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Opinión - 20 febrero, 2025

En la calle del embudo. Crónica de ayer

Para tales fechas, los Estados Unidos de Colombia, nombre de nuestra patria para ese entonces, estaba desgajada por otra revuelta armada entre “nuñistas y parristas”.

Calle de San Juan.
Calle de San Juan.
Boton Wpp

Las dos de la tarde de aquel 7 de agosto de 1875 marcaban las agujas del reloj de leontina que de su faltriquera   extrajera el general Joaquín Riascos. Una nubecilla de polvo delataba la marcha de los combatientes recogidos por él, que ahora, desde San Agustín de Fonseca, en una sola jornada llevaba, al parecer, hacia San Juan del Cesar.

Era la hora del bravo sol que caía, y la llanada, hasta donde alcanzaban los ojos, se deshacía en el confín con la transparencia temblorosa del resol. De todo el paisaje hecho de hierbajos mustios por una sequía de todos los tiempos, verduscos punteaban los cardones que al cielo elevaban sus muñones desnudos de brazos devotos en terca súplica por el prodigio de los chaparrones.

Con manso desgano el río Cesar, Zazarí o Pompatao que son sus nombres chimila y tupe, como una prehistórica anaconda se escurría por un costado del poblado, que ya para aquel entonces tenía muchas casas de palmiche y varazón, así como una que otra de calicanto, levantadas allí, según crónicas, desde cuando Salvador Felix Arias, un capitán vallenato de las milicias de Felipe V de Borbón, rey de España, por mandato de la Capellanía del Valle de Upar, le diera vida de fundación un día de junio de 1701 con el nombre mixto de santoral vaticano y de tribu caribe como San Juan Bautista de Cesarí.

Allí los colonos levantaron techos y atizaron fogones, llegados, primero de San Antonio de Badillo, acosados por males porque esos eran parajes de bajíos con montañas oscuras de aliento caliente y abundancia de aguas muertas por las rebosaduras del río, hervideros vivientes de violeros y de plagas que los urgió a dejar sus hatos, casas y labranzas al cuidado de una servidumbre esclavizada, e irse a cavar cimientos de aldehuelas por sabanas áridas de tunas y de alcaravanes, para huir así de la fiebre terciana, el tifo, el mal de chagas, la fiebre amarilla y demás quebrantos y dolencias propias de los malos climas. De allí nacieron otros caseríos y poblados en planadas secas como Corral de Piedra, asentamiento de los tatarabuelos de apellidos que regaron sus genes en el país provinciano, que luego también con el hacha al hombro salieron a San Juan y a otros sitios para ocuparse de menores plantíos, crianza de vacas y pastoreo de cabras.

Una previa explicación 

Para atar este relato de 1875 con el suceso que sigue en San Juan, es preciso que hagamos una breve disgregación histórica.

Para tales fechas, los Estados Unidos de Colombia, nombre de nuestra patria para ese entonces, estaba desgajada por otra revuelta armada entre “nuñistas y parristas”. Todo era porque el presidente Santiago Pérez quiso dejar como su sucesor en el solio de los mandatarios a un hermano de logia y copartidario del Olimpo Radical. Con ese plan convoca al Palacio de San Carlos, sede de su gobierno, a varios jefes políticos y algunos heliotropos del ejército nacional, pues cada Estado Soberano (hoy departamentos) tenía el suyo propio. El candidato que propuso fue a don Aquileo Parra, un comerciante de sombreros y político de Barichara. Era la época de una hegemonía liberal de librepensadores que regían los destinos de la República laica, librecambista y federal, en el marco de la Constitución de 1863 o de Río Negro.

No cayó bien la encerrona de Palacio. Algunos de los presentes allí se mostraron en airado desacuerdo. Lo mismo ocurrió con algunos presidentes de los Estados Soberanos que a la sazón eran Panamá, Bolívar, Cundinamarca, Boyacá, Cauca, Santander, Antioquia, Magdalena y Tolima. En la Costa Caribe la situación se desorbita por un cónclave de liberales en Barranquilla, entre quienes estuvieron Miguel Cotes, Pablo Arosemena y Mateo Iturralde, que acuerdan como candidato a Rafael Núñez Moledo para el bienio presidencial de 1876 a 1878.

General Joaquín Riascos.

