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Crónica - 10 marzo, 2019

Iris Curvelo y la metamorfosis de una mariposa wayuu

A sus 34 años esta mujer ha vivido experiencias de ‘muchas otras vidas’; ha soñado, sufrido, llorado, luchado y se ha reinventado. Hoy es emblema de tradiciones de la etnia wayuu, con sueños de expandir su cultura, de grabar con los artistas más destacados para llevar su música y su lengua al mundo; sueño que ya comenzó a realizarse con Juan Piña, con quien grabó a dúo la canción ‘Grito en La Guajira’.

Foto: María Ruth Mosquera.
Foto: María Ruth Mosquera.

“¿Yo qué estoy haciendo?”, fue la pregunta que se hizo Iris Curvelo Uriana cuando experimentó el vértigo del vacío al que se precipitaba su vida en caída libre. “Me voy a envejecer y ¿qué voy a hacer? Soy feliz con mi familia, con mis hijos, pero tengo que hacer algo por mí”. Su existencia había llegado a un punto de quiebre; había visto la agonía de sus sueños y sus procesos creativos; había sido protagonista y testigo de la transformación de una niña alegre y soñadora en una adulta triste y resignada, y se encontraba ahí, cara a cara con el denso muro de una realidad que le impedía dar un paso más.

“Llego un momento en que yo me sentía tan vacía”. Las reminiscencias le muestran episodios con una pareja machista “que no me dejaba ser”, ni hacer, que la cohibía, diciendo cosas como “tú naciste para barrer, trapear, cocinar; yo te doy todo, no te hace falta nada” y otras expresiones de maltrato psicológico que han sido naturalizadas por el machismo drenador del espíritu y la vitalidad femeninas. Ella era como una oruga en su fase final, cuando ya no puede alimentarse y queda inmóvil, vulnerable y atrapada dentro de la crisálida. Entonces acudió a Dios y le suplicó que la sacara de ahí.

Foto: Cortesía.

La respuesta divina llegó en forma de sueños, algo que fluye natural en la cultura wayuu, de la que estaba desconectada: Se vio en una calle inmensa de New York, usando manta y maquillaje propios de su tradición, frente a un río de gente que venía hacia ella y la untaba de buena vibra; se vio en Londres cantando en un escenario a reventar y así, en las noches, mientras estaba dormida, siguió viajando por el mundo, atravesando el océano en forma de sirena, volando como un espíritu, cantando, conociendo nuevas personas, siendo una auténtica representante de la Nación Wayuu.

Y cada mañana, al despertar, la asaltaba el desconcierto ansioso de saber qué significada todo eso, si ella llevaba más de doce años sin usar una manta ni pintarse la cara, si el canto había sido una ilusión infantil, si ahora ella era una mujer de hogar… “Llamé a mi mamá y ella me dijo: es porque te están llamando, porque tú eres de aquí, es el grito de la cultura; cómprate una manta roja y te la pones cada vez que sueñes”. Y cada sueño, cada vez que vestía la manta roja, recibía una recarga de brío interior, una inyección de su naturaleza ancestral, la fuerza vital para romper la crisálida y mutar en la radiante mariposa que hoy vuela libre por los escenarios que antes conoció en sueños.

“Tomé el valor de venirme sin nada, con mi hija, con una mano adelante y otra atrás, sin ser profesional, sin importarme nada”. Fue así como regresó a Uribia, su hogar desde tiempos inmemoriales, donde recibió amor y abrigo.

De la Casta Uriana, Iris nació en Riohacha y creció en Fonseca. Desde que tiene memoria ha experimentado una seductora atracción hacia la música; le gustaba cantar y esperaba ansiosa que llegara el mes de agosto porque, como una ‘diosidencia’, cada 28 del mes rendían honores al patrono del pueblo, San Agustín “conmemorando el festín de esta tierra de cantores, en donde los acordeones saben llorar y reír”, como lo describió el poeta fonsequero Carlos Huertas, en la canción que es himno del festival del Retorno, o fiesta de San Agustín.

