Otros adictos a estos temas escabrosos vislumbran en sus apuntes que se trató de una fabulación sarcástica eso de la papisa, debido al degradado ambiente moral que vivía la corte papal para la época de los acontecimientos.
Fulda es un poblado alemán en la región de Hessen. Desde los tiempos hundidos en la alta Edad Media tiene una abadía que fue famosa. En época de los últimos reyes merovingios (llamados “reyes holgazanes”, de quienes algunos creen que su linaje desciende del propio Jesús de Nazaret), un monje benedictino, San Esturmio, buscó un lugar solitario para hacer vida monacal, austera y retirada, fundando la abadía.
Con el tiempo, un gran acopio de manuscritos, en especial griegos y latinos, de otros siglos aún más remotos, se fue reuniendo allí con callada paciencia, para dar vida a una gran biblioteca donde en una estancia llamada “scriptorium”, unos monjes copistas traducían los textos de tales pergaminos.
En esos tiempos solo el clero era letrado. Los varones de la nobleza feudal que gobernaba tenían a menos ocuparse en enredos de filosofía, matemáticas y demás ciencias, pues consideraban la guerra como la única actividad digna de la alta casta de los barones, condes, marqueses, duques, príncipes y reyes.
Dice la tradición, y algunos escritos de aquel entonces de los mismos clérigos, que allí, en ese monasterio, una mujer, pasando por varón, se hizo monje, y que en tal condición fue un copista más de los viejos manuscritos, lo que la llevó a aprender el latín culto, filosofía y demás ciencias de otras épocas.
Quienes han escrito sobre este tema sitúan el paraje germano de Ingelhim am Reheim cerca de Maguncia, el lugar de su nacimiento hacia el año 822. Su madre, en un aprisco atendía ovejas y aves de corral, y su padre, Gerber de nombre y oficio de hortelano que alternaba con el de predicador, era un monje misionero (en ese tiempo no existía el celibato ni la pedofilia), enviado allí para pregonar el Evangelio entre los sajones, entonces en proceso de conversión al cristianismo.
El rígido sistema patriarcal de la época impedía la ilustración de las mujeres, quedando estas solo con el adiestramiento en labores de aguja, cocina y menesteres propios de la crianza de la prole, sin ninguna oportunidad de aprender letras.
Juana, o Agnes, como otros sostienen que era su nombre primario, con el amparo temeroso de la madre, a escondidas del padre, cuantas veces podía tomaba en sus manos la Biblia, entonces escrita en griego y en latín, como lenguas cultas y de los altares cristianos, pues por prohibición de la alta curia no se había hecho la traducción a las “lenguas bárbaras” que hablaba el populacho europeo. La atracción de conocer el mundo que se escondía tras los signos de la escritura, indujo a la doncella Juana a correr la aventura de huir de su casa con ropaje de varón y presentarse en el monasterio de Fulda como novicio, cambiando el nombre por un tal Jhon Anglicus o Juan el Inglés. Fue cuando por propia petición le procuraron un lugar en la biblioteca de la abadía como aprendiz de copiante.
Cuentan los cronistas que, en condición de monje traductor y escribiente, viajó por varios monasterios, y por su notoria erudición tuvo algún trato con Carlos el Calvo, rey carolingio. Anduvo también por Constantinopla donde hizo amistad con Teodora, la esposa del emperador Teófilo, otra mujer de ilustración. Más luego, con un clérigo, su oculto amante, llegó a Grecia en afanes misioneros donde aprendió algo más de la filosofía de los antiguos helenos, y la cura de algunas enfermedades que le enseñó el rabino Isaac Israelí, un sabio médico y alquimista. Allí en Grecia fallece su secreta pareja, entonces tomó camino a Roma, el corazón del mundo cristiano.
Sus urgencias de aprender la llevan a otros monasterios donde estudió el “trívium” que comprendía gramática, dialéctica, retórica; y el “cuadrivium” que contenía geometría, números, astronomía y música. Su erudición y dominio sobre la botánica la hizo tratante de males que padecían los frailes y otros tonsurados de mayor rango como obispos y cardenales, fama que de oídas supo el papa León IV, quien, sorprendido de la sabiduría del monje, lo hizo su consejero y secretario. No se sabe cómo, en un mundillo de intrigas, trampas y sobornos en los cónclaves de ese entonces, fallecido el papa León, los cardenales lo eligieron su sucesor en la silla pontificia.
