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Crónica - 21 julio, 2024

En el mundo hay otros cristos

Teobaldo Padilla, un pastor de iglesia luterana, y como tal un sabelotodo en los laberintos e intersticios de la Biblia, razonaba que ese voceador de salchichas no podía ser hebreo porque las tribus de Israel no llevaban a la boca carne de cerdo desde cuando estuvieron errabundas en el desierto del Sinaí...

Boton Wpp

Café amargo era cuanto bebía con el primer sol del día que a su cuarto le llevaba María Socarrás. Siempre se dijo, en las voces de la calle, que era un judío alemán huido de su patria. Otra versión decía que le ponía careta a su real oficio de enviar apuntes secretos a los nazis como espía, rodando por la calle una carretilla de madera en venta de longanizas y chorizos, que él ahumaba en el horno de morro moruno de Doña María, la dueña de la casa. Para eso hacía picadillos de cerdo y res con adobos de ajo, ascorbato de sodio, pimienta, sal gruesa y vinagre blanco, tal y como debieron salpimentar en las charcuterías del condado de Frankfort de Meno, famosas desde el siglo XIX en ese rincón de la patria germana.

Teobaldo Padilla, un pastor de iglesia luterana, y como tal un sabelotodo en los laberintos e intersticios de la Biblia, razonaba que ese voceador de salchichas no podía ser hebreo porque las tribus de Israel no llevaban a la boca carne de cerdo desde cuando estuvieron errabundas en el desierto del Sinaí, y habían comido hasta ahitarse de una manada de jabalíes montaraces que les produjo una violenta diarrea de sangre y, por eso, la Torá o ley mosaica, prohibía ingerir porcinos, ya que en ellos moraban espíritus inmundos. Lo cierto también era que nadie lo había visto comer de sus carnes curadas que voceaba sol a sol por la calle, y eso desmentía que no fuera de las tribus semitas consentidas de Jehová.

Se añadía a tales conjeturas de la gente, y para mayor duda de todos, que el cachaco Rogelio, detective del SIC (Servicio de Inteligencia Colombiana) decía a quienes querían oírlo, que en el cartapacio de un archivo bogotano había visto una fotografía de un tal Erick Dossman, buscado como espía alemán, “un poco igualito” al vendedor de embutidos.

Con el picor de una sana curiosidad, María Socarrás quería conocer más del mundo íntimo de su inquilino. Con disimulo lo espiaba las veces en que salía al portón de la casa que daba a la calle, para hacerle espera al burro de la Panadería Castilla que cargaba en sus costados cajuelas laminadas de zinc, vendiendo pan de sal, que el alemán comía degustándolos con hígado crudo y agua de limón. Luego lo veía con una paila de cobre haciendo un revuelto de sus picaduras molidas y machacadas con aliños en un majadero de quebracho y, después, con hilos de carruzo anudaba los canutos de la choricera que colgaba en guindarejo a lo largo de su cuarto, cerrado siempre para hacerle el quite al saqueo pirata de una banda de gatos en acecho de botín.

Fueron dos cochinillos lo que un día desavino a doña María con su inquilino. Él los había negociado en una pocilga por las barrancas del río, con pretensión de criarlos en el traspatio. Ella le hizo una acalorada protesta, y él prometió deshacerse de ellos, palabra que jamás cumplió. Por compasión, quizás, la reclamante se hizo la desentendida y con su silencio le convino que siguiera anudando los marranos a la sombra de sus naranjos a cambio de la recogida del estiércol y el riego del suelo con puñados de cal viva.

Algún temor tenía ella en que estuviera válido el decreto que en la voz de un pregonero de bando con redoblante y corneta, diez años atrás por las calles del pueblo ordenó Miguel Villazón, alcalde de ese antes, cuando quiso poner fin a los joveros de los niños, al tifo, las fiebres víricas, la tosferina, las obrentinas estomacales y el carate, entre otros males, porque los del poblado compartían patios, salas y alcobas con las cochinatas en engorde. Eran cinco pesos de multa más el degüello al instante de esos porcinos urbanos. Hasta se dijo, en ese entonces, que el alcalde era comunista porque mandó a cercar el pueblo con alambradas de espinos y portones de candados en los cuatro puntos de la orientación cardinal, para que los dueños de reses que vivían en la plaza no le dieran uso de gigante corral donde dormían las vacas de los ordeños matinales.