“Ahí es donde empieza a desarrollarse mi oído musical y la afinidad por el vallenato porque crecí escuchando las notas de un acordeón”. Y como coincidían cumpleaños y festival, ella se iba para la plaza y se embelesaba con los acordeones; “me ponía en la tarima a escuchar e imaginar cómo sería yo haciendo eso, cerraba los ojos y me imaginaba cantando. Toda la vida soñé con cantar vallenatos”. No era tan acontecimiento exótico que a Iris le gustara la música, pues le venía en la sangre por los lados de su abuela paterna, de los Acosta; por ejemplo su tío Raúl Acosta fue “el mejor tocador de Turrompa (instrumento wayuu). “Él se ganaba todos los concursos hasta que ya no podía participar más; mi abuela y mi tía cantaban”.

Foto: María Ruth Mosquera.

Todo esto, sumado a que era una niña soñadora y al entorno musical en el que vivía, la empujaban a exteriorizar su arte. “No me importaba que me pegaran las palizas, yo me escapaba; me pegaban porque yo era rebelde, me escape varias veces de mi casa; solamente porque quería estar ahí en la tarima y esperaba ansiosamente el día de mi cumpleaños porque era el día de San Agustín”.

La evocación de estos tiempos le imprime un brillo especial a los ojos negros de Iris y la estimula a entonar los cantos de aquel entonces. Se detiene en la primera estrofa y cuenta sobre la tarde aquella en que debió dejar la canción en la mitad del primer verso porque apareció su padre.

“Esas canciones me marcaron para toda la vida. Pertenecemos a una familia tradicional, un papá muy conservador, controlador y celoso que no nos dejaba salir ni a la esquina, pero nosotras nos fuimos criando y creciendo con esas pautas”. Los hermanos eran cuatro mujeres y tres hombres; ellos tenían libertad de ir y venir, pero las mujeres no. “nosotras fuimos criadas para hacer lo mismo que mi mamá hizo con mi papa”. Se refiere a atender al hombre, “si sabe cocinar entonces sí es una buena mujer, las mujeres tienen que ser así, una mujer no tiene por qué estar en la calle”.

Pese a la característica machista de la cultura, su padre les inculcaba carácter, autoestima y orgullo por sus raíces. “En Fonseca sufrimos mucha discriminación por ser wayuu. Nosotras somos blancas; allá no usábamos el atuendo tradicional sino como un alijuna (persona no indígena) y la gente no nos identificaba. Cuando mamá llegaba a buscar los boletines, los niños me burlaban, me decían tu mamá es india, es wayuu, es fea, es piojosa”, pero todo este matoneo sucumbía ante la fuerza de los valores inculcados por su padre.

A ese bullying se enfrentaron después cuando la familia se mudó a Uribia y las señalaban por ser blancas, por no hablar perfecto el wayuunaiki, aunque eso poco les importó; estaban demasiado felices para reparar en esos prejuicios sociales. “Cuando llegamos aquí a Uribia: sentí como si aquí estuviera el tornillo y yo fuera la rosca; le dije a mi papá, nosotros vamos a vivir en el Disneylandia de los wayuu, o sea Uribia. Somos wayuu y somos felices porque nos sentimos orgullosos de ser de aquí”.

Y es que aunque Iris fue criada en otro entorno, sí se abrevó de todas las tradiciones wayuu, como el ‘Encierro’ al que es sometida toda mujer cuando tiene su menarquia, que marca la transición de jimot a majayut (de niña a mujer), y durante el cual estas reciben de sus madres y abuelas la preparación para la vida, bajo una connotación altamente espiritual. La duración de este encierro varía, pueden ser semanas, meses o años en los que la niña permanece encerrada, aprendiendo el arte de tejer, bailar la Yonna y todos los asuntos básicos culturales; de ahí sale lista para la vida. Aunque en el caso de Iris, la vida la enfrentó a otro encierro.

Y LA MÚSICA AHÍ

La música ha sido siempre una sombra recurrente en el entorno de esta joven wayuu, así que a Uribia llegó persiguiéndola, al colegio Alfonso López Pumarejo, donde su profesora la alentaba para que cantara y se enfrentaba a su padre para que le permitiera hacerlo. Ella cantaba en las terrazas con un amigo, tarareaba mientras caminaba por la calle y hasta había montado una emisora en el colegio, cuando llegó aquel día del concurso. “Mi papá dijo: voy para la ranchería y no quiero saber que saliste. Imagínate, yo tenía 16 años y era un mandato de mi papá”, pero llegaron las amigas confidentes y la convencieron de llegar hasta la esquina de la plaza solo a ver el concurso.

