Siempre recibo noticias de sus canciones y de sus triunfos, porque don Rodrigo Aarón Medina me trae esos detalles que de su boca salen en vocablos doctos y balsámicos.
Como el reconocimiento y la distinción debe hacerse en vida de quien lo amerite, escribo esta nota que destino a Gustavo Gutiérrez Cabello, comenzando con su misma frase: “Dame tu mano mi amigo, que quiero saludarte”.
Hace unos pocos meses, en el círculo de Música sin Fronteras, que regenta Ricardo Gutiérrez, leí la consternación de los cofrades de ese grupo, por la salud en precario estado del artista, quienes requerían la información del galeno Julio Emiro Pérez, su médico tratante en una clínica de la ciudad de Valledupar. Desde entonces hice el compromiso conmigo de escribir estos renglones exaltando a mi modo la obra de Gustavo Gutiérrez.
Debo decir, que, en un año que no preciso, en los asomos de la década de los años setenta, comencé el deleite de sus cantos desde una mañana, en que con una concertina sobre su pecho y el milagro hecho arpegios en la guitarra de Hugues Martínez, diluía las notas de una canción, en casa de las hermanas Zequeda Mestre, mis hermosas primas.
Allí, con una musicalidad apacible, algodonosa, entonaba: “Por ti Cecilia hermosa yo daría toda mi vida entera, y dos vidas si tuviera”. Tal canto era en honor a Cecilia Roncallo, según creo, una llamativa barranquillera que perturbaba el sueño de algunos donjuanes que competían por ella con galanteos de alas arrastras. La canción, de elevada sencillez, me pareció entonces una devota plegaria de pentagrama.
Siempre recibo noticias de sus canciones y de sus triunfos, porque don Rodrigo Aarón Medina, el poeta y común compadre con él, me trae esos detalles que de su boca salen en vocablos doctos y balsámicos, quebrando mi mundo de aislamiento con sus visitas matutinas, fugaces y fraternas.
Gustavo es un autor de canciones con sensibles mensajes de poesía. Lo es de altísimos vuelos, sin asomo en ellas de la rudeza cruda y silvestre de otros cantos provincianos, o que ello equivalga a que exista un desligue en sus versos del paisaje campesino, de sus gentes atadas al mundo menudo del corral, de la atarraya, del labriego anónimo que hinca su azadón entre los matorrales calurosos de nuestras llanadas o entre los brumazones de las quebraduras serranas.
“El estilo es el hombre”, es una frase consagrada ya. Nuestro autor aflora el suyo, de su yo interior, de su textura humana en las canciones que anida en la mente. A ratos es un vate intimista, hundido en las soledades aldeanas de su espíritu, pero nada de él es postizo.
En sus creaciones no hay mármoles helénicos, ni cisnes, ni nubes retóricas, ni hadas, ni servilismo cultural alguno. Su expresión es plana, lisa, con corte de hechura a la medida de todo entendimiento, por eso sus canciones tienen el logro de llegar a todos los ámbitos y a todas las mentes.
Registro en mis recuerdos un día de medio año de 2004, cuando en una calle de Madrid creí escuchar a lo lejos el repique galopero de una caja vallenata. Previne a Mary, mi esposa, de esa percepción disuelta entre la confusión babilónica de la gran urbe. Los ecos del retumbo se hicieron más presentes a nuestros oídos, y siguiendo el trazo invisible de la brisa, llegamos a la plaza Sánchez Bustillo. Estaba atestada de colombianos que batían con fervor de patria el tricolor nacional. Allí se divisaba un escenario al fondo con un conjunto vallenato que desgranaba sus sonoridades con estridencia festiva. A distancia divisamos a los hermanos Mesa Reales y la figura enjuta de Gustavo Gutiérrez.
Alguno de ellos advirtió nuestra presencia y un cuchicheo hubo entre todos esos artistas que ya nos señalaban, pues según nos dijeron luego, entre los compatriotas presentes, éramos los únicos paisanos del Valle de Upar.
No bien terminaron sus presentaciones, cuando presurosos bajaron abriéndose camino hacia donde estábamos para darnos un abrazo, pues todos somos uno cuando la patria está distante. Era una fiesta colombianista auspiciada por la embajadora nuestra, Nohemí Sanín, quien, curiosa, se acercó también a darnos la bienvenida.
Los hermanos Mesa Reales partirían al día siguiente para Alemania en gira artística, no así Gustavo Gutiérrez, quien con voz dolida nos expuso su ánimo decaído por echar de menos sus parajes vallenatos.
Sensitivo, como todo poeta nato, nos expresaba su desazón angustiada por volver al encuentro de los suyos. Le propuse que se fuera con nosotros a Salamanca donde disponíamos de vehículo, y en Casa Vallejo, una reputada hostería salmantina, tendría cobijas y manteles. Después, según mi plan, iríamos por toda Castilla la vieja para visitar castillos y catedrales o recorreríamos la Ruta Jacobea, sumándonos a los cientos de peregrinos que, en esa época del año, cruzan España para visitar la tumba del apóstol en Santiago de Compostela.
Con ademanes corteses pero vehementes de sus manos, nuestro artista nos dio una rotunda negativa. La urgencia era su regreso.
Como aldeano lo entendí. El rumor sordo de la urbe madrileña, el revuelto de las gentes que transitaban rumbos opuestos a todas horas, las chimeneas industriales con sus penachos de hollín, los voceadores de periódicos, los miles de vehículos con su convulsión de colores, las voces callejeras que ofrecían gardenias y postales, y los anuncios luminosos hacían un babélico contubernio en una atrocidad modernista que lesionaban el alma apacible de un poeta que hacía canciones provincianas.
Me expliqué entonces el por qué otro vallenato, bohemio y grande, diestro en versos cultos de poetas luminosos y en el pincel crítico de la caricatura, Jaime Molina, se resistía a ir más allá de los últimos patios de su aldea vallenata.
Retrotraje en mi memoria entonces algo que alguien me había referido de Gustavo Gutiérrez. Aconteció, según el dudoso relato, en un año y en un día en que nuestro poeta y autor de cantos vestía ya de pantalones largos (entre nosotros, algo así como la toga viril de los antiguos romanos, con lo cual reconocían los derechos civiles de la mayoría de edad) y fue a la botica de doña Rosa Urbina, en una esquina de nuestra plaza mayor, para comprar algunas grageas de valium, porque exhibían esa noche en nuestro Teatro Caribe, de don Marcos Barros, una película del Conde Drácula.
Cuando escuché tal versión, entendí, de ser cierta ella, lo que una vez escribiera Alphonse Daudet, el celebrado autor francés de Tartarín Tarascón, “que los poetas son hombres que siempre han conservado los ojos de niño”.
Alguna vez con él departí, dos años atrás, una noche en que se celebraban los éxitos científicos de un eximio vallenato, Rafael Valle Oñate. Allí, violentando la rigidez de mi propio protocolo, me levanté de mi silla y fui hasta su mesa, discretamente apartada con humildad en un rincón, tal como si él mismo huyera de su propia fama.
Estaba en compañía del amigo común Carlos Ezpeleta. Le inquirí sobre algunos datos de la plaza mayor de Valledupar, en cuyas inmediaciones había vivido siempre. Era un diciembre de cielos claros, sin borrones, arrasado de nubes, con un azulino de mapa escolar.
Generoso mes para dar conciertos de su poética musical. Pero, según me dijo aquella noche, renunciaba a todo beneficio pecuniario en esa época de coloreada alegría, porque entre las luces de bengala cubriría el afán de acompasar con su concertina, los villancicos de sus nietos, ante la humilde majestad del pesebre belemita. Le tendí la mano, alegrándome de que aún hubiera hombres que ritúan en el universo íntimo de los suyos, las decaídas costumbres que una vez nos llegaron por el cordón umbilical de un provinciano linaje.
Gustavo nunca ha sido un poeta a duras penas. Versifica sus canciones con fluidez de alfaguara y tañido de espadaña. En su mundo creativo se adivina el amor filial y el amor mundano, la lealtad del compadre, la trocha caminera en la montaña, el apego a la patria pequeña, al fogón del hogar, al paraje de cerrajones y explanadas con aliento del resol de ayer, pareciendo que los años se hayan transparentados hasta volver al destello de hojalata de aquellos amaneceres de acordeones en los patios provincianos.
Retazos de sus acordes poéticos nos asaltan el recuerdo para el desprevenido tarareo de sus temas: “Corazón martirizado/ ya quieres irte sin decir nada/ quien te calentó el oído de frases lindas, con frases vanas/ sabes que ninguno puede quererte tanto como yo te quiero/ si quieres me arranco el pecho y en mil pedazos te entrego el alma”.
Por su rito recurrente en la evocación del pasado, nos dice: “Busco en las noches serenas de mi tierra/ la triste historia que brota del acordeón/para sentirme de nuevo enamorado/ yo vengo del pasado con versos y canción”.
A Gustavo Gutiérrez Cabello, el caballero medioeval de discreto señorío, el dueño de una figura cenceña que le da un retoque de idealista como el hidalgo manchego de Cervantes, le deseo que su voz cantante con dejos de quejumbre, siga la senda de la errancia por el mundo alentando añoranzas, y que su eco de turpial canoro trasponga los tiempos de lo venidero y peregrine la travesía de todos los caminos con sus recados de concordia, de amor y de paz.
Por Rodolfo Ortega Montero
Siempre recibo noticias de sus canciones y de sus triunfos, porque don Rodrigo Aarón Medina me trae esos detalles que de su boca salen en vocablos doctos y balsámicos.
Como el reconocimiento y la distinción debe hacerse en vida de quien lo amerite, escribo esta nota que destino a Gustavo Gutiérrez Cabello, comenzando con su misma frase: “Dame tu mano mi amigo, que quiero saludarte”.
Hace unos pocos meses, en el círculo de Música sin Fronteras, que regenta Ricardo Gutiérrez, leí la consternación de los cofrades de ese grupo, por la salud en precario estado del artista, quienes requerían la información del galeno Julio Emiro Pérez, su médico tratante en una clínica de la ciudad de Valledupar. Desde entonces hice el compromiso conmigo de escribir estos renglones exaltando a mi modo la obra de Gustavo Gutiérrez.
Debo decir, que, en un año que no preciso, en los asomos de la década de los años setenta, comencé el deleite de sus cantos desde una mañana, en que con una concertina sobre su pecho y el milagro hecho arpegios en la guitarra de Hugues Martínez, diluía las notas de una canción, en casa de las hermanas Zequeda Mestre, mis hermosas primas.
Allí, con una musicalidad apacible, algodonosa, entonaba: “Por ti Cecilia hermosa yo daría toda mi vida entera, y dos vidas si tuviera”. Tal canto era en honor a Cecilia Roncallo, según creo, una llamativa barranquillera que perturbaba el sueño de algunos donjuanes que competían por ella con galanteos de alas arrastras. La canción, de elevada sencillez, me pareció entonces una devota plegaria de pentagrama.
Siempre recibo noticias de sus canciones y de sus triunfos, porque don Rodrigo Aarón Medina, el poeta y común compadre con él, me trae esos detalles que de su boca salen en vocablos doctos y balsámicos, quebrando mi mundo de aislamiento con sus visitas matutinas, fugaces y fraternas.
Gustavo es un autor de canciones con sensibles mensajes de poesía. Lo es de altísimos vuelos, sin asomo en ellas de la rudeza cruda y silvestre de otros cantos provincianos, o que ello equivalga a que exista un desligue en sus versos del paisaje campesino, de sus gentes atadas al mundo menudo del corral, de la atarraya, del labriego anónimo que hinca su azadón entre los matorrales calurosos de nuestras llanadas o entre los brumazones de las quebraduras serranas.
“El estilo es el hombre”, es una frase consagrada ya. Nuestro autor aflora el suyo, de su yo interior, de su textura humana en las canciones que anida en la mente. A ratos es un vate intimista, hundido en las soledades aldeanas de su espíritu, pero nada de él es postizo.
En sus creaciones no hay mármoles helénicos, ni cisnes, ni nubes retóricas, ni hadas, ni servilismo cultural alguno. Su expresión es plana, lisa, con corte de hechura a la medida de todo entendimiento, por eso sus canciones tienen el logro de llegar a todos los ámbitos y a todas las mentes.
Registro en mis recuerdos un día de medio año de 2004, cuando en una calle de Madrid creí escuchar a lo lejos el repique galopero de una caja vallenata. Previne a Mary, mi esposa, de esa percepción disuelta entre la confusión babilónica de la gran urbe. Los ecos del retumbo se hicieron más presentes a nuestros oídos, y siguiendo el trazo invisible de la brisa, llegamos a la plaza Sánchez Bustillo. Estaba atestada de colombianos que batían con fervor de patria el tricolor nacional. Allí se divisaba un escenario al fondo con un conjunto vallenato que desgranaba sus sonoridades con estridencia festiva. A distancia divisamos a los hermanos Mesa Reales y la figura enjuta de Gustavo Gutiérrez.
Alguno de ellos advirtió nuestra presencia y un cuchicheo hubo entre todos esos artistas que ya nos señalaban, pues según nos dijeron luego, entre los compatriotas presentes, éramos los únicos paisanos del Valle de Upar.
No bien terminaron sus presentaciones, cuando presurosos bajaron abriéndose camino hacia donde estábamos para darnos un abrazo, pues todos somos uno cuando la patria está distante. Era una fiesta colombianista auspiciada por la embajadora nuestra, Nohemí Sanín, quien, curiosa, se acercó también a darnos la bienvenida.
Los hermanos Mesa Reales partirían al día siguiente para Alemania en gira artística, no así Gustavo Gutiérrez, quien con voz dolida nos expuso su ánimo decaído por echar de menos sus parajes vallenatos.
Sensitivo, como todo poeta nato, nos expresaba su desazón angustiada por volver al encuentro de los suyos. Le propuse que se fuera con nosotros a Salamanca donde disponíamos de vehículo, y en Casa Vallejo, una reputada hostería salmantina, tendría cobijas y manteles. Después, según mi plan, iríamos por toda Castilla la vieja para visitar castillos y catedrales o recorreríamos la Ruta Jacobea, sumándonos a los cientos de peregrinos que, en esa época del año, cruzan España para visitar la tumba del apóstol en Santiago de Compostela.
Con ademanes corteses pero vehementes de sus manos, nuestro artista nos dio una rotunda negativa. La urgencia era su regreso.
Como aldeano lo entendí. El rumor sordo de la urbe madrileña, el revuelto de las gentes que transitaban rumbos opuestos a todas horas, las chimeneas industriales con sus penachos de hollín, los voceadores de periódicos, los miles de vehículos con su convulsión de colores, las voces callejeras que ofrecían gardenias y postales, y los anuncios luminosos hacían un babélico contubernio en una atrocidad modernista que lesionaban el alma apacible de un poeta que hacía canciones provincianas.
Me expliqué entonces el por qué otro vallenato, bohemio y grande, diestro en versos cultos de poetas luminosos y en el pincel crítico de la caricatura, Jaime Molina, se resistía a ir más allá de los últimos patios de su aldea vallenata.
Retrotraje en mi memoria entonces algo que alguien me había referido de Gustavo Gutiérrez. Aconteció, según el dudoso relato, en un año y en un día en que nuestro poeta y autor de cantos vestía ya de pantalones largos (entre nosotros, algo así como la toga viril de los antiguos romanos, con lo cual reconocían los derechos civiles de la mayoría de edad) y fue a la botica de doña Rosa Urbina, en una esquina de nuestra plaza mayor, para comprar algunas grageas de valium, porque exhibían esa noche en nuestro Teatro Caribe, de don Marcos Barros, una película del Conde Drácula.
Cuando escuché tal versión, entendí, de ser cierta ella, lo que una vez escribiera Alphonse Daudet, el celebrado autor francés de Tartarín Tarascón, “que los poetas son hombres que siempre han conservado los ojos de niño”.
Alguna vez con él departí, dos años atrás, una noche en que se celebraban los éxitos científicos de un eximio vallenato, Rafael Valle Oñate. Allí, violentando la rigidez de mi propio protocolo, me levanté de mi silla y fui hasta su mesa, discretamente apartada con humildad en un rincón, tal como si él mismo huyera de su propia fama.
Estaba en compañía del amigo común Carlos Ezpeleta. Le inquirí sobre algunos datos de la plaza mayor de Valledupar, en cuyas inmediaciones había vivido siempre. Era un diciembre de cielos claros, sin borrones, arrasado de nubes, con un azulino de mapa escolar.
Generoso mes para dar conciertos de su poética musical. Pero, según me dijo aquella noche, renunciaba a todo beneficio pecuniario en esa época de coloreada alegría, porque entre las luces de bengala cubriría el afán de acompasar con su concertina, los villancicos de sus nietos, ante la humilde majestad del pesebre belemita. Le tendí la mano, alegrándome de que aún hubiera hombres que ritúan en el universo íntimo de los suyos, las decaídas costumbres que una vez nos llegaron por el cordón umbilical de un provinciano linaje.
Gustavo nunca ha sido un poeta a duras penas. Versifica sus canciones con fluidez de alfaguara y tañido de espadaña. En su mundo creativo se adivina el amor filial y el amor mundano, la lealtad del compadre, la trocha caminera en la montaña, el apego a la patria pequeña, al fogón del hogar, al paraje de cerrajones y explanadas con aliento del resol de ayer, pareciendo que los años se hayan transparentados hasta volver al destello de hojalata de aquellos amaneceres de acordeones en los patios provincianos.
Retazos de sus acordes poéticos nos asaltan el recuerdo para el desprevenido tarareo de sus temas: “Corazón martirizado/ ya quieres irte sin decir nada/ quien te calentó el oído de frases lindas, con frases vanas/ sabes que ninguno puede quererte tanto como yo te quiero/ si quieres me arranco el pecho y en mil pedazos te entrego el alma”.
Por su rito recurrente en la evocación del pasado, nos dice: “Busco en las noches serenas de mi tierra/ la triste historia que brota del acordeón/para sentirme de nuevo enamorado/ yo vengo del pasado con versos y canción”.
A Gustavo Gutiérrez Cabello, el caballero medioeval de discreto señorío, el dueño de una figura cenceña que le da un retoque de idealista como el hidalgo manchego de Cervantes, le deseo que su voz cantante con dejos de quejumbre, siga la senda de la errancia por el mundo alentando añoranzas, y que su eco de turpial canoro trasponga los tiempos de lo venidero y peregrine la travesía de todos los caminos con sus recados de concordia, de amor y de paz.
Por Rodolfo Ortega Montero