En el Magdalena hay ánimos de ebullición revolucionaria. En Ciénaga y Santa Marta son decididos parristas José Ignacio Diazgranados, los generales Francisco Durán y Francisco Carmona, y en las provincias de Padilla y Valle de Upar el general Francisco Farías. También en Ciénaga, Manuel Joaquín de Santa Isabel Riascos García tomó el liderazgo por la causa de Núñez, lugar donde residía en actividades de comercio, aun cuando antes estuvo envuelto en distintos hechos de armas de las pasadas guerras civiles. Una conjura para quitarle la vida se fragua, lo que se descubre en una oficina de telégrafos. Eso determinó que se fuera a la puja armada que ya existía por los dos candidatos antagónicos. Añadimos a esto, que él detentaba el título de expresidente de la República por 34 días, al haber jurado ese cargo cuando no lo hizo ni el Primero ni el Segundo Designado, debiendo posesionarse en su condición de Tercero, la vez que en 1867 unos conjurados derrocaron al general Tomás Cipriano de Mosquera, y lo encerraron en la vieja edificación del Observatorio Astronómico de la época del sabio Mutis y de la Expedición Botánica. Pero ya eso es otra historia.

La guerra de 1875

Tomando recurso en dinero de la Aduana y de los estancos. Riascos salió de Santa Marta con 450 hombres apretujados en el vapor Cuban hacia Dibulla, donde a su espera estaba Domingo Pichón con unos escuadrones de riohacheros. Fue en Navioquebrado el sitio de la primera escaramuza con la gente de Farías. Después de una carga a machete, éste se puso en fuga. El 10 de junio Riascos entra a Riohacha. Hay agasajos, banquetes y bailes de celebración, lo que fue un tiempo precioso para que Farías rehiciera sus fuerzas. Un mal de vértigo sufre Riascos durante esos días, que trataron con emulsiones de botica, inhalaciones de amoniaco y sahumerios de sándalo. Mientras tanto los escuchas de Farías se enteraban de su mala salud, de toda orden que daba y de todo cuanto decía.

El 24 de julio con mucha prisa salió Riascos para llegar en una hora de la noche a una ceja de monte donde estaba el campamento de Farías, en cercanías de San Pablo. Un rabioso tiroteo puso en fuga al atacado, dejando en abandono unos barriles de pólvora, hamacas tendidas, varas con carnes secas, escopetas, así como mulas de carga. La burla se hizo estribillo que cantaban los victoriosos soldados de Riascos como himno de sus batallones: “Al oír la tronazón / que de las armas venía/ hubo miedo y carrerón/ en la gente de Farías. Para salvar el pellejo/ como picado de avispas/ se fueron como conejos/ monte a monte los parristas”. 

Las coplas rodaron por los caminos y aldeas durante años y después fueron venas de rencillas como la que ocurrió en Zambrano unos años luego, donde un vecino de allí, socolero en el Arroyo de la Tarabita, con el ron subido a la cabeza las cantó frente a la puerta de un parrista que había estado en el descalabro de San Pablo. Reclamos hubo, dimes y diretes con machete en mano, pero Juancho Oñate Altahona, un anciano de voz respetada, puso frío a los hervores del disgusto que ya tomaban un rumbo de tragedia. Pero ya esto es otra historia.

El combate de San Juan

Hecho un desbarate llegó Farías a San Juan. En algunos sospechosos de ser nuñistas, hizo decomiso de reses, burros y mulas, así como recogió cobijas, ropas y vituallas, mientras afanoso esperaba unas cajas que, en carretas tiradas por bestias, traían 300 fusiles Remington, de mejor precisión que los chopos de piedra, que le enviaba desde El Banco, por los caminos del Valle de Upar por ser más ocultos y de poco tránsito, Daniel Delgado, general parrista.

Con sigilo felino, el 7 de agosto salió Riascos de San Agustín de Fonseca por la vía de Las Iguanas con el rumbo a Valle de Upar. Sabido esto por los espías de Farías, reventaron cinchas para llevarle la información a su jefe. Se malició entonces que Riascos quería apropiarse de los fusiles que por esa vía le venían a los parristas. Farías dispuso con prisa el movimiento de su gente también a Valle de Upar para anticiparse al encuentro de las carretas de las armas. Fue cuando las avanzadas de Riascos escucharon los ecos del cornetín que en la brisa de San Juan venía, anunciando un toque de marcha.

