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Crónica - 23 julio, 2022

La barra chueca

A muchos vecinos le sabía a miel el chaparrón de música que venía hasta sus aposentos en las ondas del aire.

En esa época, en un picó se escuchaban canciones como ‘El Gallo Tuerto’, ‘Una Plegaria’ y ‘La Reina del Monte’.
En esa época, en un picó se escuchaban canciones como ‘El Gallo Tuerto’, ‘Una Plegaria’ y ‘La Reina del Monte’.
Rodolfo Ortega Montero

EL ENTORNO

…y el canto lánguido y desolado de los gallos, sacudía el dormido reposo del vecindario, cuando la madrugada que llegaba poco a poco, a la distancia iba descubriendo los trazos ondulados de los cerros.

Ya se adivinaba, en el barrio Cañaguate, entre el claroscuro de la hora, algún trajín en los patios y cocinas de la gente levantada para los quehaceres caseros, juntando fogón entre tacanes para hervir café y tostar arepas en parrillas de alambre y en tiestos de barro. 

Para entonces se habían silenciado las guitarras de Enrique Montero, un atanquero virtuoso de las cuerdas, la de Rafael Segundo Martínez y la de ‘Chema’ Núñez, que en el patio de Ana Tulia Córdoba habían emparejado toda la noche con la marimba sonora de Tín Arciniegas.

CANCIONES 

A muchos vecinos le sabía a miel el chaparrón de música que venía hasta sus aposentos en las ondas del aire. Sones de Cuba, boleros y rancheras sensibleras que traían recados de idilios y despechos, y tonadas provincianas como ‘El Gallo Tuerto’, ‘Una Plegaria’ y ‘La Reina del Monte’.

Otros del vecindario, con malhumor comentaban su trasnocho cuando en casa de Ana Tulia, La Barra de los Chuecos amanecía con sus bebentinas y guachafitas. Solo los muchachos, por igual, sacaban sabor de ese nocherniego concierto al levantarse con el tarareo de los estribillos de esas canciones de ayer.

Aníbal Martínez Zuleta

LA INQUINA CON LOS CHULAVITAS

Ana Tulia ponía sus condiciones: nadie podía dar en su casa un viva al Partido Liberal, frase que, con dos rones subidos a la cabeza, bajaban a la garganta como estallidos de petardos. Por esa exclamación “subversiva”, según la policía chulativa, ella había manteado, por dos ocasiones, la presencia del cabo Meléndez con la amenaza cargada de frases sucias y con la boquilla de sus carabinas Treinta Treinta. Un billete azuloso de diez pesos, cinco botellas de anisado y cuatro cartones de cigarrillos Camel de contrabando, más la promesa de un “nunca más”, calmaron la intimidación de culata y calabozo con que acosaron los agentes. Por eso, los mismos chuecos, estaban atentos a que ninguno de ellos aflojara la lengua que atentara contra “el orden público”, con ese grito de liberación.

Hubo una época, para esos tiempos, en que intuyendo el peligro que nacía de sus propias reuniones, cambiaron la rutina y algunos de la barra se sumaban a la gente del barrio que en algunas tardes sabatinas llegaban donde Lila Montero cuando formaba ella un ruedo de danzantes del “Chicote”, un baile de los kankuamos, donde los mirones consumían poco licor, dándose más en tomar cervezas con pastelitos, hallacas de masa con cerdo y ají picante, y las chiricanas de Eusebia y Chaga Fragozo. 

No contentos con este tipo de veladas por la simpleza de las mismas, entonces se pasaron a las tabernas de la ‘Casa Blanca’, ‘El Tropezón’, ‘Así es la Vida’, el ‘Bar Rojo’, el ‘Bar Julián’, ‘La Cachucha Bacana’ y los ‘Tres Palitos’, lugares desde los cuales como un imán los atraía las bocinas de sus picós, los traganíqueles y las mesas de billar. 

Pronto los de barra, habituados a la vida de avispero, volvieron a sus casas de parrandas. 