Foto: María Ruth Mosquera

Estando allá la animaron a participar, pero a mitad del primer verso vio pasar a su padre, por lo que dejó la canción así y bajó de la tarima. Ganó el segundo puesto y a su casa le llevaron el premio. “Me pegaron, me rompieron las cosas”.

No censura a su padre por las represiones, ni a su madre por la sumisión. “Hoy en día somos grandes amigos, pero mi papá como su crianza fue diferente pensaba que nos iban a hacer daño y estaba protegiéndonos”. También ella fue volviéndose cada vez más experta en escaparse de su casa para ir a cantar a escondidas. Con el tiempo, se inscribió en otro concurso y fue feliz cuando vio a su familia en primeva fila, mientras ella ganaba en tarima. En medio de todo estaba Isis, su hermanita, a la que prácticamente había criado a su imagen y semejanza, le cantaba mientras la mecía en el chinchorro y la convirtió en cantante, amiga y su más grande impulsora.

¿Qué sucede con los sueños cuando son tan fuertes, pero la cultura los reprime? Las respuestas se materializaron en su vida, pues anhelaba ser policía y cantante, pero en la visión paterna estaba una profesional de la medicina, por lo que debió inscribirse en la universidad a estudiar bacteriología. Pero como la música la perseguía, la vida misma la llevó a la Academia de Andrés ‘El Turco’ Gil’ como una materia electiva, aunque la misma vida la arrancó de la universidad y la devolvió a Uribia, su hogar, para hacerse cargo de su familia, en un momento difícil y debieron “enfrentar la vida porque no contábamos con nadie más sino con mi padre que nos daba todo. Esa fue la frustración más grande de mi mamá que decía tienes que terminar tu universidad, no puedes dejarla”.

Dejó no solo la universidad sino también sus sueños de ser cantante; se enamoró, se casó y se fue a Bogotá a ser ama de casa. “En este momento de mi vida me di cuenta que yo no estada preparada para la vida porque me encontré con la vida real”. Esa vida real era dura, dolorosa, de modo que ninguna enseñanza de su ‘Encierro’ fuero aplicables a ella. “Con el fallecimiento de mi primer hijo me sentí vulnerable y fue ahí donde saqué la fuerza que tiene toda mujer wayuu, dije esto no lo soporta cualquiera, tengo que se mujer para soportarlo porque muy fuerte; no estaba en mi entorno familiar, en una ciudad que no era mía, que era muy fría”.

Pasa de prisa por este capítulo de su vida, “porque hoy es muy doloroso; uno nunca supera eso. En la vida todo tiene nombre cuando te suceden cosas trágicas, si se muere tu madre eres huérfano, si se muere tu esposo eres viuda, pero si se te muere un hijo no hay palabras que describan ese dolor. Ese momento de mi vida se llama enfrentare a la realidad de la vida, fue muy fuerte, y también le agradezco a Dios que pude vivir ante esa adversidad. El dolor se agudizó, interrumpió el matrimonio y se hizo más punzante, pero Dios les tenía una segunda oportunidad y otro hijo, sano, hermoso y amoroso, como se lo había pedido a Dios; “así como lo peor que le puede pasar a una mujer es perder a un hijo, lo más hermoso es tenerlo; es el amor más puro y lindo que una mujer puede experimentar”.

Foto: María Ruth Mosquera

El matrimonio terminó y dos años después, Iris se unió a otra persona, que le deparó las alegrías de una hija y las tristezas del maltrato psicológico. Fueron doce años alejada de su cultura, de sus sueños. “Así como en mi adolescencia fui entregada a mi familia, porque para eso nos preparan a las mujeres wayuu; yo era abnegada a eso porque me prepararon para ser una ama de casa, porque aunque mi papá y mi mamá tuvieron esa intención de que yo terminara una carrera, mi esencia era ser ama de casa, porque mi mamá lo hizo con mi papá 25 años”. Y en ese punto de su vida la encontró el desespero que obró el ella la metamorfosis de oruga a mariposa.

El florecimiento femenino

‘La de hermosos colores’ es el significado de Iris, su nombre, que al parecer también hace parte del tejido de divinas coincidencias que han rodeado su vida, pues una vez se sacudió las cargas que no le pertenecía, una vez que se liberó de las cárceles que se escondían en las entrepieles de la cultura y el amor, ella floreció, se hizo radiante como el sol de La Guajira, una joven emblemática promotora de sus tradiciones ancestrales, una cantante que inspira y proyecta, una mujer empoderada que ilumina los lugares a los que llega con la iridiscencia que le da su nombre.

