La historia de uno de los herederos de Gilberto Alejandro Durán Díaz, quien con 53 años de edad se ha encargado de impulsar el legado musical de su padre.
Que es posible para un humano alcanzar la eternidad en la tierra, dicen, y que hay pruebas de gente que se ha muerto, pero nunca se ha ido de aquí, que por esos artificios del cariño se queda habitando en lugares, sonidos, experiencias y personas, tal como sucede con Gilberto Alejandro Durán Díaz, el trotamundo que ya alcanza cien años, contando los de antes y los de después de su muerte.
Que sigue interviniendo la cotidianidad en los pueblos ribereños por los que solía pasar cuando andaba de “correduría”, con su pedazo de acordeón al pecho, el ardor por las mujeres en el cuerpo y el territorio en el corazón. Que con su verbo cantado suele romper el silencio en noches oscuras y que tiene poderes para actuar divinamente en favor de algunos fatigados por la vida.
Cuentan que a menudo lo perciben en el barrio Machiques de Codazzi, Cesar, en una casa de esquina con reja blanca, tocando con su acordeón canciones legendarias, sentado en un taburete junto a los sembrados plátano y limón del patio. “Es la viva estampa del papá”, dicen, y entonces se entiende que se refieren a esa forma de seguir existiendo a través de los hijos. El trovador centenario habita ahí, mediante el ser y quehacer de su hijo Alejandro Santiago Durán Gómez, también resumido, por cariño, en Alejo Durán Jr. Es inevitable asociarlos, dada la notable herencia de genes y arte.
Alejo Jr. es producto del amor viajero del juglar que en sus tiempos de juventud, cuando salió del abrigo de sus padres en la hacienda Las Cabezas, de El Paso/Cesar, y se hizo protagonista de una errancia musical que lo llevó de pueblo en pueblo, dejando en ellos recuerdos de memorables parrandas, de cantos allí creados, a mujeres enamoradas e hijos ahí engendrados.
En el puerto de Santana esperaban tres mujeres la llegada de la lancha procedente de Mompox para seguir camino a Magangué. Entre los tripulantes de la embarcación sobresalía uno; era alto, con brazos fuertes de ébano, sombrero y aspecto de quien tiene tranquilidad en el alma. “Fue con lo primero que me encontré”, narra Elisa Gómez, una de aquellas muchachas, sin poder evitar que una sonrisa de asalte los labios al evocar ese recuerdo. “Empezó a picarme el ojo. Íbamos mamá con dos niñas y otra señora llevaba otras dos y no le picó el ojo a ninguna otra sino a mí”. No hubo palabras entre ellos; sólo ese diálogo de las miradas que las hizo innecesarias. “Usted sabe que el amor entra por una simple mirada”, confirma Elisa. No se despidieron al desembarcar, pero sabían que se verían de nuevo y que tenían una historia pendiente. “Como a los dos meses nos encontramos y así duramos como cuatro meses, con miraditas; nos veíamos de vez en cuando”.
En cierta manera habían establecido una relación amorosa por medio de miradas; ansiaban esos encuentros; él iba todos los días al mercado y ella lo sabía; entonces confabuló con el destino y sus hermanas. “Dijimos: vamos al mercado a comprarnos un hueso bueno para una sopa y allá nos encontramos con el que estaba comprando. Se embarcó e hizo que se había ido y lo que hizo fue que el carro que nosotras nos vinimos le siguió la pata; cuando llegamos a la casa bajó la compra y mamá fue la que tuvo que cocinarle ese día. Él dijo, Dios es bueno y aquí es donde vamos a comer hoy”.
Ya con la confianza de su lado, con la venia de la suegra, a la que “le cayó como una bendición”, el joven acordeonero invitó a Elisa a las fiestas de San Juan Bautista en Buena Vista y se consolidó la relación, que daría como resultado a Alejo Jr. “Desde la primera noche me dejó la semilla”, se ríe Elisa y evoca los pueblos que visitó como acompañante o primera dama del que ya era conocido como El Negro Alejo. “El me llevó por toda Córdoba, Bolívar, Caucasia, Puerto Valdivia, Margento, Guaranda… ¿a dónde no me llevó? A donde iba a tocar me llevaba”.