Entonces habilitaron su sede donde Victoria Castilla, madre de Arturo, Salvita y de ‘Rafongo’, este último fallecido, según decían, de la resulta de un trago malo que le dio a tomar un malqueriente. Algunos sábados había allí “baile de colita” con el acordeón de Pedro Montero, un atanquero bulloso que se hacía acompañar de un redoblante, dos maracas y un bombo. En ocasiones también sonaban los acordeones de Rafael Ramón Maestre y de Lucho Castilla Aramendiz que alteraba el pecho de los asistentes con la estridencia de sus fuelles, haciendo triada con la retumbante caja de Cirino Castilla y de una guacharaca que afanaba sus chirridos cuando alguien raspaba sus muescas con una costilla de vaca.

En el barrio Cañaguate, de Valledupar se tejieron historias de La barra chueca.

LA CHULAVITA

También a esa casa vino, una noche, la chulavita a “poner orden”. Casi ocurre una desgracia porque los de la barra salieron a enfrentarlos. Nadie recuerda cómo se bajaron los malos ánimos esa noche fea, sólo se supo que a la casa de Victoria, al otro día, a pleno sol, bajo el dosel de un paraguas negro para hacerse sombra, llegó a pie el venerado capuchino Fray Vicente de Valencia para hacerles reflexiones a las mujeres de los chuecos que asistieron a oírlo, sobre la convivencia social y la paz del Evangelio. 

Desde entonces, los chuecos se cuidaban bien de no dar gritos de vivas y mueras cuando el ron les atolondraba la cabeza en la casa de Victoria Castilla.

LA RIVALIDAD CON LOS ‘CUADROS’

Una noche cualquiera de esa época, voces altas con insultos se escuchaban, y después el estropicio de una trifulca. Carlos Herazo, el inspector de policía, cuando alguno le llevó la queja del escándalo que perturbó la paz en las horas de dormir, definió la situación como “un caso de trompachines de barrio”. 

Todo ocurrió en casa de una comadrona, Bernarda de nombre y Arias de apellido, una respetada señora a quien llamaban “mamá Bernarda” porque había parteado el nacimiento de un buen número de críos del barrio Cañaguate. Fue una tremolina de puñetazos y puntapiés a causa de que la Barra Cuadro había llegado a la fiesta que allí daban las hijas casaderas de tal señora. Uno de los cuadro quiso poner bajo la aguja del tocadiscos un microsurco de la Sonora Matancera, lo que con gesto altanero quitó al instante uno de los chuecos. Del reclamo airado se pasó a la agresión de los puños. Por el aire rodaron sillas y botellas entre el chillido aterrado de las damas asistentes al baile. Un beisbolista y carpintero de los chuecos, quedó con un brazo en uso de cabestrillo, y unas mayugaduras por el golpe de una banqueta que le moretearon la espalda, lo que no le impidió pasar la quemazón del ron por su garganta, cuando, atentos a su convalecencia, recibía la vista de sus compañeros de farra.

Desde entonces los de la Barra Cuadro, Williams y Raúl Aramendiz sus cabecillas,  Cesar Acosta, Gonzalito Cotes, Guido Urbina, Miro Bolaños y Adalberto Verdecia, cambiaron el tránsito de sus andanzas de elegantes bacanes, hacia los barrios Cerezo y Garita, exhibiendo sus blancos zapatos lustrados con óxido de zinc, sus vistosas camisas de cuadrículas, espejuelos ahumados, e inundados de Pachulí, Agua Brava y Maria Farina, perfumes que traía Oscar Gómez Brito, otro de los suyos, de Aruba, por encargo. 

La casa de Eladia Jiménez, una especie de cantina doméstica en el barrio La Garita, fue tomada por ellos como cuartel para sus reuniones etílicas, sin que sus pasos transpusieran más allá de la esquina de don Jacob Luque, frontera invisible con los chuecos. Por un tiempo se respetaron sus espacios. 