Había que comenzar de cero, con la diferencia que ahora tenía dos hijos que la inspiraban a derribar muros, a comerse el mundo; tenía la experiencia del sufrimiento como combustible para no abandonarse nunca más, tenía la deuda de su arte quemándole las entrañas, urgiéndola para que lo dejara salir. No fue fácil pero lo logró, con creces.

En esta etapa de su vida fue determinante la influencia de su hermana, Isis, terminó por convencerla que ella seguía siendo cantante. Era algo que veía tan lejano ella, que vestía jean y blusas y que no había vuelto a maquillar su cara, ni a bailar la Yonna, ni a hablar wayuunaiki, ni nada que la identificara con la simbología wayúu. “En una de las cantadas de mi hermana, que iba a dar una serenata, yo la acompañé, me conseguí con el maestro Joaquín Prince”. Un encuentro transformador porque le ofreció un empleo para el cual sólo debía sacar a la mujer wayúu que dormía en ella.

“Yo encontré la fórmula perfecta de mi vida: ser yo misma como mujer wayuu, llevar a cualquier parte del mundo mi música, mi identidad cultural y hacer lo que más me gusta en la vida que es cantar. Pienso que es un milagro porque es lo más bonito que me ha pasado en la vida, a parte de mis hijos, y más hermoso aun es poder fusionar mi identidad cultural con la música vallenata”.

Foto: María Ruth Mosquera.

Y los caminos siguieron despejándose, empoderándola de su vida, pues ella, a quien habían reprimido tanto, que le habían dicho que no podía, ya no estaba dispuesta a aceptar eso más en si vida; por eso cuando en un empleo la pusieron a escoger entre su música y el trabajo, no lo dudó. El resultado de ese envión es Son Wayuu, la primera agrupación vallenata wayuu, de la que Iris es creadora y cantante.

En 2016 se inscribieron al primer Encuentro Vallenato Femenino –Evafe-,“con mi hermana varias mujeres Wayuu y fue la experiencia más bonita de mi vida. Yo soy hija del Evafe, me cambió la vida porque descubrí un mundo mágico para las mujeres; es una plataforma donde descubrí lo que quiero ser y hacer, mostrarle al mundo mi música; aquí hay una total hermandad como mujeres” y agradece a Hernando Riaño y Sandra Arregocés, a los que dice amar como a sus padres.

Similar sentimiento de gratitud guarda hacia Fabrina Acosta Contreras de la Asociación Evas y Adanes, quien la ha dado apoyo, orientación y oportunidades para exaltar su cultura, pero sobre todo a esencia de mujer empoderada, en el Foro Concierto La Mujer en el Vallenato. “Con Fabrina a mí me cambio la vida. El Evafe me dio la experiencia de soñar y con Evas y Adanes fue donde yo me empoderé”.

“En este punto es donde yo le digo a las mujeres y a todo el mundo: sigue tu sueño, sigue lo que tu corazón te está diciendo. Si antes me decían que estaba para los quehaceres de la casa, acá me estaban diciendo algo similar, y yo cuando decidí volver a Uribia, prometí no hacer nunca más lo que a los demás les parezca”. Entre esas opiniones contrarias estuvo la de su madre, quien le inquirió para que buscara un “empleo normal”, pues era madre de dos hijos, pero a ella también silenció, ganándose el festival Mar de acordeones (Indio Tayrona) en Santa Marta, a donde llegó auxiliada por el afecto de su amigo por Luis Arturo Buitrago y su esposa, y se ganó a una cuarentena de cantantes hombres de trayectoria.

Hoy es una mujer con autodeterminación, que ha ganado premios incluso en el exterior, pues en 2017 recibió el premio Enfoque, por sus aportes a la música vallenata. Es una de las Evas que promueve igualdades de género en el Foro Concierto, promueve su cultura en Uribia y avanza en la creación de una fundación que abra espacios de arte a los niños wayuu porque “no quiero que mi vida pase en vano, sin poder hacer algo por la sociedad y por los niños; quiero darles a ellos herramientas para que también logren sus sueños”.