Ya algún apego sentía María Socarrás por ese inquilino de pelo leonado y cara rojiza con salpiques de pecas. Debía tener los mismos años que José, su hijo, ese que le daba sufrimientos por las bebentinas y grescas ruidosas con sus compadrotes de la Barra Chueca, y que sólo llegaba a la casa las veces que quedaban repelados sus bolsillos en los estanquillos de rones que se destilaban a escondidas por los montes con melaza avinagrada.

De su nombre y apellido se supo, después que se quitó la vida, que se llamaba Karl Becker, porque doña María guardó en el fondo de una caja de lata de galletas Saltinas, el contrato del inquilinato de su último cuarto en el traspatio de la casa.

“Hitler”, eran los gritos de burla con que lo perseguían en la calle. Él contestaba el insulto mostrando el cuchillo con que troceaba su guinda, sumando palabras de ira en un idioma de ásperas sonoridades metálicas. Una mañana de agosto volvió sin vender nada de su carretilla. Una piedra le había abierto la frente y ensangrentado la ropa. Por días tuvo un obstinado dolor de cabeza que paliaba doña María con bebedizos de llantén y algunas grageas y elixires de las boticas del pueblo.

Ella, un día, desgajada a compasión por tales acosos que le hacían a su inquilino, de sombrilla y pañoleta fue a casa de Aquilino Castro a rogarle que le escribiera un memorial de amparo, que llevó después a la Comisaría, pero el citador de allí le aconsejó ir hasta el bar de La Farolito, una mujer de malvivir, o a El Topacio, la cantina de Santiago Rojas, de donde el comisario no salía jugando tute con barajas españolas.

A ella no faltó quien le dijera que dejara eso así porque Eduardo Santos, el presidente, le había declarado el estado de beligerancia a Adolfo Hitler, y ya se habían avistado submarinos alemanes en aguas del Caribe; y que, en Fusagasugá, en el Hotel Sabaneta, hacinaban tras alambres de púas a todo alemán sospechoso, después de quitarle sus bienes. Fue cuando le aconsejó que se fuera a una aldea de tierras altas de la Sierra, donde en paz vivían los Strauss y los Gebauer, familias respetadas en buena estima de todos. Pero él, ciego en su terquedad, no consideró esa decorosa ruta de escape.

El día de su suicidio, el comisario hizo una lista de sus bienes. Eran ellos un molino de manigueta Corona, tres bateas de balso, tres mudas de ropa caqui, una paila de cobre, dos machetillas Collins, un paquete de espermas San Antonio, una cama de spring, reparada -según datos de doña María- por Nía Maestre, un artesano mago de las pinzas y del alambre. Además, había una foto de daguerrotipo, ya decolorada, donde posaba el mismo Karl de frac y cuello de pajarita, una dama de sombrero pava de Pamela y velo de tul, más dos niños de corta edad con boinas y camisas de cuello marinero.

Se buscó la nota postrera que escriben los suicidas, y nada se encontró. A cambio apareció una carta calendada tres meses atrás, en Brandemburgo, y remitida con las estampillas de la Santa Sede. Se dispuso llevarla a Günther Hoffmann, otro germano que tenía gabinete de dentista en una esquina de la plaza del pueblo, para que tradujera su letra, lo que hizo unos días antes de darse muerte con una cápsula de cianuro disuelta en café, cuando una radio daba la noticia que las tropas soviéticas habían cruzado el río Vístula, y ya pisaban el suelo de Alemania.

La carta desgarraba el alma. Se supo por ella que Karl era bachelor en agrimensura de la Universidad de Gotinga, y quien la escribía había sido un compañero de estudios. Se daba cuenta en esas líneas que su esposa y sus dos hijos habían perecido de hambre y de maltrato en el campo nazi de Dachau.

