Respiré los aromas primaverales del caracolí, los pereuétanos y candungas, y vi desde sus gigantescas ramas caer la lírica flor del ‘volador’ que luego iba flotando en las apacibles corrientes de la Malena, como buscando la cruz perdida de un náufrago…
Eran las dos y media de la madrugada en Buenos Aires. Entre rebosantes copas de Brandy y vino tinto los parroquianos celebraban el triunfo de algún equipo local, al son de las nostálgicas milongas en uno de esos modestos clubes de San Telmo. Mientras gimoteaban al compás saltarín de los tangos de Gardel, yo me hundía en las románticas gestas patillaleras, soñando con las delirantes coplas octavianas, los recuerdos de ‘La Agüela’ y esas fantásticas historias de Agapito que, en su típico acento picaresco, me contara el profesor Hinojosa, degustando un buen café en casa de la inolvidable Rosenda Maestre.
Oí, entonces, el bello trinar de canarios, sangretoros y turpiales por los frondosos caminos de La Falda. Respiré los aromas primaverales del caracolí, los pereuétanos y candungas, y vi desde sus gigantescas ramas caer la lírica flor del ‘volador’ que luego iba flotando en las apacibles corrientes de la Malena, como buscando la cruz perdida de un náufrago…
De pronto, un estruendo de voces, copas rotas, sirenas y duendes me despertó en la vida real. Volví a ser el mismo lánguido y triste visitante en la última silla del recinto, sumido en ese brindis de lejanía y olvido, donde apenas un sorbo de champán lograba apaciguar el alma, y donde solo una lágrima pudiera mitigar las penas por tan larga e irredimible ausencia.
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Tras la bruma infinita de aquellas penurias, de pronto, alguien se detuvo frente a mí. Era un típico personaje gauchesco con sus peculiares mantas y corsés de lana, chambergo y chiripá al cinto, y una vieja guitarra que cortejaba celosamente al regazo, cual una amante prohibida, ilusoria y muda. Al distinguir mi nacionalidad, y al esbozarle esos croquis inverosímiles donde el fantasma del Almirante Padilla va pintando con versos la Sierra Nevada de Santa Marta, las orillas del Mar Caribe y esas moles indescifrables del cerro de Murillo, con su pródiga cadencia nativa el peregrino, poniendo su alma en aquello, empezó a cantar:
“Oye morenita, te vas a quedar muy sola
Porque anoche dijo el radio que abrieron el Liceo
Como es estudiante ya se va Escalona
Pero de recuerdo te deja un paseo…”
Lo que vino después no lo sé. Es un sentir que en el momento no es posible precisar. Las dimensiones culturales de nuestra tierra se tornan inmensurables entonces, algo que nadie puede concebir si no lo ha vivido, algo absolutamente sublime, como un mágico arcoíris después de la lluvia, o como el suspiro de la nieve por una caricia del sol.
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Con tanta emoción por semejante cortesía procedí a indagarle algunas cosas vinculadas con la música vallenata. Me narró episodios sobre el legendario Francisco Moscote, las confidencias de García Márquez con Rafael Escalona cuyas melodías —según sus memorias— habían recorrido durante la década del sesenta cada uno de los pueblos y ciudades que bordean las costas del Río de la Plata, primero en la interpretación del conjunto de Julio Bovea y, más tarde, en los Clásicos de la Provincia de Carlos Vives.
Así, entre copa y copa, entonces, seguían fluyendo nuestras melodías vernáculas en sus labios, mientras que en mis ojos brotaban lágrimas y más lágrimas, confundido en la emoción imperturbable de seguir escuchando en la solemne voz del soñador porteño la historia del medallón que usaba un pirata, el chevrolito que cruzaba las fronteras colombo-venezolanas y las inmemorables cuitas de aquella golondrina errante que un día plasmara Jaime Molina Maestre en el bellísimo lienzo celestial…
Al otro lado del recinto, los demás callaban, y se silenciaron en el acto los valses y tangos gardelianos, como si se rindiesen a la majestad de nuestros ritmos caribeños que, inmortalizados en las formidables páginas de Cien Años de Soledad, pudieran someter los amores contrariados de Remedios, la Bella, y conjurar todos los hechizos de Macondo.
Por: Fernando Daza
Respiré los aromas primaverales del caracolí, los pereuétanos y candungas, y vi desde sus gigantescas ramas caer la lírica flor del ‘volador’ que luego iba flotando en las apacibles corrientes de la Malena, como buscando la cruz perdida de un náufrago…
Eran las dos y media de la madrugada en Buenos Aires. Entre rebosantes copas de Brandy y vino tinto los parroquianos celebraban el triunfo de algún equipo local, al son de las nostálgicas milongas en uno de esos modestos clubes de San Telmo. Mientras gimoteaban al compás saltarín de los tangos de Gardel, yo me hundía en las románticas gestas patillaleras, soñando con las delirantes coplas octavianas, los recuerdos de ‘La Agüela’ y esas fantásticas historias de Agapito que, en su típico acento picaresco, me contara el profesor Hinojosa, degustando un buen café en casa de la inolvidable Rosenda Maestre.
Oí, entonces, el bello trinar de canarios, sangretoros y turpiales por los frondosos caminos de La Falda. Respiré los aromas primaverales del caracolí, los pereuétanos y candungas, y vi desde sus gigantescas ramas caer la lírica flor del ‘volador’ que luego iba flotando en las apacibles corrientes de la Malena, como buscando la cruz perdida de un náufrago…
De pronto, un estruendo de voces, copas rotas, sirenas y duendes me despertó en la vida real. Volví a ser el mismo lánguido y triste visitante en la última silla del recinto, sumido en ese brindis de lejanía y olvido, donde apenas un sorbo de champán lograba apaciguar el alma, y donde solo una lágrima pudiera mitigar las penas por tan larga e irredimible ausencia.
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Tras la bruma infinita de aquellas penurias, de pronto, alguien se detuvo frente a mí. Era un típico personaje gauchesco con sus peculiares mantas y corsés de lana, chambergo y chiripá al cinto, y una vieja guitarra que cortejaba celosamente al regazo, cual una amante prohibida, ilusoria y muda. Al distinguir mi nacionalidad, y al esbozarle esos croquis inverosímiles donde el fantasma del Almirante Padilla va pintando con versos la Sierra Nevada de Santa Marta, las orillas del Mar Caribe y esas moles indescifrables del cerro de Murillo, con su pródiga cadencia nativa el peregrino, poniendo su alma en aquello, empezó a cantar:
“Oye morenita, te vas a quedar muy sola
Porque anoche dijo el radio que abrieron el Liceo
Como es estudiante ya se va Escalona
Pero de recuerdo te deja un paseo…”
Lo que vino después no lo sé. Es un sentir que en el momento no es posible precisar. Las dimensiones culturales de nuestra tierra se tornan inmensurables entonces, algo que nadie puede concebir si no lo ha vivido, algo absolutamente sublime, como un mágico arcoíris después de la lluvia, o como el suspiro de la nieve por una caricia del sol.
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Con tanta emoción por semejante cortesía procedí a indagarle algunas cosas vinculadas con la música vallenata. Me narró episodios sobre el legendario Francisco Moscote, las confidencias de García Márquez con Rafael Escalona cuyas melodías —según sus memorias— habían recorrido durante la década del sesenta cada uno de los pueblos y ciudades que bordean las costas del Río de la Plata, primero en la interpretación del conjunto de Julio Bovea y, más tarde, en los Clásicos de la Provincia de Carlos Vives.
Así, entre copa y copa, entonces, seguían fluyendo nuestras melodías vernáculas en sus labios, mientras que en mis ojos brotaban lágrimas y más lágrimas, confundido en la emoción imperturbable de seguir escuchando en la solemne voz del soñador porteño la historia del medallón que usaba un pirata, el chevrolito que cruzaba las fronteras colombo-venezolanas y las inmemorables cuitas de aquella golondrina errante que un día plasmara Jaime Molina Maestre en el bellísimo lienzo celestial…
Al otro lado del recinto, los demás callaban, y se silenciaron en el acto los valses y tangos gardelianos, como si se rindiesen a la majestad de nuestros ritmos caribeños que, inmortalizados en las formidables páginas de Cien Años de Soledad, pudieran someter los amores contrariados de Remedios, la Bella, y conjurar todos los hechizos de Macondo.
Por: Fernando Daza