Un idilio de un poco más de un año que claudicó por los celos de ella, por las infidelidades de él o porque así tenía que ser. “Yo era muy celosa y él esas mujeres lo abrazaban delante mío y no me gustó. Yo me le vine de allá de Montería”. Se fue a Codazzi, llevando el corazón en pedacitos, el dolor de imaginar a su amor picándole el ojo a otras y a su hijo de tres meses de nacido.
A Codazzi llegó Alejo tres meses después, diciéndole a Elisa que estaba enamorado, pero ella le respondía “¿quién vive contigo; tú eres muy mujeriego”; no obstante se fue de nuevo con él y vivieron unos meses más, al cabo de los cuales el amor perdió la guerra frente a la poligamia y los celos.
Se alejaron, sin poder separarse ya nunca más, pues permanecen conectados a través del retoño de su amor y de ese mismo amor que siguió y sigue habitándola a ella, aun después de la desaparición física de él y pese a que ella se unió maritalmente con otro hombre.
“Fue un amor eterno. Después de muerto, me llegó a la cama una noche. Yo lo sentí cuando llegó, se me sentó en la cama, se me acercó y me pegó un beso en la boca. Y yo dije ¡ay suéltame, suéltame! Me quería era como llevar con él, como cargarme y llevarme con él. Cuando yo le hice la bulla me soltó”. No ha regresado más, aunque ella lo sigue viendo a través de su hijo: “Es todo: La voz, el modo de tocar, toda la personalidad; es igualito a él. Yo creo que ninguno de los otros han sacado esa personalidad” y le pide a la humanidad que “que lo tengan como si estuviera vivo todavía, que lo tengan en su corazón, que donde quiera vean el hijo, lo recuerden a él”.
Seguirlo amando es un sentir común en algunas de las mujeres de los pueblos ribereños que se enamoraron profundamente del trotamundo, pero que no soportaron su manera de dividirse para tantas. Al tiempo que le juraba amor a Elisa, lo hacía con otras más, les picaba el ojo, les engendraba hijos, al punto que nacían contemporáneos.
“Yo soy uno de los mayores. Somos cuatro con la misma edad”, cuenta Alejo Jr., en cuyo inventario hay un registro de 22 hijos del juglar; no obstante, esta cifra varía de escrito en escrito, con 24, 25, 28 o incluso existe una tesis según la cual el número de hijos de Alejo Durán puede oscilar entre 35 y 40, dada su esencia de andariego enamorador.
Cuatro de sus hijos fueron bautizados con el nombre de Alejo; de ellos murió uno; y sólo dos siguieron el arte musical: Gilberto Alejandro Díaz Chacón, ‘Alejito’, (cuya madre es Catalina Chacón) y Alejandro Santiago Díaz Gómez ‘Alejo Jr.’ (cuya madre es Elisa Gómez).
Al Alejito no lo alcanzó a ver su padre tocando: “Ya después que mi papá desaparece, los amigos me insinúan: Alejo, tú eres capaz, pero yo estaba ocupado en una empresa. Ya hoy estoy en estas; mi papá ya había fallecido; nunca me vio tocar”, dijo en una entrevista, en la que añadió que “todavía es la hora que yo sueño con el viejo y lo veo vivo, esa es una vaina que le da a uno sentimiento”.
A Alejo Jr. lo intentó persuadir su padre para que no tocara el acordeón. Lo traía en la sangre, por lo que, al tener uso de razón, sólo necesitó dejar fluir esa conexión, atender el llamado de aquello que corría por el torrente de su padre, que estaba predestinado para él, que le hormigueaba en el cuerpo cada vez que escuchaba un acordeón. “Los amigos comenzaron a decirme: tú tienes que tocar acordeón, tú llevas eso en las venas y ahí comencé. Al maestro no le gustaba que uno aprendiera a tocar acordeón, porque decía que uno no iba a ser acordeonero ni artista, sino un bebedor de ron; aunque él nunca bebió”. Entonces restringía a sus hijos el acceso a su instrumento.