Para esos instantes vieron llegar hacia ellos una mujer que salía de tal población jinete en un burro, con un niño de diez años montado en el anca. Interrogada por el pelotón avanzado de Riascos, dijo que se llamaba Tinda y el niño Paulino, que iban al caserío El Paraíso, y que cuando salía de San Juan, ya Farías se aprestaba a marchar hacia Valle de Upar por la vía de San Antonio de Badillo. Cuando la dejaron seguir camino, ella le dio instrucción al niño para que por atajos se fuera para dar conocimiento a los de Farías de la proximidad de los de Riascos.

Recibida una y otra información por los dos generales contrarios, por coincidencia tomaron la misma decisión. Farías contraordena volver a San Juan, y Riascos de ocuparla. Los de Farías llegaron primero y se parapetaron dentro de las casas de la Calle del Embudo.

Desavisado del peligro y convencido de la retirada enemiga, Joaquín Riascos y su gente entró sin prudencia por la calle. Quedó entonces copado en el vértice de la misma con una briosa balacera que le hacían desde las casas. Esa tarde fue de combate. Por la noche llegaron los fusiles que esperaban los parristas. El día 8 siguió el fragor del encuentro. Los ayudantes de Riascos proponen meterle tizones a las casas para rendir a los fusileros encubiertos en ellas, a lo que se opone su general haciendo gala de su honor de varón cristiano, para impedir que las llamas y las balas sacrificaran niños y mujeres retenidos como rehenes en escudos vivientes. 

Un perdigón alcanzo ese día, el cuerpo de Riascos con herida de muerte. Entonces los suyos alzaron la bandera blanca de la rendición.

La noticia se fue urgida por los hilos del telégrafo por todos los Estados Unidos de Colombia. Aquileo Parra brincó de alborozo y cursó un telegrama a su mentor Santiago Pérez, el Presidente. Allí escribió de su puño: “Murió Riascos. Viva la República”

Años después, Joaquín Pablo Posada, el poeta cartagenero apodado El Alacrán, así como se llamó un periódico suyo burlón y mordaz que le había causado desafíos en campos de duelo, vindicó el agravio de Parra, cuando en el camafeo de Núñez, en referencia al fin trágico del general nuñista, estampó la afortunada cuarteta:

“Y por él con noble afán,

     cometiendo un desacierto,

        Joaquín Riascos cayó muerto

          bueno y valiente en San Juan”.

Por: Rodolfo Ortega Montero.

Opinión
20 febrero, 2025

En la calle del embudo. Crónica de ayer

Para tales fechas, los Estados Unidos de Colombia, nombre de nuestra patria para ese entonces, estaba desgajada por otra revuelta armada entre “nuñistas y parristas”.


Calle de San Juan.
Calle de San Juan.
Boton Wpp

Las dos de la tarde de aquel 7 de agosto de 1875 marcaban las agujas del reloj de leontina que de su faltriquera   extrajera el general Joaquín Riascos. Una nubecilla de polvo delataba la marcha de los combatientes recogidos por él, que ahora, desde San Agustín de Fonseca, en una sola jornada llevaba, al parecer, hacia San Juan del Cesar.

Era la hora del bravo sol que caía, y la llanada, hasta donde alcanzaban los ojos, se deshacía en el confín con la transparencia temblorosa del resol. De todo el paisaje hecho de hierbajos mustios por una sequía de todos los tiempos, verduscos punteaban los cardones que al cielo elevaban sus muñones desnudos de brazos devotos en terca súplica por el prodigio de los chaparrones.

Con manso desgano el río Cesar, Zazarí o Pompatao que son sus nombres chimila y tupe, como una prehistórica anaconda se escurría por un costado del poblado, que ya para aquel entonces tenía muchas casas de palmiche y varazón, así como una que otra de calicanto, levantadas allí, según crónicas, desde cuando Salvador Felix Arias, un capitán vallenato de las milicias de Felipe V de Borbón, rey de España, por mandato de la Capellanía del Valle de Upar, le diera vida de fundación un día de junio de 1701 con el nombre mixto de santoral vaticano y de tribu caribe como San Juan Bautista de Cesarí.

Allí los colonos levantaron techos y atizaron fogones, llegados, primero de San Antonio de Badillo, acosados por males porque esos eran parajes de bajíos con montañas oscuras de aliento caliente y abundancia de aguas muertas por las rebosaduras del río, hervideros vivientes de violeros y de plagas que los urgió a dejar sus hatos, casas y labranzas al cuidado de una servidumbre esclavizada, e irse a cavar cimientos de aldehuelas por sabanas áridas de tunas y de alcaravanes, para huir así de la fiebre terciana, el tifo, el mal de chagas, la fiebre amarilla y demás quebrantos y dolencias propias de los malos climas. De allí nacieron otros caseríos y poblados en planadas secas como Corral de Piedra, asentamiento de los tatarabuelos de apellidos que regaron sus genes en el país provinciano, que luego también con el hacha al hombro salieron a San Juan y a otros sitios para ocuparse de menores plantíos, crianza de vacas y pastoreo de cabras.