Ese día fatídico de su muerte, apenas amanecía. Ya los gallos habían trepidado sus lánguidos vibratos en los soplos de la brisa. María Socarrás dejó de abanicar con la tapa de una olla los carbones del anafe, y con cara de molestia se fue al traspatio de donde venían los berridos subidos de los cerdos. Entonces vio la escena de terror. Allí, sentado en un taburete, con vida aún, estaba su inquilino quien con una daga de su oficio se había apuñalado el vientre en cruz, y con sus manos le echaba sus intestinos de un azul grisáceo, a los cerdos de la cría, los que afanosos engullían a tarascadas con los hocicos tintados de rojo.

La noticia elevó alas. Una muchedumbre se dio cita en el lugar de la inmolación. Por la dureza de esta realidad atroz, en el menudeo de las voces compungidas de allí, se hacía una conmiseración tardía frente a un cuerpo sin vida, pero se callaban los nombres de los acosadores de la calle en una complicidad anónima. Esa misma tarde los comentarios abatidos del suceso se mudaron a otro de vivo regocijo, porque un minibus había rodado las calles anunciando en el altavoz de un picot con bocina, la pantalla de un cine mudo, para esa noche, como propaganda del vermífugo Ruján.

No hubo dobles de campana. El Municipio envió la caja mortuoria lustrada con alquitrán y trementina. Se abrió una fosa fuera del camposanto porque la curia, por ser un caso de suicidio, no consintió un lugar en él. María Socarrás extrajo de su baúl con un olor subido de alhucema el pañolón de luto con que siempre se ataviaba en la procesión de La Dolorosa. Al cortejo solo asistieron cinco vecinos de la casa. Cuando la urna tocó fondo, doña María, apretando entre sus manos su rosario de cuentas negras, murmuró para sí: “Cristo no es el único. En el mundo hay otros cristos”.

Era diciembre de 1944. El cielo estaba de intenso azul. Un tropel de pericos en escuadrilla fugaz trazó un chorro verdino rasando el aire de la tarde hasta fundirse en un almendro del boscaje vecino, un poco más allá de los últimos techos.

Por Rodolfo Ortega Montero

Crónica
21 julio, 2024

En el mundo hay otros cristos

Teobaldo Padilla, un pastor de iglesia luterana, y como tal un sabelotodo en los laberintos e intersticios de la Biblia, razonaba que ese voceador de salchichas no podía ser hebreo porque las tribus de Israel no llevaban a la boca carne de cerdo desde cuando estuvieron errabundas en el desierto del Sinaí...


Boton Wpp

Café amargo era cuanto bebía con el primer sol del día que a su cuarto le llevaba María Socarrás. Siempre se dijo, en las voces de la calle, que era un judío alemán huido de su patria. Otra versión decía que le ponía careta a su real oficio de enviar apuntes secretos a los nazis como espía, rodando por la calle una carretilla de madera en venta de longanizas y chorizos, que él ahumaba en el horno de morro moruno de Doña María, la dueña de la casa. Para eso hacía picadillos de cerdo y res con adobos de ajo, ascorbato de sodio, pimienta, sal gruesa y vinagre blanco, tal y como debieron salpimentar en las charcuterías del condado de Frankfort de Meno, famosas desde el siglo XIX en ese rincón de la patria germana.

Teobaldo Padilla, un pastor de iglesia luterana, y como tal un sabelotodo en los laberintos e intersticios de la Biblia, razonaba que ese voceador de salchichas no podía ser hebreo porque las tribus de Israel no llevaban a la boca carne de cerdo desde cuando estuvieron errabundas en el desierto del Sinaí, y habían comido hasta ahitarse de una manada de jabalíes montaraces que les produjo una violenta diarrea de sangre y, por eso, la Torá o ley mosaica, prohibía ingerir porcinos, ya que en ellos moraban espíritus inmundos. Lo cierto también era que nadie lo había visto comer de sus carnes curadas que voceaba sol a sol por la calle, y eso desmentía que no fuera de las tribus semitas consentidas de Jehová.