No vivieron juntos, por eso fue fácil para el muchacho ir adentrándose cada día más en la música, aunque cumplía sus labores como empleado en empresas. Se veían cuando el juglar pasaba por Codazzi y el hijo iba a verlo en los pueblos cercanos incluidos en el itinerario de cantos o en Planeta Rica. “Como padre e hijo, la relación fue muy perfecta, papá era un hombre muy vertical; no le gustaba que le cogieran los acordeones, pero un día que no estaba en casa lo agarré y cuando llegó me encontró tocando. Sólo me dijo: “Ya engarba” y nunca más de prohibió que tocara. Después tocamos en Valledupar, en Montería; cuando nos encontrábamos esporádicamente y comenzábamos a parrandear.
En medio de la conversación con Durán Gómez, empieza a sonar en su celular con música del papá, entonces confiesa que la mantiene siempre con él, “aprendiendo porque tanta música que dejó el maestro que uno ya no se acuerda. Yo no toco más música sino esa y si acaso toco de otro, lo hago con el estilo del maestro”. Tiene una agrupación musical con la que hace presentaciones por pueblos de la región Caribe.
Conversar con esta madre y este hijo es entender la tesis de la eternidad, comprobar que Alejo sigue vivo ahí en ellos y con ellos; que el hijo, que hoy ya cuenta con 53 años, sigue amándolo, admirándolo, cuidando la herencia que dice recibió de él: “La responsabilidad. Yo en mi vida no había visto un hombre tan sencillo y tan humilde como ese. Por eso es que el maestro Alejo es grande y querido por toda la gente, por su modo de ser respetuoso”, dice y agrega que recién ahora se está empezando a reconocer la grandeza de su padre. “De pronto nosotros no entendimos en aquella época la grandeza de la musical del maestro Alejo. Hoy es que se está valorando”, dice y menciona La ley 1860, por medio de la cual el Congreso de la República decretó proclamar el 2019 como el ‘Año conmemorativo a la vida y obra del maestro Alejo Durán’, hacer una escultura en El Paso, por ser su tierra natal; declarar el Festival Pedazo de Acordeón como Patrimonio Cultural de la Nación, así como la construcción y adecuación de la Casa Museo Alejandro Durán Díaz.
Por María Ruth Mosquera/ EL PILÓN
La historia de uno de los herederos de Gilberto Alejandro Durán Díaz, quien con 53 años de edad se ha encargado de impulsar el legado musical de su padre.
Que es posible para un humano alcanzar la eternidad en la tierra, dicen, y que hay pruebas de gente que se ha muerto, pero nunca se ha ido de aquí, que por esos artificios del cariño se queda habitando en lugares, sonidos, experiencias y personas, tal como sucede con Gilberto Alejandro Durán Díaz, el trotamundo que ya alcanza cien años, contando los de antes y los de después de su muerte.
Que sigue interviniendo la cotidianidad en los pueblos ribereños por los que solía pasar cuando andaba de “correduría”, con su pedazo de acordeón al pecho, el ardor por las mujeres en el cuerpo y el territorio en el corazón. Que con su verbo cantado suele romper el silencio en noches oscuras y que tiene poderes para actuar divinamente en favor de algunos fatigados por la vida.
Cuentan que a menudo lo perciben en el barrio Machiques de Codazzi, Cesar, en una casa de esquina con reja blanca, tocando con su acordeón canciones legendarias, sentado en un taburete junto a los sembrados plátano y limón del patio. “Es la viva estampa del papá”, dicen, y entonces se entiende que se refieren a esa forma de seguir existiendo a través de los hijos. El trovador centenario habita ahí, mediante el ser y quehacer de su hijo Alejandro Santiago Durán Gómez, también resumido, por cariño, en Alejo Durán Jr. Es inevitable asociarlos, dada la notable herencia de genes y arte.
Alejo Jr. es producto del amor viajero del juglar que en sus tiempos de juventud, cuando salió del abrigo de sus padres en la hacienda Las Cabezas, de El Paso/Cesar, y se hizo protagonista de una errancia musical que lo llevó de pueblo en pueblo, dejando en ellos recuerdos de memorables parrandas, de cantos allí creados, a mujeres enamoradas e hijos ahí engendrados.