Por: Maríaruth Mosquera / EL PILÓN

Crónica
10 marzo, 2019

Iris Curvelo y la metamorfosis de una mariposa wayuu

A sus 34 años esta mujer ha vivido experiencias de ‘muchas otras vidas’; ha soñado, sufrido, llorado, luchado y se ha reinventado. Hoy es emblema de tradiciones de la etnia wayuu, con sueños de expandir su cultura, de grabar con los artistas más destacados para llevar su música y su lengua al mundo; sueño que ya comenzó a realizarse con Juan Piña, con quien grabó a dúo la canción ‘Grito en La Guajira’.


Foto: María Ruth Mosquera.
Foto: María Ruth Mosquera.

“¿Yo qué estoy haciendo?”, fue la pregunta que se hizo Iris Curvelo Uriana cuando experimentó el vértigo del vacío al que se precipitaba su vida en caída libre. “Me voy a envejecer y ¿qué voy a hacer? Soy feliz con mi familia, con mis hijos, pero tengo que hacer algo por mí”. Su existencia había llegado a un punto de quiebre; había visto la agonía de sus sueños y sus procesos creativos; había sido protagonista y testigo de la transformación de una niña alegre y soñadora en una adulta triste y resignada, y se encontraba ahí, cara a cara con el denso muro de una realidad que le impedía dar un paso más.

“Llego un momento en que yo me sentía tan vacía”. Las reminiscencias le muestran episodios con una pareja machista “que no me dejaba ser”, ni hacer, que la cohibía, diciendo cosas como “tú naciste para barrer, trapear, cocinar; yo te doy todo, no te hace falta nada” y otras expresiones de maltrato psicológico que han sido naturalizadas por el machismo drenador del espíritu y la vitalidad femeninas. Ella era como una oruga en su fase final, cuando ya no puede alimentarse y queda inmóvil, vulnerable y atrapada dentro de la crisálida. Entonces acudió a Dios y le suplicó que la sacara de ahí.

Foto: Cortesía.

La respuesta divina llegó en forma de sueños, algo que fluye natural en la cultura wayuu, de la que estaba desconectada: Se vio en una calle inmensa de New York, usando manta y maquillaje propios de su tradición, frente a un río de gente que venía hacia ella y la untaba de buena vibra; se vio en Londres cantando en un escenario a reventar y así, en las noches, mientras estaba dormida, siguió viajando por el mundo, atravesando el océano en forma de sirena, volando como un espíritu, cantando, conociendo nuevas personas, siendo una auténtica representante de la Nación Wayuu.

Y cada mañana, al despertar, la asaltaba el desconcierto ansioso de saber qué significada todo eso, si ella llevaba más de doce años sin usar una manta ni pintarse la cara, si el canto había sido una ilusión infantil, si ahora ella era una mujer de hogar… “Llamé a mi mamá y ella me dijo: es porque te están llamando, porque tú eres de aquí, es el grito de la cultura; cómprate una manta roja y te la pones cada vez que sueñes”. Y cada sueño, cada vez que vestía la manta roja, recibía una recarga de brío interior, una inyección de su naturaleza ancestral, la fuerza vital para romper la crisálida y mutar en la radiante mariposa que hoy vuela libre por los escenarios que antes conoció en sueños.

“Tomé el valor de venirme sin nada, con mi hija, con una mano adelante y otra atrás, sin ser profesional, sin importarme nada”. Fue así como regresó a Uribia, su hogar desde tiempos inmemoriales, donde recibió amor y abrigo.

De la Casta Uriana, Iris nació en Riohacha y creció en Fonseca. Desde que tiene memoria ha experimentado una seductora atracción hacia la música; le gustaba cantar y esperaba ansiosa que llegara el mes de agosto porque, como una ‘diosidencia’, cada 28 del mes rendían honores al patrono del pueblo, San Agustín “conmemorando el festín de esta tierra de cantores, en donde los acordeones saben llorar y reír”, como lo describió el poeta fonsequero Carlos Huertas, en la canción que es himno del festival del Retorno, o fiesta de San Agustín.