Alguna que otra bravuconada se cruzaban de vez en cuando como prueba de firmeza varonil y para llamar la atención de las damas de ayer, según el estilo copiado de los galanes del cine de los charros del país azteca y de los cowboys de pistolas y duelos en las praderas del Oeste gringo.

La policía que llamaban Chulavita perseguía a los liberales de la época.

EN EL PATIO DE LOS MARTÍNEZ ZULETA

Cuando las rachas de la brisa decembrina hacían remolinos de tierra y en las tardes el cielo se tachonaba de cometas infantiles, en casa de Raúl Martínez y de Felicia Zuleta, en cuyo patio inmenso se sembraban todas las flores del mundo, se atestaba de gente del Cañaguate. Los primeros en llegar eran los Triana con grandes mancornas de sardinatas cola roja pescadas a taco en el pozo de Las Paredes, más arriba del pozo de Hurtado, que llevaban como obsequio a Narciso y Aníbal, hijos de la dueña de la casa. 

También concurrían los Nieves, Galindo, Jiménez, Rodríguez, Pinto, Socarrás, Viña y Castilla. Todos querían estrechar las manos de ese par de jóvenes que venían de vacaciones como estudiantes de medicina y derecho en la lejana capital de Colombia, porque entonces era un milagro que los desposeídos de bienes como ellos, tuvieran espacio universitario.

La ultraliberal Barra Chueca se hacía presente allí para fogonear sancochos y reventar en el aire varillas de pólvora que se compraban en el polvorín de Carlos Velásquez y de Moya, un ciego polvorero. 

Algunas guitarras vibraban cuerdas, pero en los espacios entre canciones, había discusiones y comentarios sobre el gobierno godo de Laureano; los asesinatos de campesinos a manos de los “pájaros”, unos sicarios azules; las andanzas sangrientas de la guerrilla roja de Guadalupe Salcedo por los Llanos; de Efraín González y su cuadrilla de godos fanáticos y matones; de Sangrenegra y su pandilla que asesinaba a nombre de los liberales y de los chusmeros rebeldes del Tolima y de otros lugares del país donde hacían estragos. 

Cuando doña Felicia se hastiaba de la pernicia de los chuecos, mandaba cerrar el portón del patio. Entonces los últimos en salir cruzaban a la casa frentera, la esquina de Encarnación Viña, La Purrututú, a seguir la francachela con el ron de su estanquillo. Allí eran becarios vitalicios, Salvita (Salvador Arciniegas), Yesca (Manuel Molina), el Mácaro (Atanasio Rodríguez Reina); un señor venido de Manatí de apodo o apellido Alcalá, y José el Chueco (José Socarrás), de quien la barra tomó el nombre y que por una pelotera de calle se había ganado una quebradura de canilla a consecuencia de una pedrada, de lo cual quedó para siempre caminando con punto y coma.

EL ROBO DE LOS FUSILES

Una madrugada, de súbito, todos los chuecos resolvieron irse a “la cogienda” de café, a criar gallinas y sembrar malanga en Azucar Buena y otras regiones de esa serranía donde los cañahuateros tenían fincas. Habían resuelto escurrir el bulto, fiando el pasaje, como pasajeros del Niño Jorgito y del azucarbuenero, camiones de doña Eufemia Vásquez y de Secundino Sánchez. Los últimos se fueron colgados de la carrocería, porque ya no había cupos, en el Rey de los Borrachos del señor Wenceslao Monsalvo, y en La Escobita del teniente Torres, carro mixto que manejaba un señor apodado Monchelea.