En el puerto de Santana esperaban tres mujeres la llegada de la lancha procedente de Mompox para seguir camino a Magangué. Entre los tripulantes de la embarcación sobresalía uno; era alto, con brazos fuertes de ébano, sombrero y aspecto de quien tiene tranquilidad en el alma. “Fue con lo primero que me encontré”, narra Elisa Gómez, una de aquellas muchachas, sin poder evitar que una sonrisa de asalte los labios al evocar ese recuerdo. “Empezó a picarme el ojo. Íbamos mamá con dos niñas y otra señora llevaba otras dos y no le picó el ojo a ninguna otra sino a mí”. No hubo palabras entre ellos; sólo ese diálogo de las miradas que las hizo innecesarias. “Usted sabe que el amor entra por una simple mirada”, confirma Elisa. No se despidieron al desembarcar, pero sabían que se verían de nuevo y que tenían una historia pendiente. “Como a los dos meses nos encontramos y así duramos como cuatro meses, con miraditas; nos veíamos de vez en cuando”.
En cierta manera habían establecido una relación amorosa por medio de miradas; ansiaban esos encuentros; él iba todos los días al mercado y ella lo sabía; entonces confabuló con el destino y sus hermanas. “Dijimos: vamos al mercado a comprarnos un hueso bueno para una sopa y allá nos encontramos con el que estaba comprando. Se embarcó e hizo que se había ido y lo que hizo fue que el carro que nosotras nos vinimos le siguió la pata; cuando llegamos a la casa bajó la compra y mamá fue la que tuvo que cocinarle ese día. Él dijo, Dios es bueno y aquí es donde vamos a comer hoy”.
Ya con la confianza de su lado, con la venia de la suegra, a la que “le cayó como una bendición”, el joven acordeonero invitó a Elisa a las fiestas de San Juan Bautista en Buena Vista y se consolidó la relación, que daría como resultado a Alejo Jr. “Desde la primera noche me dejó la semilla”, se ríe Elisa y evoca los pueblos que visitó como acompañante o primera dama del que ya era conocido como El Negro Alejo. “El me llevó por toda Córdoba, Bolívar, Caucasia, Puerto Valdivia, Margento, Guaranda… ¿a dónde no me llevó? A donde iba a tocar me llevaba”.
Un idilio de un poco más de un año que claudicó por los celos de ella, por las infidelidades de él o porque así tenía que ser. “Yo era muy celosa y él esas mujeres lo abrazaban delante mío y no me gustó. Yo me le vine de allá de Montería”. Se fue a Codazzi, llevando el corazón en pedacitos, el dolor de imaginar a su amor picándole el ojo a otras y a su hijo de tres meses de nacido.
A Codazzi llegó Alejo tres meses después, diciéndole a Elisa que estaba enamorado, pero ella le respondía “¿quién vive contigo; tú eres muy mujeriego”; no obstante se fue de nuevo con él y vivieron unos meses más, al cabo de los cuales el amor perdió la guerra frente a la poligamia y los celos.
Se alejaron, sin poder separarse ya nunca más, pues permanecen conectados a través del retoño de su amor y de ese mismo amor que siguió y sigue habitándola a ella, aun después de la desaparición física de él y pese a que ella se unió maritalmente con otro hombre.
“Fue un amor eterno. Después de muerto, me llegó a la cama una noche. Yo lo sentí cuando llegó, se me sentó en la cama, se me acercó y me pegó un beso en la boca. Y yo dije ¡ay suéltame, suéltame! Me quería era como llevar con él, como cargarme y llevarme con él. Cuando yo le hice la bulla me soltó”. No ha regresado más, aunque ella lo sigue viendo a través de su hijo: “Es todo: La voz, el modo de tocar, toda la personalidad; es igualito a él. Yo creo que ninguno de los otros han sacado esa personalidad” y le pide a la humanidad que “que lo tengan como si estuviera vivo todavía, que lo tengan en su corazón, que donde quiera vean el hijo, lo recuerden a él”.
Seguirlo amando es un sentir común en algunas de las mujeres de los pueblos ribereños que se enamoraron profundamente del trotamundo, pero que no soportaron su manera de dividirse para tantas. Al tiempo que le juraba amor a Elisa, lo hacía con otras más, les picaba el ojo, les engendraba hijos, al punto que nacían contemporáneos.
