudencia, el doctor no sabe que venimos acompañados y se puede asustar al ver la patrulla. Tengo un enfermo grave en mi casa y los de la patrulla gentilmente nos han acompañado hasta aquí”.
Replica el doctor Espinoza: “Con mucho gusto iré, pero mientras me preparo a salir, les ruego seguir a la sala y esperarme”. Con la complacencia de la ronda entraron a la casa. Ahí estaban refugiados, porque los había sorprendido el toque de queda, Luis Galán Gómez y Pedro Escobar, quienes debían permanecer allí hasta el nuevo día. Entonces se continuó con la tenida y hubo libaciones, carcajadas, chisporroteó el humor fino y hasta se habló mal del régimen.
Así, de parto fortuito, nació la Gruta Simbólica aquella noche entre un siglo que se iba y otro que venía, como el dios Jano, con una cara escrutando lo venidero y con otra mirando el pasado. Esa noche Rafael Espinoza Guzmán vinculó desde entonces su talento y patrimonio a la supervivencia de una de las más nobles y amables asociaciones de la inteligencia colombiana, como hospitalario caballero y mecenas de la histórica cofradía. Pero, aun así, en cuanto había ocasión, esos bohemios del buen gusto se escapaban a las tabernas de los barrios bajos y a declamar en los cementerios con las luces de unos velones de altar. La noche de marras se dijo que Julio Flórez estrenó su poema “Abstracción”, cuyo comienzo es: “A veces melancólico me hundo / en mis noches de asombro y miserias / y caigo en un silencio tan profundo / que escucho hasta el latir de mis arterias”.
Espinoza Guzmán, con gusto, disminuía su patrimonio con vinos y aguardiente para asistir con atenciones a ese cenáculo de intelectuales. Una décima de aquellos contertulios lo describe: “Mecenas de hidalgo porte / caballero medieval / que derrochas tu caudal / en la bohémica corte / la tolerancia es tu norte / la diversión, tu elemento / tu preferido, el talento / tu único afán, la alegría / y tu mayor ufanía, / dar de beber al sediento”.
Una noche, dos contertulios que iban retardados a la Gruta, tropezaron a un desorientado norteamericano que preguntaba por la Legación Americana. Casi no entendía el castellano y los cofrades se lo llevaron a la sesión de la Gruta donde cierto contertulio disfrazado con peluca del siglo XV, pintarrajeado con una casaca larga, leía un estudio sobre la Decadencia y el Simbolismo.
Todo turbado el americano (que era un periodista) porque le habían quitado el bastón y el sombrero de copa, cuando lo pusieron a hablar para tomarle el pelo, sin entender lo que pasaba, confundido, con voz entrecortada dijo que él también era partidario de ellos, que asistía en Panamá a una célula comunista.
Cuando terminó la sesión le devolvieron sus pertenencias y lo llevaron hasta la misma legación de su país. Después publicó en un periódico de Nueva York que había estado en una cueva de ladrones y revolucionarios, a lo que aclaró en una festiva publicación nuestro cónsul allá, precisamente un hermano de Espinoza Guzmán, que tal sociedad de facinerosos que describía el periodista era una mera tertulia de bohemios de la Gruta Simbólica.
De toda esa estrafalaria nómina de mamagallistas de la Gruta Simbólica, ha logrado vencer el paso del tiempo Julio Flórez. Los otros han sido devorados por las fauces invisibles de Cronos. Hay miles de anécdotas y versos jocosos. Referiré que Soto Borda, uno de esos poetas, en sus tiempos mozos tuvo una aventura galante que lo llevó a manos de la justicia. Se vio atrapado en un proceso por haber raptado a una doncella, hija de un carpintero.
Desde la cárcel le escribió a su amada así: “Amor, por ti estoy preso / como un caco en la Central / fue un pecado original / que principió por un beso / por eso tengo un proceso / que con humildad lo admito / pero no… no estoy contrito / porque alegre en el calabozo / sólo pienso en lo sabroso / que es el cuerpo del delito.
Por: Rodolfo Ortega Montero
Es una de las últimas noches de 1899, moría el siglo XIX y nacía otro. En una taberna de la fría Bogotá, en la calle once, frente a la puerta falsa de la Catedral Primada, un grupo de bohemios ilustres departían en una batalla de improvisados versos. Discutían los acontecimientos políticos y guerreros que convulsionaban a Colombia.
Es una de las últimas noches de 1899, moría el siglo XIX y nacía otro. En una taberna de la fría Bogotá, en la calle once, frente a la puerta falsa de la Catedral Primada, un grupo de bohemios ilustres departían en una batalla de improvisados versos. Discutían los acontecimientos políticos y guerreros que convulsionaban a Colombia. Era de repetido uso que allí se reuniera esa hermandad de espíritus románticos de aquella época, entre los que reseñamos a los vates Julio Flórez, Julio de Francisco, Carlos Tamayo, Rudecindo Gómez y Luis María Mon.
Para esas calendas había que tener cautela en lo que se hacía y decía porque los partidarios de la bandera roja se habían ido a la guerra civil con Benjamín Herrera y Uribe Uribe, de tal manera que el ambiente de Bogotá se hacía medroso por las bayonetas del general Arístides Fernández, jefe de la policía del Gobierno de José Manuel Marroquín, quien le había dado un golpe de estado al anciano presidente Sanclemente, que estaba preso en una casa de Villeta.