“Ahí es donde empieza a desarrollarse mi oído musical y la afinidad por el vallenato porque crecí escuchando las notas de un acordeón”. Y como coincidían cumpleaños y festival, ella se iba para la plaza y se embelesaba con los acordeones; “me ponía en la tarima a escuchar e imaginar cómo sería yo haciendo eso, cerraba los ojos y me imaginaba cantando. Toda la vida soñé con cantar vallenatos”. No era tan acontecimiento exótico que a Iris le gustara la música, pues le venía en la sangre por los lados de su abuela paterna, de los Acosta; por ejemplo su tío Raúl Acosta fue “el mejor tocador de Turrompa (instrumento wayuu). “Él se ganaba todos los concursos hasta que ya no podía participar más; mi abuela y mi tía cantaban”.

Foto: María Ruth Mosquera.

Todo esto, sumado a que era una niña soñadora y al entorno musical en el que vivía, la empujaban a exteriorizar su arte. “No me importaba que me pegaran las palizas, yo me escapaba; me pegaban porque yo era rebelde, me escape varias veces de mi casa; solamente porque quería estar ahí en la tarima y esperaba ansiosamente el día de mi cumpleaños porque era el día de San Agustín”.

La evocación de estos tiempos le imprime un brillo especial a los ojos negros de Iris y la estimula a entonar los cantos de aquel entonces. Se detiene en la primera estrofa y cuenta sobre la tarde aquella en que debió dejar la canción en la mitad del primer verso porque apareció su padre.

“Esas canciones me marcaron para toda la vida. Pertenecemos a una familia tradicional, un papá muy conservador, controlador y celoso que no nos dejaba salir ni a la esquina, pero nosotras nos fuimos criando y creciendo con esas pautas”. Los hermanos eran cuatro mujeres y tres hombres; ellos tenían libertad de ir y venir, pero las mujeres no. “nosotras fuimos criadas para hacer lo mismo que mi mamá hizo con mi papa”. Se refiere a atender al hombre, “si sabe cocinar entonces sí es una buena mujer, las mujeres tienen que ser así, una mujer no tiene por qué estar en la calle”.

Pese a la característica machista de la cultura, su padre les inculcaba carácter, autoestima y orgullo por sus raíces. “En Fonseca sufrimos mucha discriminación por ser wayuu. Nosotras somos blancas; allá no usábamos el atuendo tradicional sino como un alijuna (persona no indígena) y la gente no nos identificaba. Cuando mamá llegaba a buscar los boletines, los niños me burlaban, me decían tu mamá es india, es wayuu, es fea, es piojosa”, pero todo este matoneo sucumbía ante la fuerza de los valores inculcados por su padre.

A ese bullying se enfrentaron después cuando la familia se mudó a Uribia y las señalaban por ser blancas, por no hablar perfecto el wayuunaiki, aunque eso poco les importó; estaban demasiado felices para reparar en esos prejuicios sociales. “Cuando llegamos aquí a Uribia: sentí como si aquí estuviera el tornillo y yo fuera la rosca; le dije a mi papá, nosotros vamos a vivir en el Disneylandia de los wayuu, o sea Uribia. Somos wayuu y somos felices porque nos sentimos orgullosos de ser de aquí”.

Y es que aunque Iris fue criada en otro entorno, sí se abrevó de todas las tradiciones wayuu, como el ‘Encierro’ al que es sometida toda mujer cuando tiene su menarquia, que marca la transición de jimot a majayut (de niña a mujer), y durante el cual estas reciben de sus madres y abuelas la preparación para la vida, bajo una connotación altamente espiritual. La duración de este encierro varía, pueden ser semanas, meses o años en los que la niña permanece encerrada, aprendiendo el arte de tejer, bailar la Yonna y todos los asuntos básicos culturales; de ahí sale lista para la vida. Aunque en el caso de Iris, la vida la enfrentó a otro encierro.

Y LA MÚSICA AHÍ

La música ha sido siempre una sombra recurrente en el entorno de esta joven wayuu, así que a Uribia llegó persiguiéndola, al colegio Alfonso López Pumarejo, donde su profesora la alentaba para que cantara y se enfrentaba a su padre para que le permitiera hacerlo. Ella cantaba en las terrazas con un amigo, tarareaba mientras caminaba por la calle y hasta había montado una emisora en el colegio, cuando llegó aquel día del concurso. “Mi papá dijo: voy para la ranchería y no quiero saber que saliste. Imagínate, yo tenía 16 años y era un mandato de mi papá”, pero llegaron las amigas confidentes y la convencieron de llegar hasta la esquina de la plaza solo a ver el concurso.