Una previa explicación 

Para atar este relato de 1875 con el suceso que sigue en San Juan, es preciso que hagamos una breve disgregación histórica.

Para tales fechas, los Estados Unidos de Colombia, nombre de nuestra patria para ese entonces, estaba desgajada por otra revuelta armada entre “nuñistas y parristas”. Todo era porque el presidente Santiago Pérez quiso dejar como su sucesor en el solio de los mandatarios a un hermano de logia y copartidario del Olimpo Radical. Con ese plan convoca al Palacio de San Carlos, sede de su gobierno, a varios jefes políticos y algunos heliotropos del ejército nacional, pues cada Estado Soberano (hoy departamentos) tenía el suyo propio. El candidato que propuso fue a don Aquileo Parra, un comerciante de sombreros y político de Barichara. Era la época de una hegemonía liberal de librepensadores que regían los destinos de la República laica, librecambista y federal, en el marco de la Constitución de 1863 o de Río Negro.

No cayó bien la encerrona de Palacio. Algunos de los presentes allí se mostraron en airado desacuerdo. Lo mismo ocurrió con algunos presidentes de los Estados Soberanos que a la sazón eran Panamá, Bolívar, Cundinamarca, Boyacá, Cauca, Santander, Antioquia, Magdalena y Tolima. En la Costa Caribe la situación se desorbita por un cónclave de liberales en Barranquilla, entre quienes estuvieron Miguel Cotes, Pablo Arosemena y Mateo Iturralde, que acuerdan como candidato a Rafael Núñez Moledo para el bienio presidencial de 1876 a 1878.

General Joaquín Riascos.

En el Magdalena hay ánimos de ebullición revolucionaria. En Ciénaga y Santa Marta son decididos parristas José Ignacio Diazgranados, los generales Francisco Durán y Francisco Carmona, y en las provincias de Padilla y Valle de Upar el general Francisco Farías. También en Ciénaga, Manuel Joaquín de Santa Isabel Riascos García tomó el liderazgo por la causa de Núñez, lugar donde residía en actividades de comercio, aun cuando antes estuvo envuelto en distintos hechos de armas de las pasadas guerras civiles. Una conjura para quitarle la vida se fragua, lo que se descubre en una oficina de telégrafos. Eso determinó que se fuera a la puja armada que ya existía por los dos candidatos antagónicos. Añadimos a esto, que él detentaba el título de expresidente de la República por 34 días, al haber jurado ese cargo cuando no lo hizo ni el Primero ni el Segundo Designado, debiendo posesionarse en su condición de Tercero, la vez que en 1867 unos conjurados derrocaron al general Tomás Cipriano de Mosquera, y lo encerraron en la vieja edificación del Observatorio Astronómico de la época del sabio Mutis y de la Expedición Botánica. Pero ya eso es otra historia.

La guerra de 1875

Tomando recurso en dinero de la Aduana y de los estancos. Riascos salió de Santa Marta con 450 hombres apretujados en el vapor Cuban hacia Dibulla, donde a su espera estaba Domingo Pichón con unos escuadrones de riohacheros. Fue en Navioquebrado el sitio de la primera escaramuza con la gente de Farías. Después de una carga a machete, éste se puso en fuga. El 10 de junio Riascos entra a Riohacha. Hay agasajos, banquetes y bailes de celebración, lo que fue un tiempo precioso para que Farías rehiciera sus fuerzas. Un mal de vértigo sufre Riascos durante esos días, que trataron con emulsiones de botica, inhalaciones de amoniaco y sahumerios de sándalo. Mientras tanto los escuchas de Farías se enteraban de su mala salud, de toda orden que daba y de todo cuanto decía.

El 24 de julio con mucha prisa salió Riascos para llegar en una hora de la noche a una ceja de monte donde estaba el campamento de Farías, en cercanías de San Pablo. Un rabioso tiroteo puso en fuga al atacado, dejando en abandono unos barriles de pólvora, hamacas tendidas, varas con carnes secas, escopetas, así como mulas de carga. La burla se hizo estribillo que cantaban los victoriosos soldados de Riascos como himno de sus batallones: “Al oír la tronazón / que de las armas venía/ hubo miedo y carrerón/ en la gente de Farías. Para salvar el pellejo/ como picado de avispas/ se fueron como conejos/ monte a monte los parristas”. 