Se añadía a tales conjeturas de la gente, y para mayor duda de todos, que el cachaco Rogelio, detective del SIC (Servicio de Inteligencia Colombiana) decía a quienes querían oírlo, que en el cartapacio de un archivo bogotano había visto una fotografía de un tal Erick Dossman, buscado como espía alemán, “un poco igualito” al vendedor de embutidos.

Con el picor de una sana curiosidad, María Socarrás quería conocer más del mundo íntimo de su inquilino. Con disimulo lo espiaba las veces en que salía al portón de la casa que daba a la calle, para hacerle espera al burro de la Panadería Castilla que cargaba en sus costados cajuelas laminadas de zinc, vendiendo pan de sal, que el alemán comía degustándolos con hígado crudo y agua de limón. Luego lo veía con una paila de cobre haciendo un revuelto de sus picaduras molidas y machacadas con aliños en un majadero de quebracho y, después, con hilos de carruzo anudaba los canutos de la choricera que colgaba en guindarejo a lo largo de su cuarto, cerrado siempre para hacerle el quite al saqueo pirata de una banda de gatos en acecho de botín.

Fueron dos cochinillos lo que un día desavino a doña María con su inquilino. Él los había negociado en una pocilga por las barrancas del río, con pretensión de criarlos en el traspatio. Ella le hizo una acalorada protesta, y él prometió deshacerse de ellos, palabra que jamás cumplió. Por compasión, quizás, la reclamante se hizo la desentendida y con su silencio le convino que siguiera anudando los marranos a la sombra de sus naranjos a cambio de la recogida del estiércol y el riego del suelo con puñados de cal viva.

Algún temor tenía ella en que estuviera válido el decreto que en la voz de un pregonero de bando con redoblante y corneta, diez años atrás por las calles del pueblo ordenó Miguel Villazón, alcalde de ese antes, cuando quiso poner fin a los joveros de los niños, al tifo, las fiebres víricas, la tosferina, las obrentinas estomacales y el carate, entre otros males, porque los del poblado compartían patios, salas y alcobas con las cochinatas en engorde. Eran cinco pesos de multa más el degüello al instante de esos porcinos urbanos. Hasta se dijo, en ese entonces, que el alcalde era comunista porque mandó a cercar el pueblo con alambradas de espinos y portones de candados en los cuatro puntos de la orientación cardinal, para que los dueños de reses que vivían en la plaza no le dieran uso de gigante corral donde dormían las vacas de los ordeños matinales.

Ya algún apego sentía María Socarrás por ese inquilino de pelo leonado y cara rojiza con salpiques de pecas. Debía tener los mismos años que José, su hijo, ese que le daba sufrimientos por las bebentinas y grescas ruidosas con sus compadrotes de la Barra Chueca, y que sólo llegaba a la casa las veces que quedaban repelados sus bolsillos en los estanquillos de rones que se destilaban a escondidas por los montes con melaza avinagrada.

De su nombre y apellido se supo, después que se quitó la vida, que se llamaba Karl Becker, porque doña María guardó en el fondo de una caja de lata de galletas Saltinas, el contrato del inquilinato de su último cuarto en el traspatio de la casa.

“Hitler”, eran los gritos de burla con que lo perseguían en la calle. Él contestaba el insulto mostrando el cuchillo con que troceaba su guinda, sumando palabras de ira en un idioma de ásperas sonoridades metálicas. Una mañana de agosto volvió sin vender nada de su carretilla. Una piedra le había abierto la frente y ensangrentado la ropa. Por días tuvo un obstinado dolor de cabeza que paliaba doña María con bebedizos de llantén y algunas grageas y elixires de las boticas del pueblo.

Ella, un día, desgajada a compasión por tales acosos que le hacían a su inquilino, de sombrilla y pañoleta fue a casa de Aquilino Castro a rogarle que le escribiera un memorial de amparo, que llevó después a la Comisaría, pero el citador de allí le aconsejó ir hasta el bar de La Farolito, una mujer de malvivir, o a El Topacio, la cantina de Santiago Rojas, de donde el comisario no salía jugando tute con barajas españolas.

A ella no faltó quien le dijera que dejara eso así porque Eduardo Santos, el presidente, le había declarado el estado de beligerancia a Adolfo Hitler, y ya se habían avistado submarinos alemanes en aguas del Caribe; y que, en Fusagasugá, en el Hotel Sabaneta, hacinaban tras alambres de púas a todo alemán sospechoso, después de quitarle sus bienes. Fue cuando le aconsejó que se fuera a una aldea de tierras altas de la Sierra, donde en paz vivían los Strauss y los Gebauer, familias respetadas en buena estima de todos. Pero él, ciego en su terquedad, no consideró esa decorosa ruta de escape.

El día de su suicidio, el comisario hizo una lista de sus bienes. Eran ellos un molino de manigueta Corona, tres bateas de balso, tres mudas de ropa caqui, una paila de cobre, dos machetillas Collins, un paquete de espermas San Antonio, una cama de spring, reparada -según datos de doña María- por Nía Maestre, un artesano mago de las pinzas y del alambre. Además, había una foto de daguerrotipo, ya decolorada, donde posaba el mismo Karl de frac y cuello de pajarita, una dama de sombrero pava de Pamela y velo de tul, más dos niños de corta edad con boinas y camisas de cuello marinero.

Se buscó la nota postrera que escriben los suicidas, y nada se encontró. A cambio apareció una carta calendada tres meses atrás, en Brandemburgo, y remitida con las estampillas de la Santa Sede. Se dispuso llevarla a Günther Hoffmann, otro germano que tenía gabinete de dentista en una esquina de la plaza del pueblo, para que tradujera su letra, lo que hizo unos días antes de darse muerte con una cápsula de cianuro disuelta en café, cuando una radio daba la noticia que las tropas soviéticas habían cruzado el río Vístula, y ya pisaban el suelo de Alemania.

La carta desgarraba el alma. Se supo por ella que Karl era bachelor en agrimensura de la Universidad de Gotinga, y quien la escribía había sido un compañero de estudios. Se daba cuenta en esas líneas que su esposa y sus dos hijos habían perecido de hambre y de maltrato en el campo nazi de Dachau.

Ese día fatídico de su muerte, apenas amanecía. Ya los gallos habían trepidado sus lánguidos vibratos en los soplos de la brisa. María Socarrás dejó de abanicar con la tapa de una olla los carbones del anafe, y con cara de molestia se fue al traspatio de donde venían los berridos subidos de los cerdos. Entonces vio la escena de terror. Allí, sentado en un taburete, con vida aún, estaba su inquilino quien con una daga de su oficio se había apuñalado el vientre en cruz, y con sus manos le echaba sus intestinos de un azul grisáceo, a los cerdos de la cría, los que afanosos engullían a tarascadas con los hocicos tintados de rojo.

La noticia elevó alas. Una muchedumbre se dio cita en el lugar de la inmolación. Por la dureza de esta realidad atroz, en el menudeo de las voces compungidas de allí, se hacía una conmiseración tardía frente a un cuerpo sin vida, pero se callaban los nombres de los acosadores de la calle en una complicidad anónima. Esa misma tarde los comentarios abatidos del suceso se mudaron a otro de vivo regocijo, porque un minibus había rodado las calles anunciando en el altavoz de un picot con bocina, la pantalla de un cine mudo, para esa noche, como propaganda del vermífugo Ruján.

No hubo dobles de campana. El Municipio envió la caja mortuoria lustrada con alquitrán y trementina. Se abrió una fosa fuera del camposanto porque la curia, por ser un caso de suicidio, no consintió un lugar en él. María Socarrás extrajo de su baúl con un olor subido de alhucema el pañolón de luto con que siempre se ataviaba en la procesión de La Dolorosa. Al cortejo solo asistieron cinco vecinos de la casa. Cuando la urna tocó fondo, doña María, apretando entre sus manos su rosario de cuentas negras, murmuró para sí: “Cristo no es el único. En el mundo hay otros cristos”.

Era diciembre de 1944. El cielo estaba de intenso azul. Un tropel de pericos en escuadrilla fugaz trazó un chorro verdino rasando el aire de la tarde hasta fundirse en un almendro del boscaje vecino, un poco más allá de los últimos techos.

Por Rodolfo Ortega Montero