El obispo Martín de Opava o Martín el Polaco, historiador y presbítero católico, señala la fecha del pontificado de Juana entre los años 855 y 858. De acuerdo con él, Jhon Anglicus o papisa Juana, subió al trono de San Pedro por dos años, siete meses y cuatro días, quedando vacante el Papado por un mes después de su muerte.
Lea también: Crónica: Los fantasmas del general
Las narraciones nos llevan a un amante secreto de la papisa, el embajador ante la Santa Sede, Lamberto de Sajonia. Quedó ella con un embarazo no deseado, dándose mañas para ocultar su preñez bajo el amplio ropaje de la vestidura papal. Como conocedora de la ciencia médica, bien sabía la posible fecha del natalicio de la criatura, por lo cual debía haber ideado la manera de ocultar el alumbramiento, pero en una procesión que presidía entre la Iglesia de San Pedro y el Palacio Laterano, en una senda conocida una vez como la Vía Sacra, pero que hoy se conoce como la “Calle Prohibida”, (entre el Coliseo y la Iglesia de San Clemente), le llegaron, anticipándose en dos meses, los dolores del parto. Con bravura aguantaba, pero reventó fuente y se vino el alumbramiento en mitad de la calle. La sorpresa de la multitud orante fue inmensa cuando presenciaron el “parto del papa”. Entonces la ira estalló en todos. La ataron a la cola de un caballo para arrastrarla y apedrearla por más de media legua.
Algunos sostienen que fue sepultada en el sitio que dio a luz, junto a la criatura malnacida. Otros sostienen que el niño sobrevivió y fue dado a una familia de pobres recursos, que después llegaría a ser obispo de Ostia, y en condición de tal había ordenado que ella fuera sepultada, otra vez, en la catedral de esa ciudad. Otro relato nos lleva (y eso queremos creer) a que la papisa murió muchos años después de reclusión y penitencia, en un convento.
Después de tal suceso, los pontífices jamás volvieron a transitar por la “Calle Prohibida”. Se ha querido además aseverar que el Colegio Cardenalicio, desde ese suceso, para la elección del Santo Padre, se aseguraba sobre el sexo del pontífice elegido para quitar la ocasión de que volviera a suceder que otra fémina ascendiera a la silla papal, para lo cual, efectuado el escrutinio de los votos del cónclave a favor de un candidato elegido, antes de la proclamación, un joven cardenal o un diácono, hacía el examen de masculinidad metiendo la mano bajo una silla de fondo hueco donde sentaban al nuevo papa, para que palpara sus partes varoniles. Hecho esto, decía en voz alta a los cardenales concurrentes de aquella ceremonia, “Deus habet et bene pendentes”, que traducido dice: “Tiene dos y cuelgan bien”, a lo que los cardenales respondían al unísono, “Deo gratias Domine”, o sea “Damos gracias a Dios”.
De otra parte, creen que la silla desfondada se debe a la prohibición bíblica del Levítico (21:22) de que “quien esté al servicio del altar no sea eunuco o castrado”, lo que obligaría a verificar los testículos del papa.
La silla existe. La hemos visto en el Museo Vaticano. Le llaman “la sedia stercoraria” que significa “la silla de defecar”, y era de las usadas en los baños públicos en la Roma de los césares. Se cree, por quienes se apartan de lo narrado, que la silla tenía la mera función simbólica cuando se exaltaba a alguien a la más alta dignidad del mundo como pontífice, de sentarlo sobre ella para recordar a ese elegido que sólo era un mísero humano.
El último palpado, según cronistas de estos temas, fue Adriano VI en el año de 1522. Antes que él, lo habían sido 114 papas.
Un tal Eugenio de Mailly, que vivió en el siglo XII, clérigo francés, citó los hechos de la papisa hacia el año 1099, añadiendo que ella tomó el nombre de Juan VIII. Otros cronistas dicen que el cardenal Pedro Juliao, el único papa portugués en la historia, se saltó la nomenclatura pasando de Juan XIX a Juan XXI, nombre que adoptó como pontífice, y que hubo un papa suprimido en la historia vaticana que era Juan XX, que correspondía a la papisa.
Sin contradicción, se convirtió en una verdad la existencia de Juana como pontífice hasta el siglo XIII, incluyéndose en los textos oficiales del Vaticano. Bocaccio escribió sobre ella en su obra titulada
El reputado historiador eclesiástico Adam de Usk dice en el siglo XIV que, en esa época, en la catedral de Siena, estaba un busto de la papisa entre León IV y Benedicto III.