“Yo soy uno de los mayores. Somos cuatro con la misma edad”, cuenta Alejo Jr., en cuyo inventario hay un registro de 22 hijos del juglar; no obstante, esta cifra varía de escrito en escrito, con 24, 25, 28 o incluso existe una tesis según la cual el número de hijos de Alejo Durán puede oscilar entre 35 y 40, dada su esencia de andariego enamorador.
Cuatro de sus hijos fueron bautizados con el nombre de Alejo; de ellos murió uno; y sólo dos siguieron el arte musical: Gilberto Alejandro Díaz Chacón, ‘Alejito’, (cuya madre es Catalina Chacón) y Alejandro Santiago Díaz Gómez ‘Alejo Jr.’ (cuya madre es Elisa Gómez).
Al Alejito no lo alcanzó a ver su padre tocando: “Ya después que mi papá desaparece, los amigos me insinúan: Alejo, tú eres capaz, pero yo estaba ocupado en una empresa. Ya hoy estoy en estas; mi papá ya había fallecido; nunca me vio tocar”, dijo en una entrevista, en la que añadió que “todavía es la hora que yo sueño con el viejo y lo veo vivo, esa es una vaina que le da a uno sentimiento”.
A Alejo Jr. lo intentó persuadir su padre para que no tocara el acordeón. Lo traía en la sangre, por lo que, al tener uso de razón, sólo necesitó dejar fluir esa conexión, atender el llamado de aquello que corría por el torrente de su padre, que estaba predestinado para él, que le hormigueaba en el cuerpo cada vez que escuchaba un acordeón. “Los amigos comenzaron a decirme: tú tienes que tocar acordeón, tú llevas eso en las venas y ahí comencé. Al maestro no le gustaba que uno aprendiera a tocar acordeón, porque decía que uno no iba a ser acordeonero ni artista, sino un bebedor de ron; aunque él nunca bebió”. Entonces restringía a sus hijos el acceso a su instrumento.
No vivieron juntos, por eso fue fácil para el muchacho ir adentrándose cada día más en la música, aunque cumplía sus labores como empleado en empresas. Se veían cuando el juglar pasaba por Codazzi y el hijo iba a verlo en los pueblos cercanos incluidos en el itinerario de cantos o en Planeta Rica. “Como padre e hijo, la relación fue muy perfecta, papá era un hombre muy vertical; no le gustaba que le cogieran los acordeones, pero un día que no estaba en casa lo agarré y cuando llegó me encontró tocando. Sólo me dijo: “Ya engarba” y nunca más de prohibió que tocara. Después tocamos en Valledupar, en Montería; cuando nos encontrábamos esporádicamente y comenzábamos a parrandear.
En medio de la conversación con Durán Gómez, empieza a sonar en su celular con música del papá, entonces confiesa que la mantiene siempre con él, “aprendiendo porque tanta música que dejó el maestro que uno ya no se acuerda. Yo no toco más música sino esa y si acaso toco de otro, lo hago con el estilo del maestro”. Tiene una agrupación musical con la que hace presentaciones por pueblos de la región Caribe.
Conversar con esta madre y este hijo es entender la tesis de la eternidad, comprobar que Alejo sigue vivo ahí en ellos y con ellos; que el hijo, que hoy ya cuenta con 53 años, sigue amándolo, admirándolo, cuidando la herencia que dice recibió de él: “La responsabilidad. Yo en mi vida no había visto un hombre tan sencillo y tan humilde como ese. Por eso es que el maestro Alejo es grande y querido por toda la gente, por su modo de ser respetuoso”, dice y agrega que recién ahora se está empezando a reconocer la grandeza de su padre. “De pronto nosotros no entendimos en aquella época la grandeza de la musical del maestro Alejo. Hoy es que se está valorando”, dice y menciona La ley 1860, por medio de la cual el Congreso de la República decretó proclamar el 2019 como el ‘Año conmemorativo a la vida y obra del maestro Alejo Durán’, hacer una escultura en El Paso, por ser su tierra natal; declarar el Festival Pedazo de Acordeón como Patrimonio Cultural de la Nación, así como la construcción y adecuación de la Casa Museo Alejandro Durán Díaz.
Por María Ruth Mosquera/ EL PILÓN