La estampida se debía a que, en la tarde del día anterior, unos chuecos acaudillados por el abogado ‘Juancho’ Castro, Aníbal Martínez Zuleta y ‘Pepe’ Castro, disfrazados cayeron sobre el cuartel de los chulavitas, amordazando al sorprendido centinela. Se alzaron con 12 fusiles Máuser y todas las municiones que pudieron sacar. La noticia era un escándalo nacional. En el radio de tres bandas de los Vega Borrego, se escuchó la noticia del raponazo de las armas a través de las ondas hertzianas que llegaban de La Voz de la Víctor y de Emisora Nueva Granada, de Bogotá. Un camión con policías vino, un juez militar y un mundo de detectives del SIC (Servicio de Inteligencia Colombiana), pero ya los chuecos se habían hecho alcanfor. Juancho y   Pepe Castro se hundieron en las montañas de sus heredades, y Aníbal reapareció en Bogotá, desentendido de los hechos. Pese a la sospecha sobre ellos, nadie los molestó por falta de probanzas, pues, sin embargo, de las amenazas y de las recompensas prometidas, no hubo dilación alguna.

Manuel Ortega Murgas, mi padre, telegrafista de la localidad para esas calendas, una noche, a caballo se llevó a Raúl Martínez guardalíneas del Telégrafo y a su vez padre de Aníbal, para evitar un posible atropello sobre él por alguna venganza de la chulavita. Lo tramontó a un fundo de fique suyo llamado El Escondió por nombre casual, en las estriberas de la Sierra Nevada, sobre la falda del Bukunkusa, un cerro imponente cuya fragosa ladera lame impetuoso y gélido el río Guatapurí. 

Años después, cuando casi estaba olvidado el asunto, y estando el país apaciguado, fue de alta cirugía el procedimiento, sin que apareciera algún culpable, la devolución de los fusiles al gobierno, que habían permanecido arropados en una carpa y sepultados en una finca lechera por las barrancas del río, en el viejo camino de herradura que trazaba el rumbo a la población de La Paz, capital del Municipio de Robles.

‘Pepe’ Castro. 

LA DISOLUCIÓN

Después de estos sucesos, los chuecos se fueron desvaneciendo como grupo. Sólo ha quedado de ellos la remembranza de una época de retozos y calaveradas lugareñas que llenan otras cuartillas vallenatas, de unos días que para siempre quedaron en las hojas de los viejos almanaques de aquellos años que se esfumaron en la nada.

POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN

Crónica
23 julio, 2022

La barra chueca

A muchos vecinos le sabía a miel el chaparrón de música que venía hasta sus aposentos en las ondas del aire.


En esa época, en un picó se escuchaban canciones como ‘El Gallo Tuerto’, ‘Una Plegaria’ y ‘La Reina del Monte’.
En esa época, en un picó se escuchaban canciones como ‘El Gallo Tuerto’, ‘Una Plegaria’ y ‘La Reina del Monte’.
Rodolfo Ortega Montero

EL ENTORNO

…y el canto lánguido y desolado de los gallos, sacudía el dormido reposo del vecindario, cuando la madrugada que llegaba poco a poco, a la distancia iba descubriendo los trazos ondulados de los cerros.

Ya se adivinaba, en el barrio Cañaguate, entre el claroscuro de la hora, algún trajín en los patios y cocinas de la gente levantada para los quehaceres caseros, juntando fogón entre tacanes para hervir café y tostar arepas en parrillas de alambre y en tiestos de barro. 

Para entonces se habían silenciado las guitarras de Enrique Montero, un atanquero virtuoso de las cuerdas, la de Rafael Segundo Martínez y la de ‘Chema’ Núñez, que en el patio de Ana Tulia Córdoba habían emparejado toda la noche con la marimba sonora de Tín Arciniegas.

CANCIONES 

A muchos vecinos le sabía a miel el chaparrón de música que venía hasta sus aposentos en las ondas del aire. Sones de Cuba, boleros y rancheras sensibleras que traían recados de idilios y despechos, y tonadas provincianas como ‘El Gallo Tuerto’, ‘Una Plegaria’ y ‘La Reina del Monte’.

Otros del vecindario, con malhumor comentaban su trasnocho cuando en casa de Ana Tulia, La Barra de los Chuecos amanecía con sus bebentinas y guachafitas. Solo los muchachos, por igual, sacaban sabor de ese nocherniego concierto al levantarse con el tarareo de los estribillos de esas canciones de ayer.