Petrarca, otro gigante de la literatura medioeval, escribió que la muerte de la papisa coincidió con algunos fenómenos raros como una lluvia de sangre en Brescia, langostas doradas y mutantes en Francia que en el Canal de la Mancha murieron por millones, lo que causó la peste y el exterminio de muchísima gente.
Algunas hipótesis apuntan a una burla contra el verdadero papa Juan VIII, por ser un calzón flojo con una política tolerante en no concitar a una cruzada de cristianos contra los musulmanes que pretendían adueñarse de Europa, como ya lo habían hecho con España.
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Otros adictos a estos temas escabrosos vislumbran en sus apuntes que se trató de una fabulación sarcástica eso de la papisa, debido al degradado ambiente moral que vivía la corte papal para la época de los acontecimientos, pues la elección del papa era una rebatiña de ganancias personales que se urdía con sobornos, sexo, veneno, amenazas y levantamientos armados. Fue una mala época llamada “el siglo oscuro” o “la pornocracia” que dijera el cardenal César Boronius, historiador que murió en 1538, debido al gobierno femenino de la política vaticana. Para dar la información de estos malos sucesos en los tiempos en que pudo vivir la papisa, haremos una apretada síntesis de los mismos:
Por algunos años entre los siglos IX y X, existió un tal Teofilato, duque y senador de Roma, quien tuvo de su esposa Teodora una hija llamada Marozia. Las malas lenguas sin embargo decían que ésta era hija oculta del papa Juan X, amante secreto de la dicha Teodora. Marozia, aún púber, quedó en embarazo del papa Sergio III, no obstante, cuando ella se casa después con Alberico, marqués de Camerino y duque de Espoleto, su hijo fue legitimado por este esposo. El niño sería, por ese mundillo de intrigas y manipulaciones de alcoba, el papa Juan XI.
Marozia y su esposo intentan el dominio absoluto de Roma, para lo cual se enfrentan con el papa Juan X, el antiguo amante de su madre Teodora, como ya se dijo, y presunto padre de ella misma. Alberico es asesinado y, Marozia, para apuntalar su poderío, se casa con el marqués Guido de Toscana. Ese mismo año del segundo matrimonio, muere Berengario I, rey de algunos territorios italianos. Nuevamente se enfrenta Marozia y el papa Juan X, por tener candidatos distintos a ese trono. El segundo marido de Marozia, Guido de Toscana, fallece en el año 923 y ella decide casarse con su cuñado, el hermanastro de su difunto marido, el rey Hugo de Arlés, para lo cual consiguió la anulación del matrimonio de éste, pues era casado, lo que le quedó fácil porque el papa de tal tiempo era ya su propio hijo, Juan XI. Celebrado este último enlace, un hijo del primer matrimonio con aquél Alberico, a quien llamaremos Alberico dos, se rebela en armas porque su nuevo padrasto Hugo lo abofeteó en un banquete en el Castillo de San Angelo, cuando con gesto altanero derramó el agua que su madre, para humillarlo, le había dado para que la vertiera en el lavado de las manos de aquél. La rebelión fue exitosa. Su padrastro huyó descolgándose de una cuerda por las murallas de la fortificación, y ella, Marozia, fue encerrada por su propio hijo como también su hermanastro, el papa Juan XI, hasta su muerte en los calabozos del castillo cuando fue sofocado con una almohada. Al morir este segundo Alberico, ella fue trasladada a un convento donde falleció en reclusión en el año 955.
Pero la época de la pornocracia papal, que posiblemente originó el mito de la papisa, no terminó aquí, pues siguieron los tejemanejes de traiciones, orgías, componendas de cama, asesinatos y la compra de cargos para las altas dignidades de la Iglesia. Descendientes de Marozia fueron papas: su nieto Juan XII, elegido a los 18 años; sus bisnietos Juan XIX y Benedicto VIII; su tataranieto Benedicto IX, elegido a los 12 años por los sobornos de su padre, un tercer Alberico. Este Benedicto IX, fue expulsado dos veces del trono pontificio y se hizo elegir por tercera vez. Se aburrió del cargo y lo vendió por 1.500 libras de oro. Entregado a orgías y asesinatos, era reconocido como homosexual y jefe de una banda que asaltaba a los peregrinos que bajaban a las catacumbas para visitar las tumbas de los primeros cristianos. San Pedro Damiano, cuando fue cardenal en el siglo XI, definió a tal papa como “un demonio salido del infierno, sentado en la silla de San Pedro”. El pontífice Víctor III escribiría en el año 1086: “El papa Benedicto IX tuvo una vida vil, sucia y execrable que me estremezco al pensar en ello”.