Foto: María Ruth Mosquera

Estando allá la animaron a participar, pero a mitad del primer verso vio pasar a su padre, por lo que dejó la canción así y bajó de la tarima. Ganó el segundo puesto y a su casa le llevaron el premio. “Me pegaron, me rompieron las cosas”.

No censura a su padre por las represiones, ni a su madre por la sumisión. “Hoy en día somos grandes amigos, pero mi papá como su crianza fue diferente pensaba que nos iban a hacer daño y estaba protegiéndonos”. También ella fue volviéndose cada vez más experta en escaparse de su casa para ir a cantar a escondidas. Con el tiempo, se inscribió en otro concurso y fue feliz cuando vio a su familia en primeva fila, mientras ella ganaba en tarima. En medio de todo estaba Isis, su hermanita, a la que prácticamente había criado a su imagen y semejanza, le cantaba mientras la mecía en el chinchorro y la convirtió en cantante, amiga y su más grande impulsora.

¿Qué sucede con los sueños cuando son tan fuertes, pero la cultura los reprime? Las respuestas se materializaron en su vida, pues anhelaba ser policía y cantante, pero en la visión paterna estaba una profesional de la medicina, por lo que debió inscribirse en la universidad a estudiar bacteriología. Pero como la música la perseguía, la vida misma la llevó a la Academia de Andrés ‘El Turco’ Gil’ como una materia electiva, aunque la misma vida la arrancó de la universidad y la devolvió a Uribia, su hogar, para hacerse cargo de su familia, en un momento difícil y debieron “enfrentar la vida porque no contábamos con nadie más sino con mi padre que nos daba todo. Esa fue la frustración más grande de mi mamá que decía tienes que terminar tu universidad, no puedes dejarla”.

Dejó no solo la universidad sino también sus sueños de ser cantante; se enamoró, se casó y se fue a Bogotá a ser ama de casa. “En este momento de mi vida me di cuenta que yo no estada preparada para la vida porque me encontré con la vida real”. Esa vida real era dura, dolorosa, de modo que ninguna enseñanza de su ‘Encierro’ fuero aplicables a ella. “Con el fallecimiento de mi primer hijo me sentí vulnerable y fue ahí donde saqué la fuerza que tiene toda mujer wayuu, dije esto no lo soporta cualquiera, tengo que se mujer para soportarlo porque muy fuerte; no estaba en mi entorno familiar, en una ciudad que no era mía, que era muy fría”.

Pasa de prisa por este capítulo de su vida, “porque hoy es muy doloroso; uno nunca supera eso. En la vida todo tiene nombre cuando te suceden cosas trágicas, si se muere tu madre eres huérfano, si se muere tu esposo eres viuda, pero si se te muere un hijo no hay palabras que describan ese dolor. Ese momento de mi vida se llama enfrentare a la realidad de la vida, fue muy fuerte, y también le agradezco a Dios que pude vivir ante esa adversidad. El dolor se agudizó, interrumpió el matrimonio y se hizo más punzante, pero Dios les tenía una segunda oportunidad y otro hijo, sano, hermoso y amoroso, como se lo había pedido a Dios; “así como lo peor que le puede pasar a una mujer es perder a un hijo, lo más hermoso es tenerlo; es el amor más puro y lindo que una mujer puede experimentar”.

Foto: María Ruth Mosquera

El matrimonio terminó y dos años después, Iris se unió a otra persona, que le deparó las alegrías de una hija y las tristezas del maltrato psicológico. Fueron doce años alejada de su cultura, de sus sueños. “Así como en mi adolescencia fui entregada a mi familia, porque para eso nos preparan a las mujeres wayuu; yo era abnegada a eso porque me prepararon para ser una ama de casa, porque aunque mi papá y mi mamá tuvieron esa intención de que yo terminara una carrera, mi esencia era ser ama de casa, porque mi mamá lo hizo con mi papá 25 años”. Y en ese punto de su vida la encontró el desespero que obró el ella la metamorfosis de oruga a mariposa.

El florecimiento femenino

‘La de hermosos colores’ es el significado de Iris, su nombre, que al parecer también hace parte del tejido de divinas coincidencias que han rodeado su vida, pues una vez se sacudió las cargas que no le pertenecía, una vez que se liberó de las cárceles que se escondían en las entrepieles de la cultura y el amor, ella floreció, se hizo radiante como el sol de La Guajira, una joven emblemática promotora de sus tradiciones ancestrales, una cantante que inspira y proyecta, una mujer empoderada que ilumina los lugares a los que llega con la iridiscencia que le da su nombre.