Aníbal Martínez Zuleta

LA INQUINA CON LOS CHULAVITAS

Ana Tulia ponía sus condiciones: nadie podía dar en su casa un viva al Partido Liberal, frase que, con dos rones subidos a la cabeza, bajaban a la garganta como estallidos de petardos. Por esa exclamación “subversiva”, según la policía chulativa, ella había manteado, por dos ocasiones, la presencia del cabo Meléndez con la amenaza cargada de frases sucias y con la boquilla de sus carabinas Treinta Treinta. Un billete azuloso de diez pesos, cinco botellas de anisado y cuatro cartones de cigarrillos Camel de contrabando, más la promesa de un “nunca más”, calmaron la intimidación de culata y calabozo con que acosaron los agentes. Por eso, los mismos chuecos, estaban atentos a que ninguno de ellos aflojara la lengua que atentara contra “el orden público”, con ese grito de liberación.

Hubo una época, para esos tiempos, en que intuyendo el peligro que nacía de sus propias reuniones, cambiaron la rutina y algunos de la barra se sumaban a la gente del barrio que en algunas tardes sabatinas llegaban donde Lila Montero cuando formaba ella un ruedo de danzantes del “Chicote”, un baile de los kankuamos, donde los mirones consumían poco licor, dándose más en tomar cervezas con pastelitos, hallacas de masa con cerdo y ají picante, y las chiricanas de Eusebia y Chaga Fragozo. 

No contentos con este tipo de veladas por la simpleza de las mismas, entonces se pasaron a las tabernas de la ‘Casa Blanca’, ‘El Tropezón’, ‘Así es la Vida’, el ‘Bar Rojo’, el ‘Bar Julián’, ‘La Cachucha Bacana’ y los ‘Tres Palitos’, lugares desde los cuales como un imán los atraía las bocinas de sus picós, los traganíqueles y las mesas de billar. 

Pronto los de barra, habituados a la vida de avispero, volvieron a sus casas de parrandas. 

Entonces habilitaron su sede donde Victoria Castilla, madre de Arturo, Salvita y de ‘Rafongo’, este último fallecido, según decían, de la resulta de un trago malo que le dio a tomar un malqueriente. Algunos sábados había allí “baile de colita” con el acordeón de Pedro Montero, un atanquero bulloso que se hacía acompañar de un redoblante, dos maracas y un bombo. En ocasiones también sonaban los acordeones de Rafael Ramón Maestre y de Lucho Castilla Aramendiz que alteraba el pecho de los asistentes con la estridencia de sus fuelles, haciendo triada con la retumbante caja de Cirino Castilla y de una guacharaca que afanaba sus chirridos cuando alguien raspaba sus muescas con una costilla de vaca.

En el barrio Cañaguate, de Valledupar se tejieron historias de La barra chueca.

LA CHULAVITA

También a esa casa vino, una noche, la chulavita a “poner orden”. Casi ocurre una desgracia porque los de la barra salieron a enfrentarlos. Nadie recuerda cómo se bajaron los malos ánimos esa noche fea, sólo se supo que a la casa de Victoria, al otro día, a pleno sol, bajo el dosel de un paraguas negro para hacerse sombra, llegó a pie el venerado capuchino Fray Vicente de Valencia para hacerles reflexiones a las mujeres de los chuecos que asistieron a oírlo, sobre la convivencia social y la paz del Evangelio. 

Desde entonces, los chuecos se cuidaban bien de no dar gritos de vivas y mueras cuando el ron les atolondraba la cabeza en la casa de Victoria Castilla.

LA RIVALIDAD CON LOS ‘CUADROS’

Una noche cualquiera de esa época, voces altas con insultos se escuchaban, y después el estropicio de una trifulca. Carlos Herazo, el inspector de policía, cuando alguno le llevó la queja del escándalo que perturbó la paz en las horas de dormir, definió la situación como “un caso de trompachines de barrio”. 