Las coplas rodaron por los caminos y aldeas durante años y después fueron venas de rencillas como la que ocurrió en Zambrano unos años luego, donde un vecino de allí, socolero en el Arroyo de la Tarabita, con el ron subido a la cabeza las cantó frente a la puerta de un parrista que había estado en el descalabro de San Pablo. Reclamos hubo, dimes y diretes con machete en mano, pero Juancho Oñate Altahona, un anciano de voz respetada, puso frío a los hervores del disgusto que ya tomaban un rumbo de tragedia. Pero ya esto es otra historia.

El combate de San Juan

Hecho un desbarate llegó Farías a San Juan. En algunos sospechosos de ser nuñistas, hizo decomiso de reses, burros y mulas, así como recogió cobijas, ropas y vituallas, mientras afanoso esperaba unas cajas que, en carretas tiradas por bestias, traían 300 fusiles Remington, de mejor precisión que los chopos de piedra, que le enviaba desde El Banco, por los caminos del Valle de Upar por ser más ocultos y de poco tránsito, Daniel Delgado, general parrista.

Con sigilo felino, el 7 de agosto salió Riascos de San Agustín de Fonseca por la vía de Las Iguanas con el rumbo a Valle de Upar. Sabido esto por los espías de Farías, reventaron cinchas para llevarle la información a su jefe. Se malició entonces que Riascos quería apropiarse de los fusiles que por esa vía le venían a los parristas. Farías dispuso con prisa el movimiento de su gente también a Valle de Upar para anticiparse al encuentro de las carretas de las armas. Fue cuando las avanzadas de Riascos escucharon los ecos del cornetín que en la brisa de San Juan venía, anunciando un toque de marcha.

Para esos instantes vieron llegar hacia ellos una mujer que salía de tal población jinete en un burro, con un niño de diez años montado en el anca. Interrogada por el pelotón avanzado de Riascos, dijo que se llamaba Tinda y el niño Paulino, que iban al caserío El Paraíso, y que cuando salía de San Juan, ya Farías se aprestaba a marchar hacia Valle de Upar por la vía de San Antonio de Badillo. Cuando la dejaron seguir camino, ella le dio instrucción al niño para que por atajos se fuera para dar conocimiento a los de Farías de la proximidad de los de Riascos.

Recibida una y otra información por los dos generales contrarios, por coincidencia tomaron la misma decisión. Farías contraordena volver a San Juan, y Riascos de ocuparla. Los de Farías llegaron primero y se parapetaron dentro de las casas de la Calle del Embudo.

Desavisado del peligro y convencido de la retirada enemiga, Joaquín Riascos y su gente entró sin prudencia por la calle. Quedó entonces copado en el vértice de la misma con una briosa balacera que le hacían desde las casas. Esa tarde fue de combate. Por la noche llegaron los fusiles que esperaban los parristas. El día 8 siguió el fragor del encuentro. Los ayudantes de Riascos proponen meterle tizones a las casas para rendir a los fusileros encubiertos en ellas, a lo que se opone su general haciendo gala de su honor de varón cristiano, para impedir que las llamas y las balas sacrificaran niños y mujeres retenidos como rehenes en escudos vivientes. 

Un perdigón alcanzo ese día, el cuerpo de Riascos con herida de muerte. Entonces los suyos alzaron la bandera blanca de la rendición.

La noticia se fue urgida por los hilos del telégrafo por todos los Estados Unidos de Colombia. Aquileo Parra brincó de alborozo y cursó un telegrama a su mentor Santiago Pérez, el Presidente. Allí escribió de su puño: “Murió Riascos. Viva la República”

Años después, Joaquín Pablo Posada, el poeta cartagenero apodado El Alacrán, así como se llamó un periódico suyo burlón y mordaz que le había causado desafíos en campos de duelo, vindicó el agravio de Parra, cuando en el camafeo de Núñez, en referencia al fin trágico del general nuñista, estampó la afortunada cuarteta:

“Y por él con noble afán,

     cometiendo un desacierto,

        Joaquín Riascos cayó muerto

          bueno y valiente en San Juan”.

Por: Rodolfo Ortega Montero.