Regresando al caso de la papisa Juana, en el año 2018 unos investigadores de la Universidad de Flinders de Australia, analizaban monedas de la Edad Media, encontradas en Franconia, antiguo territorio de Germania, y en dos de ellas se lee el nombre troquelado de “Johannes Anglicus”, con el cual la pontífice reinó ocultando su identidad. Podría ser una prueba de la existencia de ella, pues las monedas de tal época tenían los nombres y la efigie de los papas y de los emperadores.
Un caso símil existe con la llamada monja alférez en España, Catalina o Antonio Erauso, la cual ataviada con ropas de varón llevó una vida de aventuras entre tabernas, juego de barajas, duelos a muerte con espadachines en las colonias de América, viviendo los ambientes en que sólo podían estar los hombres, de lo cual se ha ocupado la pluma de ilustres como Calderón de la Barca, Lope de Vega y Shakespeare.
Al momento de dar fin a estos renglones, me queda la nebulosa idea de saber si lo de la papisa fue una parábola de punzante ironía contra un tiempo de escándalos en la Santa Sede, o si fue un suceso cierto que a los ojos de hoy no sería deshonroso. Mas, creemos ver en el episodio una dura censura a la falocracia de los credos monoteístas que por un recelo sexista, desde los remotos tiempos de tribus y de patriarcas, se ha impuesto, en las pagodas budistas, en las mezquitas musulmanas, en los templos cristianos y en las sinagogas judías, que se excluya a las féminas de las altas jerarquías eclesiales y se prohíba que sacerdotisas se ocupen en los divinos oficios del altar.
Casa de campo ‘Las Trinitarias’, La Mina, territorio de la Sierra Nevada.
Por: Rodolfo Ortega Montero
Otros adictos a estos temas escabrosos vislumbran en sus apuntes que se trató de una fabulación sarcástica eso de la papisa, debido al degradado ambiente moral que vivía la corte papal para la época de los acontecimientos.
Fulda es un poblado alemán en la región de Hessen. Desde los tiempos hundidos en la alta Edad Media tiene una abadía que fue famosa. En época de los últimos reyes merovingios (llamados “reyes holgazanes”, de quienes algunos creen que su linaje desciende del propio Jesús de Nazaret), un monje benedictino, San Esturmio, buscó un lugar solitario para hacer vida monacal, austera y retirada, fundando la abadía.
Con el tiempo, un gran acopio de manuscritos, en especial griegos y latinos, de otros siglos aún más remotos, se fue reuniendo allí con callada paciencia, para dar vida a una gran biblioteca donde en una estancia llamada “scriptorium”, unos monjes copistas traducían los textos de tales pergaminos.
En esos tiempos solo el clero era letrado. Los varones de la nobleza feudal que gobernaba tenían a menos ocuparse en enredos de filosofía, matemáticas y demás ciencias, pues consideraban la guerra como la única actividad digna de la alta casta de los barones, condes, marqueses, duques, príncipes y reyes.
Dice la tradición, y algunos escritos de aquel entonces de los mismos clérigos, que allí, en ese monasterio, una mujer, pasando por varón, se hizo monje, y que en tal condición fue un copista más de los viejos manuscritos, lo que la llevó a aprender el latín culto, filosofía y demás ciencias de otras épocas.
Quienes han escrito sobre este tema sitúan el paraje germano de Ingelhim am Reheim cerca de Maguncia, el lugar de su nacimiento hacia el año 822. Su madre, en un aprisco atendía ovejas y aves de corral, y su padre, Gerber de nombre y oficio de hortelano que alternaba con el de predicador, era un monje misionero (en ese tiempo no existía el celibato ni la pedofilia), enviado allí para pregonar el Evangelio entre los sajones, entonces en proceso de conversión al cristianismo.
El rígido sistema patriarcal de la época impedía la ilustración de las mujeres, quedando estas solo con el adiestramiento en labores de aguja, cocina y menesteres propios de la crianza de la prole, sin ninguna oportunidad de aprender letras.