Había que comenzar de cero, con la diferencia que ahora tenía dos hijos que la inspiraban a derribar muros, a comerse el mundo; tenía la experiencia del sufrimiento como combustible para no abandonarse nunca más, tenía la deuda de su arte quemándole las entrañas, urgiéndola para que lo dejara salir. No fue fácil pero lo logró, con creces.

En esta etapa de su vida fue determinante la influencia de su hermana, Isis, terminó por convencerla que ella seguía siendo cantante. Era algo que veía tan lejano ella, que vestía jean y blusas y que no había vuelto a maquillar su cara, ni a bailar la Yonna, ni a hablar wayuunaiki, ni nada que la identificara con la simbología wayúu. “En una de las cantadas de mi hermana, que iba a dar una serenata, yo la acompañé, me conseguí con el maestro Joaquín Prince”. Un encuentro transformador porque le ofreció un empleo para el cual sólo debía sacar a la mujer wayúu que dormía en ella.

“Yo encontré la fórmula perfecta de mi vida: ser yo misma como mujer wayuu, llevar a cualquier parte del mundo mi música, mi identidad cultural y hacer lo que más me gusta en la vida que es cantar. Pienso que es un milagro porque es lo más bonito que me ha pasado en la vida, a parte de mis hijos, y más hermoso aun es poder fusionar mi identidad cultural con la música vallenata”.

Foto: María Ruth Mosquera.

Y los caminos siguieron despejándose, empoderándola de su vida, pues ella, a quien habían reprimido tanto, que le habían dicho que no podía, ya no estaba dispuesta a aceptar eso más en si vida; por eso cuando en un empleo la pusieron a escoger entre su música y el trabajo, no lo dudó. El resultado de ese envión es Son Wayuu, la primera agrupación vallenata wayuu, de la que Iris es creadora y cantante.

En 2016 se inscribieron al primer Encuentro Vallenato Femenino –Evafe-,“con mi hermana varias mujeres Wayuu y fue la experiencia más bonita de mi vida. Yo soy hija del Evafe, me cambió la vida porque descubrí un mundo mágico para las mujeres; es una plataforma donde descubrí lo que quiero ser y hacer, mostrarle al mundo mi música; aquí hay una total hermandad como mujeres” y agradece a Hernando Riaño y Sandra Arregocés, a los que dice amar como a sus padres.

Similar sentimiento de gratitud guarda hacia Fabrina Acosta Contreras de la Asociación Evas y Adanes, quien la ha dado apoyo, orientación y oportunidades para exaltar su cultura, pero sobre todo a esencia de mujer empoderada, en el Foro Concierto La Mujer en el Vallenato. “Con Fabrina a mí me cambio la vida. El Evafe me dio la experiencia de soñar y con Evas y Adanes fue donde yo me empoderé”.

“En este punto es donde yo le digo a las mujeres y a todo el mundo: sigue tu sueño, sigue lo que tu corazón te está diciendo. Si antes me decían que estaba para los quehaceres de la casa, acá me estaban diciendo algo similar, y yo cuando decidí volver a Uribia, prometí no hacer nunca más lo que a los demás les parezca”. Entre esas opiniones contrarias estuvo la de su madre, quien le inquirió para que buscara un “empleo normal”, pues era madre de dos hijos, pero a ella también silenció, ganándose el festival Mar de acordeones (Indio Tayrona) en Santa Marta, a donde llegó auxiliada por el afecto de su amigo por Luis Arturo Buitrago y su esposa, y se ganó a una cuarentena de cantantes hombres de trayectoria.

Hoy es una mujer con autodeterminación, que ha ganado premios incluso en el exterior, pues en 2017 recibió el premio Enfoque, por sus aportes a la música vallenata. Es una de las Evas que promueve igualdades de género en el Foro Concierto, promueve su cultura en Uribia y avanza en la creación de una fundación que abra espacios de arte a los niños wayuu porque “no quiero que mi vida pase en vano, sin poder hacer algo por la sociedad y por los niños; quiero darles a ellos herramientas para que también logren sus sueños”.

Por: Maríaruth Mosquera / EL PILÓN