Todo ocurrió en casa de una comadrona, Bernarda de nombre y Arias de apellido, una respetada señora a quien llamaban “mamá Bernarda” porque había parteado el nacimiento de un buen número de críos del barrio Cañaguate. Fue una tremolina de puñetazos y puntapiés a causa de que la Barra Cuadro había llegado a la fiesta que allí daban las hijas casaderas de tal señora. Uno de los cuadro quiso poner bajo la aguja del tocadiscos un microsurco de la Sonora Matancera, lo que con gesto altanero quitó al instante uno de los chuecos. Del reclamo airado se pasó a la agresión de los puños. Por el aire rodaron sillas y botellas entre el chillido aterrado de las damas asistentes al baile. Un beisbolista y carpintero de los chuecos, quedó con un brazo en uso de cabestrillo, y unas mayugaduras por el golpe de una banqueta que le moretearon la espalda, lo que no le impidió pasar la quemazón del ron por su garganta, cuando, atentos a su convalecencia, recibía la vista de sus compañeros de farra.

Desde entonces los de la Barra Cuadro, Williams y Raúl Aramendiz sus cabecillas,  Cesar Acosta, Gonzalito Cotes, Guido Urbina, Miro Bolaños y Adalberto Verdecia, cambiaron el tránsito de sus andanzas de elegantes bacanes, hacia los barrios Cerezo y Garita, exhibiendo sus blancos zapatos lustrados con óxido de zinc, sus vistosas camisas de cuadrículas, espejuelos ahumados, e inundados de Pachulí, Agua Brava y Maria Farina, perfumes que traía Oscar Gómez Brito, otro de los suyos, de Aruba, por encargo. 

La casa de Eladia Jiménez, una especie de cantina doméstica en el barrio La Garita, fue tomada por ellos como cuartel para sus reuniones etílicas, sin que sus pasos transpusieran más allá de la esquina de don Jacob Luque, frontera invisible con los chuecos. Por un tiempo se respetaron sus espacios. 

Alguna que otra bravuconada se cruzaban de vez en cuando como prueba de firmeza varonil y para llamar la atención de las damas de ayer, según el estilo copiado de los galanes del cine de los charros del país azteca y de los cowboys de pistolas y duelos en las praderas del Oeste gringo.

La policía que llamaban Chulavita perseguía a los liberales de la época.

EN EL PATIO DE LOS MARTÍNEZ ZULETA

Cuando las rachas de la brisa decembrina hacían remolinos de tierra y en las tardes el cielo se tachonaba de cometas infantiles, en casa de Raúl Martínez y de Felicia Zuleta, en cuyo patio inmenso se sembraban todas las flores del mundo, se atestaba de gente del Cañaguate. Los primeros en llegar eran los Triana con grandes mancornas de sardinatas cola roja pescadas a taco en el pozo de Las Paredes, más arriba del pozo de Hurtado, que llevaban como obsequio a Narciso y Aníbal, hijos de la dueña de la casa. 

También concurrían los Nieves, Galindo, Jiménez, Rodríguez, Pinto, Socarrás, Viña y Castilla. Todos querían estrechar las manos de ese par de jóvenes que venían de vacaciones como estudiantes de medicina y derecho en la lejana capital de Colombia, porque entonces era un milagro que los desposeídos de bienes como ellos, tuvieran espacio universitario.

La ultraliberal Barra Chueca se hacía presente allí para fogonear sancochos y reventar en el aire varillas de pólvora que se compraban en el polvorín de Carlos Velásquez y de Moya, un ciego polvorero. 

Algunas guitarras vibraban cuerdas, pero en los espacios entre canciones, había discusiones y comentarios sobre el gobierno godo de Laureano; los asesinatos de campesinos a manos de los “pájaros”, unos sicarios azules; las andanzas sangrientas de la guerrilla roja de Guadalupe Salcedo por los Llanos; de Efraín González y su cuadrilla de godos fanáticos y matones; de Sangrenegra y su pandilla que asesinaba a nombre de los liberales y de los chusmeros rebeldes del Tolima y de otros lugares del país donde hacían estragos. 