Juana, o Agnes, como otros sostienen que era su nombre primario, con el amparo temeroso de la madre, a escondidas del padre, cuantas veces podía tomaba en sus manos la Biblia, entonces escrita en griego y en latín, como lenguas cultas y de los altares cristianos, pues por prohibición de la alta curia no se había hecho la traducción a las “lenguas bárbaras” que hablaba el populacho europeo. La atracción de conocer el mundo que se escondía tras los signos de la escritura, indujo a la doncella Juana a correr la aventura de huir de su casa con ropaje de varón y presentarse en el monasterio de Fulda como novicio, cambiando el nombre por un tal Jhon Anglicus o Juan el Inglés. Fue cuando por propia petición le procuraron un lugar en la biblioteca de la abadía como aprendiz de copiante.
Cuentan los cronistas que, en condición de monje traductor y escribiente, viajó por varios monasterios, y por su notoria erudición tuvo algún trato con Carlos el Calvo, rey carolingio. Anduvo también por Constantinopla donde hizo amistad con Teodora, la esposa del emperador Teófilo, otra mujer de ilustración. Más luego, con un clérigo, su oculto amante, llegó a Grecia en afanes misioneros donde aprendió algo más de la filosofía de los antiguos helenos, y la cura de algunas enfermedades que le enseñó el rabino Isaac Israelí, un sabio médico y alquimista. Allí en Grecia fallece su secreta pareja, entonces tomó camino a Roma, el corazón del mundo cristiano.
Sus urgencias de aprender la llevan a otros monasterios donde estudió el “trívium” que comprendía gramática, dialéctica, retórica; y el “cuadrivium” que contenía geometría, números, astronomía y música. Su erudición y dominio sobre la botánica la hizo tratante de males que padecían los frailes y otros tonsurados de mayor rango como obispos y cardenales, fama que de oídas supo el papa León IV, quien, sorprendido de la sabiduría del monje, lo hizo su consejero y secretario. No se sabe cómo, en un mundillo de intrigas, trampas y sobornos en los cónclaves de ese entonces, fallecido el papa León, los cardenales lo eligieron su sucesor en la silla pontificia.
El obispo Martín de Opava o Martín el Polaco, historiador y presbítero católico, señala la fecha del pontificado de Juana entre los años 855 y 858. De acuerdo con él, Jhon Anglicus o papisa Juana, subió al trono de San Pedro por dos años, siete meses y cuatro días, quedando vacante el Papado por un mes después de su muerte.
Lea también: Crónica: Los fantasmas del general
Las narraciones nos llevan a un amante secreto de la papisa, el embajador ante la Santa Sede, Lamberto de Sajonia. Quedó ella con un embarazo no deseado, dándose mañas para ocultar su preñez bajo el amplio ropaje de la vestidura papal. Como conocedora de la ciencia médica, bien sabía la posible fecha del natalicio de la criatura, por lo cual debía haber ideado la manera de ocultar el alumbramiento, pero en una procesión que presidía entre la Iglesia de San Pedro y el Palacio Laterano, en una senda conocida una vez como la Vía Sacra, pero que hoy se conoce como la “Calle Prohibida”, (entre el Coliseo y la Iglesia de San Clemente), le llegaron, anticipándose en dos meses, los dolores del parto. Con bravura aguantaba, pero reventó fuente y se vino el alumbramiento en mitad de la calle. La sorpresa de la multitud orante fue inmensa cuando presenciaron el “parto del papa”. Entonces la ira estalló en todos. La ataron a la cola de un caballo para arrastrarla y apedrearla por más de media legua.
Algunos sostienen que fue sepultada en el sitio que dio a luz, junto a la criatura malnacida. Otros sostienen que el niño sobrevivió y fue dado a una familia de pobres recursos, que después llegaría a ser obispo de Ostia, y en condición de tal había ordenado que ella fuera sepultada, otra vez, en la catedral de esa ciudad. Otro relato nos lleva (y eso queremos creer) a que la papisa murió muchos años después de reclusión y penitencia, en un convento.
Después de tal suceso, los pontífices jamás volvieron a transitar por la “Calle Prohibida”. Se ha querido además aseverar que el Colegio Cardenalicio, desde ese suceso, para la elección del Santo Padre, se aseguraba sobre el sexo del pontífice elegido para quitar la ocasión de que volviera a suceder que otra fémina ascendiera a la silla papal, para lo cual, efectuado el escrutinio de los votos del cónclave a favor de un candidato elegido, antes de la proclamación, un joven cardenal o un diácono, hacía el examen de masculinidad metiendo la mano bajo una silla de fondo hueco donde sentaban al nuevo papa, para que palpara sus partes varoniles. Hecho esto, decía en voz alta a los cardenales concurrentes de aquella ceremonia, “Deus habet et bene pendentes”, que traducido dice: “Tiene dos y cuelgan bien”, a lo que los cardenales respondían al unísono, “Deo gratias Domine”, o sea “Damos gracias a Dios”.
De otra parte, creen que la silla desfondada se debe a la prohibición bíblica del Levítico (21:22) de que “quien esté al servicio del altar no sea eunuco o castrado”, lo que obligaría a verificar los testículos del papa.
La silla existe. La hemos visto en el Museo Vaticano. Le llaman “la sedia stercoraria” que significa “la silla de defecar”, y era de las usadas en los baños públicos en la Roma de los césares. Se cree, por quienes se apartan de lo narrado, que la silla tenía la mera función simbólica cuando se exaltaba a alguien a la más alta dignidad del mundo como pontífice, de sentarlo sobre ella para recordar a ese elegido que sólo era un mísero humano.
El último palpado, según cronistas de estos temas, fue Adriano VI en el año de 1522. Antes que él, lo habían sido 114 papas.
Un tal Eugenio de Mailly, que vivió en el siglo XII, clérigo francés, citó los hechos de la papisa hacia el año 1099, añadiendo que ella tomó el nombre de Juan VIII. Otros cronistas dicen que el cardenal Pedro Juliao, el único papa portugués en la historia, se saltó la nomenclatura pasando de Juan XIX a Juan XXI, nombre que adoptó como pontífice, y que hubo un papa suprimido en la historia vaticana que era Juan XX, que correspondía a la papisa.
Sin contradicción, se convirtió en una verdad la existencia de Juana como pontífice hasta el siglo XIII, incluyéndose en los textos oficiales del Vaticano. Bocaccio escribió sobre ella en su obra titulada
El reputado historiador eclesiástico Adam de Usk dice en el siglo XIV que, en esa época, en la catedral de Siena, estaba un busto de la papisa entre León IV y Benedicto III.
Petrarca, otro gigante de la literatura medioeval, escribió que la muerte de la papisa coincidió con algunos fenómenos raros como una lluvia de sangre en Brescia, langostas doradas y mutantes en Francia que en el Canal de la Mancha murieron por millones, lo que causó la peste y el exterminio de muchísima gente.
Algunas hipótesis apuntan a una burla contra el verdadero papa Juan VIII, por ser un calzón flojo con una política tolerante en no concitar a una cruzada de cristianos contra los musulmanes que pretendían adueñarse de Europa, como ya lo habían hecho con España.
Le puede interesar: Croniquilla: El coloquio de aquella última noche
Otros adictos a estos temas escabrosos vislumbran en sus apuntes que se trató de una fabulación sarcástica eso de la papisa, debido al degradado ambiente moral que vivía la corte papal para la época de los acontecimientos, pues la elección del papa era una rebatiña de ganancias personales que se urdía con sobornos, sexo, veneno, amenazas y levantamientos armados. Fue una mala época llamada “el siglo oscuro” o “la pornocracia” que dijera el cardenal César Boronius, historiador que murió en 1538, debido al gobierno femenino de la política vaticana. Para dar la información de estos malos sucesos en los tiempos en que pudo vivir la papisa, haremos una apretada síntesis de los mismos:
Por algunos años entre los siglos IX y X, existió un tal Teofilato, duque y senador de Roma, quien tuvo de su esposa Teodora una hija llamada Marozia. Las malas lenguas sin embargo decían que ésta era hija oculta del papa Juan X, amante secreto de la dicha Teodora. Marozia, aún púber, quedó en embarazo del papa Sergio III, no obstante, cuando ella se casa después con Alberico, marqués de Camerino y duque de Espoleto, su hijo fue legitimado por este esposo. El niño sería, por ese mundillo de intrigas y manipulaciones de alcoba, el papa Juan XI.
Marozia y su esposo intentan el dominio absoluto de Roma, para lo cual se enfrentan con el papa Juan X, el antiguo amante de su madre Teodora, como ya se dijo, y presunto padre de ella misma. Alberico es asesinado y, Marozia, para apuntalar su poderío, se casa con el marqués Guido de Toscana. Ese mismo año del segundo matrimonio, muere Berengario I, rey de algunos territorios italianos. Nuevamente se enfrenta Marozia y el papa Juan X, por tener candidatos distintos a ese trono. El segundo marido de Marozia, Guido de Toscana, fallece en el año 923 y ella decide casarse con su cuñado, el hermanastro de su difunto marido, el rey Hugo de Arlés, para lo cual consiguió la anulación del matrimonio de éste, pues era casado, lo que le quedó fácil porque el papa de tal tiempo era ya su propio hijo, Juan XI. Celebrado este último enlace, un hijo del primer matrimonio con aquél Alberico, a quien llamaremos Alberico dos, se rebela en armas porque su nuevo padrasto Hugo lo abofeteó en un banquete en el Castillo de San Angelo, cuando con gesto altanero derramó el agua que su madre, para humillarlo, le había dado para que la vertiera en el lavado de las manos de aquél. La rebelión fue exitosa. Su padrastro huyó descolgándose de una cuerda por las murallas de la fortificación, y ella, Marozia, fue encerrada por su propio hijo como también su hermanastro, el papa Juan XI, hasta su muerte en los calabozos del castillo cuando fue sofocado con una almohada. Al morir este segundo Alberico, ella fue trasladada a un convento donde falleció en reclusión en el año 955.
Pero la época de la pornocracia papal, que posiblemente originó el mito de la papisa, no terminó aquí, pues siguieron los tejemanejes de traiciones, orgías, componendas de cama, asesinatos y la compra de cargos para las altas dignidades de la Iglesia. Descendientes de Marozia fueron papas: su nieto Juan XII, elegido a los 18 años; sus bisnietos Juan XIX y Benedicto VIII; su tataranieto Benedicto IX, elegido a los 12 años por los sobornos de su padre, un tercer Alberico. Este Benedicto IX, fue expulsado dos veces del trono pontificio y se hizo elegir por tercera vez. Se aburrió del cargo y lo vendió por 1.500 libras de oro. Entregado a orgías y asesinatos, era reconocido como homosexual y jefe de una banda que asaltaba a los peregrinos que bajaban a las catacumbas para visitar las tumbas de los primeros cristianos. San Pedro Damiano, cuando fue cardenal en el siglo XI, definió a tal papa como “un demonio salido del infierno, sentado en la silla de San Pedro”. El pontífice Víctor III escribiría en el año 1086: “El papa Benedicto IX tuvo una vida vil, sucia y execrable que me estremezco al pensar en ello”.
Regresando al caso de la papisa Juana, en el año 2018 unos investigadores de la Universidad de Flinders de Australia, analizaban monedas de la Edad Media, encontradas en Franconia, antiguo territorio de Germania, y en dos de ellas se lee el nombre troquelado de “Johannes Anglicus”, con el cual la pontífice reinó ocultando su identidad. Podría ser una prueba de la existencia de ella, pues las monedas de tal época tenían los nombres y la efigie de los papas y de los emperadores.
Un caso símil existe con la llamada monja alférez en España, Catalina o Antonio Erauso, la cual ataviada con ropas de varón llevó una vida de aventuras entre tabernas, juego de barajas, duelos a muerte con espadachines en las colonias de América, viviendo los ambientes en que sólo podían estar los hombres, de lo cual se ha ocupado la pluma de ilustres como Calderón de la Barca, Lope de Vega y Shakespeare.
Al momento de dar fin a estos renglones, me queda la nebulosa idea de saber si lo de la papisa fue una parábola de punzante ironía contra un tiempo de escándalos en la Santa Sede, o si fue un suceso cierto que a los ojos de hoy no sería deshonroso. Mas, creemos ver en el episodio una dura censura a la falocracia de los credos monoteístas que por un recelo sexista, desde los remotos tiempos de tribus y de patriarcas, se ha impuesto, en las pagodas budistas, en las mezquitas musulmanas, en los templos cristianos y en las sinagogas judías, que se excluya a las féminas de las altas jerarquías eclesiales y se prohíba que sacerdotisas se ocupen en los divinos oficios del altar.
Casa de campo ‘Las Trinitarias’, La Mina, territorio de la Sierra Nevada.
Por: Rodolfo Ortega Montero