En Colombia, aspirar a la presidencia parece haberse convertido en un deporte nacional. La carrera hacia 2026 lo confirma con cifras elocuentes: de acuerdo con una encuesta de Guarumo y EcoAnalítica, citada por El Colombiano el 8 de julio de 2025, ya se contabilizaban 75 aspirantes a la Presidencia de la República.
Más de la mitad buscaban avalarse mediante la recolección de firmas, lo que demuestra que ni siquiera se requiere el respaldo de un partido para lanzarse al ruedo. En apariencia, esta abundancia de aspirantes podría leerse como entusiasmo democrático. En realidad, refleja la precariedad de nuestro sistema político y el apetito desbordado de poder que caracteriza a buena parte de la dirigencia.
La presidencia de la República debería ser la culminación de una trayectoria de servicio público, un peldaño alcanzado gracias a la preparación, la visión de país y el compromiso con los territorios. Sin embargo, se ha degradado en una vitrina de vanidades. Lo que hoy abunda no son estadistas, sino figuras ansiosas de protagonismo, convencidas de que con su sola presencia bastará para “salvar” a Colombia. La multiplicación de nombres no responde a proyectos colectivos sólidos, sino a intereses personales, cálculos de negociación o simples estrategias para figurar en la agenda mediática.
Este fenómeno se agrava porque los partidos políticos han perdido el rumbo. Alguna vez fueron escuelas de formación, espacios donde se construía ideología, doctrina y liderazgo al servicio del país. Hoy, muchos se han convertido en maquinarias que avalan candidatos de manera indiscriminada, sin importar su trayectoria o propuestas. Ese deterioro duele porque los partidos deberían ser la columna vertebral de la democracia representativa, el contrapeso frente a los personalismos. En su ausencia, el escenario se llena de improvisados disfrazados de “alternativas ciudadanas” que, lejos de fortalecer la democracia, la fragmentan y la saturan hasta el cansancio.
El impacto sobre la ciudadanía es evidente. Entre tantos aspirantes, los votantes terminan confundidos, desinteresados o atrapados en la idea de que “todos son iguales”. Esa percepción alimenta la abstención, que en Colombia ya ronda el 50% en elecciones presidenciales. La consecuencia es una democracia debilitada, en la que no necesariamente gana quien presenta el mejor plan de gobierno, sino quien logra imponerse en la competencia de marketing político. En un país con profundas desigualdades y problemas estructurales, esta desvirtuación de la política es especialmente peligrosa.
Lo irónico es que, mientras los políticos se disputan micrófonos y titulares, los grandes problemas del país siguen esperando soluciones. La desigualdad persiste, la pobreza no retrocede al ritmo necesario, los territorios padecen la violencia de actores armados y la crisis climática amenaza con agravar las brechas sociales. Frente a estos desafíos, los ciudadanos requieren liderazgo responsable y propuestas concretas, no una pasarela interminable de precandidatos que prometen mucho y entregan poco.
En este contexto, conviene recordar que la política no puede reducirse a una competencia de egos. El poder, cuando se ejerce como fin en sí mismo, se convierte en un juego estéril que nada aporta al bienestar colectivo. Colombia necesita recuperar la seriedad de los partidos, fortalecer sus instituciones y exigir disciplina y coherencia a quienes los integran. Y la ciudadanía, a su vez, debe aprender a diferenciar entre el ruido y las propuestas, entre el espectáculo y la gestión.
Colombia no necesita 75 mesías improvisados; necesita menos aspirantes y más estadistas. Menos carreras personales y más proyectos colectivos. Menos discursos para la tarima y más acciones para el territorio. Porque si la política sigue reducida a un escenario de egos, el resultado será el mismo de siempre: elecciones saturadas de nombres, pero vacías de ideas. Y ahí, los únicos que pierden no son los candidatos, sino un país entero condenado a repetir su historia.
Por Tatiana Barros – @tatianabarrosg