Cuando doña Felicia se hastiaba de la pernicia de los chuecos, mandaba cerrar el portón del patio. Entonces los últimos en salir cruzaban a la casa frentera, la esquina de Encarnación Viña, La Purrututú, a seguir la francachela con el ron de su estanquillo. Allí eran becarios vitalicios, Salvita (Salvador Arciniegas), Yesca (Manuel Molina), el Mácaro (Atanasio Rodríguez Reina); un señor venido de Manatí de apodo o apellido Alcalá, y José el Chueco (José Socarrás), de quien la barra tomó el nombre y que por una pelotera de calle se había ganado una quebradura de canilla a consecuencia de una pedrada, de lo cual quedó para siempre caminando con punto y coma.

EL ROBO DE LOS FUSILES

Una madrugada, de súbito, todos los chuecos resolvieron irse a “la cogienda” de café, a criar gallinas y sembrar malanga en Azucar Buena y otras regiones de esa serranía donde los cañahuateros tenían fincas. Habían resuelto escurrir el bulto, fiando el pasaje, como pasajeros del Niño Jorgito y del azucarbuenero, camiones de doña Eufemia Vásquez y de Secundino Sánchez. Los últimos se fueron colgados de la carrocería, porque ya no había cupos, en el Rey de los Borrachos del señor Wenceslao Monsalvo, y en La Escobita del teniente Torres, carro mixto que manejaba un señor apodado Monchelea.

La estampida se debía a que, en la tarde del día anterior, unos chuecos acaudillados por el abogado ‘Juancho’ Castro, Aníbal Martínez Zuleta y ‘Pepe’ Castro, disfrazados cayeron sobre el cuartel de los chulavitas, amordazando al sorprendido centinela. Se alzaron con 12 fusiles Máuser y todas las municiones que pudieron sacar. La noticia era un escándalo nacional. En el radio de tres bandas de los Vega Borrego, se escuchó la noticia del raponazo de las armas a través de las ondas hertzianas que llegaban de La Voz de la Víctor y de Emisora Nueva Granada, de Bogotá. Un camión con policías vino, un juez militar y un mundo de detectives del SIC (Servicio de Inteligencia Colombiana), pero ya los chuecos se habían hecho alcanfor. Juancho y   Pepe Castro se hundieron en las montañas de sus heredades, y Aníbal reapareció en Bogotá, desentendido de los hechos. Pese a la sospecha sobre ellos, nadie los molestó por falta de probanzas, pues, sin embargo, de las amenazas y de las recompensas prometidas, no hubo dilación alguna.

Manuel Ortega Murgas, mi padre, telegrafista de la localidad para esas calendas, una noche, a caballo se llevó a Raúl Martínez guardalíneas del Telégrafo y a su vez padre de Aníbal, para evitar un posible atropello sobre él por alguna venganza de la chulavita. Lo tramontó a un fundo de fique suyo llamado El Escondió por nombre casual, en las estriberas de la Sierra Nevada, sobre la falda del Bukunkusa, un cerro imponente cuya fragosa ladera lame impetuoso y gélido el río Guatapurí. 

Años después, cuando casi estaba olvidado el asunto, y estando el país apaciguado, fue de alta cirugía el procedimiento, sin que apareciera algún culpable, la devolución de los fusiles al gobierno, que habían permanecido arropados en una carpa y sepultados en una finca lechera por las barrancas del río, en el viejo camino de herradura que trazaba el rumbo a la población de La Paz, capital del Municipio de Robles.

‘Pepe’ Castro. 

LA DISOLUCIÓN

Después de estos sucesos, los chuecos se fueron desvaneciendo como grupo. Sólo ha quedado de ellos la remembranza de una época de retozos y calaveradas lugareñas que llenan otras cuartillas vallenatas, de unos días que para siempre quedaron en las hojas de los viejos almanaques de aquellos años que se esfumaron en la nada.

POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN