Este gestor de cultura, residente en Valledupar, ha hecho de la décima culta, que escribe y difunde por distintos medios, la tabla de salvación para conservar esta tradición que corría el riesgo de silenciarse o perderse.
Bien entrada la década del setenta, del pasado siglo, Riohacha, Sincelejo y Valledupar no contaban con universidad, y en los pueblos había escuelas y colegios en donde el ingreso era voluntario y la calidad académica, en la mayoría, precaria. La tasa de analfabetismo era alta, porque los padres preferían iniciar a los hijos en otras labores; y solo unos pocos ‘visionarios’ los educaban, pensando en un futuro más promisorio.
Esa circunstancia propiciaba que la oralidad fuese el vehículo más dinámico de comunicación, un filón cultural importante, debido a que se conservaba una tradición que solo se expresaba mediante el voz a voz. Sucedía con la música (Gabo hizo universal a Francisco El Hombre), pero también con la literatura; en Codazzi, quien escribe estas líneas, tuvo noticias de «Las mil y una noches» en las narraciones orales que en noches de luna hacía una señora que no había aprendido a leer, pero sí le sacaba provecho a un prodigio de memoria que le dio la gracia para contar a viva voz los cuentos de las noches árabes.
Por esa época, desde las seis de la tarde, emisoras de Barranquilla cedían espacio a versátiles decimeros y troveros, quienes mediante la armonía del canto transmitían usos, costumbres y picardías que los sueltos o ligeros de lengua (igual hombres que mujeres) esparcían por calles y plazas pueblerinas. Esta oral tradición fue desapareciendo al paso que se angostaba la franja de analfabetismo, desde que el Estado volvió obligatoria la educación primaria.
Esos tres párrafos preliminares conforman un necesario contexto, para valorar la casi solitaria labor del escritor y compositor vallenato –nacido en Mariangola– José Atuesta Mindiola. Este gestor de cultura, residente en Valledupar, ha hecho de la décima culta, que escribe y difunde por distintos medios, la tabla de salvación para conservar esta tradición que corría el riesgo de silenciarse o perderse.
Ahora bien, recordemos algo del origen y significado de la décima: «Estrofa de la lírica castellana que se compone de diez versos OCTOSÍLABOS. La rima es consonante y riman el primer verso con el cuarto y el quinto; el segundo con el tercero; el sexto con el séptimo y el décimo y el octavo con el noveno». Es definición de enciclopedia, porque los autores suelen darse ciertas licencias. De seis décimas que el maestro Atuesta le compuso a un personaje popular de Mariangola, transcribo dos (2), e invito a los lectores a escuchar la lectura-cantada, que en genuina y armoniosa entonación hace Joaquín Pertuz Barrios.
Por José Atuesta Mindiola
I
Mi nombre es Carmen Elena,
la mujer del pollerón,
por dentro soy un pregón
que suena en mi piel morena.
Yo no conozco las penas,
la música vive en mí,
el baile es un frenesí,
hasta yo me bailo sola;
pregunten en Mariangola
a José Atuesta por mí.
II
Cuando sonaba el tambor
en fiesta de pajaritos
los versos de Tomasito
eran un himno al amor.
Repicaba el llamador
con su larga melodía
y yo cantando decía
este tambor es mi sangre,
negro que no se entusiasme
no es de la raza mía.
POR DONALDO MENDOZA/ESPECIAL PARA EL PILÓN.
Este gestor de cultura, residente en Valledupar, ha hecho de la décima culta, que escribe y difunde por distintos medios, la tabla de salvación para conservar esta tradición que corría el riesgo de silenciarse o perderse.
Bien entrada la década del setenta, del pasado siglo, Riohacha, Sincelejo y Valledupar no contaban con universidad, y en los pueblos había escuelas y colegios en donde el ingreso era voluntario y la calidad académica, en la mayoría, precaria. La tasa de analfabetismo era alta, porque los padres preferían iniciar a los hijos en otras labores; y solo unos pocos ‘visionarios’ los educaban, pensando en un futuro más promisorio.
Esa circunstancia propiciaba que la oralidad fuese el vehículo más dinámico de comunicación, un filón cultural importante, debido a que se conservaba una tradición que solo se expresaba mediante el voz a voz. Sucedía con la música (Gabo hizo universal a Francisco El Hombre), pero también con la literatura; en Codazzi, quien escribe estas líneas, tuvo noticias de «Las mil y una noches» en las narraciones orales que en noches de luna hacía una señora que no había aprendido a leer, pero sí le sacaba provecho a un prodigio de memoria que le dio la gracia para contar a viva voz los cuentos de las noches árabes.
Por esa época, desde las seis de la tarde, emisoras de Barranquilla cedían espacio a versátiles decimeros y troveros, quienes mediante la armonía del canto transmitían usos, costumbres y picardías que los sueltos o ligeros de lengua (igual hombres que mujeres) esparcían por calles y plazas pueblerinas. Esta oral tradición fue desapareciendo al paso que se angostaba la franja de analfabetismo, desde que el Estado volvió obligatoria la educación primaria.
Esos tres párrafos preliminares conforman un necesario contexto, para valorar la casi solitaria labor del escritor y compositor vallenato –nacido en Mariangola– José Atuesta Mindiola. Este gestor de cultura, residente en Valledupar, ha hecho de la décima culta, que escribe y difunde por distintos medios, la tabla de salvación para conservar esta tradición que corría el riesgo de silenciarse o perderse.
Ahora bien, recordemos algo del origen y significado de la décima: «Estrofa de la lírica castellana que se compone de diez versos OCTOSÍLABOS. La rima es consonante y riman el primer verso con el cuarto y el quinto; el segundo con el tercero; el sexto con el séptimo y el décimo y el octavo con el noveno». Es definición de enciclopedia, porque los autores suelen darse ciertas licencias. De seis décimas que el maestro Atuesta le compuso a un personaje popular de Mariangola, transcribo dos (2), e invito a los lectores a escuchar la lectura-cantada, que en genuina y armoniosa entonación hace Joaquín Pertuz Barrios.
Por José Atuesta Mindiola
I
Mi nombre es Carmen Elena,
la mujer del pollerón,
por dentro soy un pregón
que suena en mi piel morena.
Yo no conozco las penas,
la música vive en mí,
el baile es un frenesí,
hasta yo me bailo sola;
pregunten en Mariangola
a José Atuesta por mí.
II
Cuando sonaba el tambor
en fiesta de pajaritos
los versos de Tomasito
eran un himno al amor.
Repicaba el llamador
con su larga melodía
y yo cantando decía
este tambor es mi sangre,
negro que no se entusiasme
no es de la raza mía.
POR DONALDO MENDOZA/ESPECIAL PARA EL PILÓN.