El Gobierno golpista vivía en sobresaltos viendo conspiraciones por todas partes y los fusilamientos y destierros menudeaban por mera sospecha que se tuviera de simpatía o apoyo a los liberales alzados en armas. Pocas diversiones había en la capital y aun los festejos familiares estaban truncados a causa de la división de los colombianos entre dos bandos terribles que se tiroteaban por los campamentos y territorios de todo el país. Fue la guerra que duró mil días.
Esa noche, decíamos, en la ciudad regía un “toque de queda” a partir de cierta hora, pero a los felices contertulios de nuestra historia se les pasó el tiempo. Al filo de media noche salen con oído atento a los pasos de las patrullas de soldados que merodeaban en busca de sediciosos y espías. Evitan cualquier encuentro que en el mejor de los casos los llevarían a “amansar ladrillos” en un calabozo.
Las calles están oscuras y hace un helaje terrible que obliga a levantar el cuello del gabán y a hundirse más el sombrero borsalino. Julio de Francisco va recordando su quintilla: “Su capa, por negligente / le robaron a Darío / y no he visto francamente / hombre que más se “caliente”; / cuando empieza a sentir frío”.
Se oyen pisadas de soldados y a la vista no hay donde esconderse, Carlos Tamayo va al encuentro de la patrulla intentando salvar la situación: “Señores… tenemos un enfermo grave. Vamos en busca de un médico… acompáñenos por favor a su casa a llamarlo… Aquí no más es”.
La ronda accede. Los avispados bohemios llegan frente a la casa del galeno Rafael Espinoza Guzmán. Tamayo golpea la ventana. Julio Flórez dice en voz alta para prevenir el médico: “Ten prudencia, el doctor no sabe que venimos acompañados y se puede asustar al ver la patrulla. Tengo un enfermo grave en mi casa y los de la patrulla gentilmente nos han acompañado hasta aquí”.
Replica el doctor Espinoza: “Con mucho gusto iré, pero mientras me preparo a salir, les ruego seguir a la sala y esperarme”. Con la complacencia de la ronda entraron a la casa. Ahí estaban refugiados, porque los había sorprendido el toque de queda, Luis Galán Gómez y Pedro Escobar, quienes debían permanecer allí hasta el nuevo día. Entonces se continuó con la tenida y hubo libaciones, carcajadas, chisporroteó el humor fino y hasta se habló mal del régimen.
Así, de parto fortuito, nació la Gruta Simbólica aquella noche entre un siglo que se iba y otro que venía, como el dios Jano, con una cara escrutando lo venidero y con otra mirando el pasado. Esa noche Rafael Espinoza Guzmán vinculó desde entonces su talento y patrimonio a la supervivencia de una de las más nobles y amables asociaciones de la inteligencia colombiana, como hospitalario caballero y mecenas de la histórica cofradía. Pero, aun así, en cuanto había ocasión, esos bohemios del buen gusto se escapaban a las tabernas de los barrios bajos y a declamar en los cementerios con las luces de unos velones de altar. La noche de marras se dijo que Julio Flórez estrenó su poema “Abstracción”, cuyo comienzo es: “A veces melancólico me hundo / en mis noches de asombro y miserias / y caigo en un silencio tan profundo / que escucho hasta el latir de mis arterias”.
Espinoza Guzmán, con gusto, disminuía su patrimonio con vinos y aguardiente para asistir con atenciones a ese cenáculo de intelectuales. Una décima de aquellos contertulios lo describe: “Mecenas de hidalgo porte / caballero medieval / que derrochas tu caudal / en la bohémica corte / la tolerancia es tu norte / la diversión, tu elemento / tu preferido, el talento / tu único afán, la alegría / y tu mayor ufanía, / dar de beber al sediento”.
Una noche, dos contertulios que iban retardados a la Gruta, tropezaron a un desorientado norteamericano que preguntaba por la Legación Americana. Casi no entendía el castellano y los cofrades se lo llevaron a la sesión de la Gruta donde cierto contertulio disfrazado con peluca del siglo XV, pintarrajeado con una casaca larga, leía un estudio sobre la Decadencia y el Simbolismo.
Todo turbado el americano (que era un periodista) porque le habían quitado el bastón y el sombrero de copa, cuando lo pusieron a hablar para tomarle el pelo, sin entender lo que pasaba, confundido, con voz entrecortada dijo que él también era partidario de ellos, que asistía en Panamá a una célula comunista.
Cuando terminó la sesión le devolvieron sus pertenencias y lo llevaron hasta la misma legación de su país. Después publicó en un periódico de Nueva York que había estado en una cueva de ladrones y revolucionarios, a lo que aclaró en una festiva publicación nuestro cónsul allá, precisamente un hermano de Espinoza Guzmán, que tal sociedad de facinerosos que describía el periodista era una mera tertulia de bohemios de la Gruta Simbólica.
De toda esa estrafalaria nómina de mamagallistas de la Gruta Simbólica, ha logrado vencer el paso del tiempo Julio Flórez. Los otros han sido devorados por las fauces invisibles de Cronos. Hay miles de anécdotas y versos jocosos. Referiré que Soto Borda, uno de esos poetas, en sus tiempos mozos tuvo una aventura galante que lo llevó a manos de la justicia. Se vio atrapado en un proceso por haber raptado a una doncella, hija de un carpintero.
Desde la cárcel le escribió a su amada así: “Amor, por ti estoy preso / como un caco en la Central / fue un pecado original / que principió por un beso / por eso tengo un proceso / que con humildad lo admito / pero no… no estoy contrito / porque alegre en el calabozo / sólo pienso en lo sabroso / que es el cuerpo del delito.
Por: Rodolfo Ortega Montero