Corrían por las cortes de Europa difusas noticias de los reinos del Preste Juan, aumentadas por boca de los mercaderes florentinos y venecianos en su mayoría, que hacían travesías hacia Catay, Cipango y la India, movidos por la codicia de ganancias generosas.
La leyenda se nos vino sobre las sandalias andariegas de un peregrino, metida en un zurrón de camello y escrita en un pergamino de cabritilla. Transido de fatigas y hambrunas, el viajero había llegado por la Ruta de la Seda, en una travesía de tres años desde más allá de tierra de turcomanos, tártaros y mongoles, a riesgo de muerte por los asaltantes de caravanas, entre arenales requemados de sol, de derrocaderos desnudos o arropados de escarchas y de horizontes sin orillas en esas estepas llenas de soledades.
Con su último aliento, el viajero había llegado a Siria. Se afanó en entregar a Hugo, obispo de Jabala, el rollo de pergamino, un día del año del Señor de 1140.
Revuelo y asombro causaría el mensaje del Preste Juan, soberano de las Tres Indias. Venía escrito en idioma sanscrito, el cual se vertió al latín, y lo llevó consigo Hugo de Jabala a Viterbo, población de la campiña italiana donde se había refugiado del duro verano de aquél año la corte papal de Inocencio II.
Oto de Frisingia, también obispo y hermano de Conrado III, rey de los romanos, y tío de Federico Barbarroja, emperador germánico (quienes habían combatido en la Segunda Cruzada tratando de rescatar los lugares santos en tierra ocupada por musulmanes) hizo eco de la carta que tradujo Hugo de Jabala. También él fue el desafortunado emisario de la terrible nueva de la caída del condado cristiano de Edesa, fundado en uno de los parajes bíblicos en tiempos de la Primera Cruzada, y tomada, según esta noticia, por las hordas fanáticas de los tucos, por allá en los dominios del patriarcado de Antioquía, donde se creía que Pablo de Tarso, siglos antes, había predicado su primer sermón de catequista en una sinagoga judía.
Oto de Frisingia anudó más novedades del Preste Juan. Escribió una obra titulada ‘Historia de dos Ciudades’, donde consignó que el personaje era un rey y sacerdote cristiano que tenía gobierno sobre reinos lontanos, más allá de aquellos que regían los emires, califas y sultanes mahometanos, y quien había logrado una derrota arrasante sobre estos en las regiones de Persia, tomando el dominio de Ebactana, ciudad amurada donde se trenzaban los rumbos de las caravanas que iban hacia naciones exóticas, más allá de todo confín.
Algunas mentes divagantes desde ese entonces corrieron rumores de que el título del Preste Juan se les daba a los reyes de una tribu de tártaros que vivían al sur del Lago Baikal y que alguno de ellos había recibido el bautizo de un monje nestoriano, adoptando el nombre de Juan, que se hizo común en todos sus sucesores. Otros sostuvieron, siglos después, que el Preste era el mismo Buda reencarnado en un monje del Tibet a quien llamaban Dalai Lama. Algunos más dijeron que el Preste era descendiente de Gaspar, uno de los reyes magos que adoraron a Jesús en el pesebre, el cual había sido bautizado con el agua lustral de los cristianos, por Tomás, el apóstol, en la India.
Pero volvamos a los primeros tiempos de nuestro relato. Un segundo documento llegó enviado por el Preste Juan en 1170, a Manuel II Comneno, el emperador de Bizancio, que se tradujo a las nacientes lenguas romances de Europa. El papa Alejandro III, en 1177, dio respuesta del mismo, con el espíritu de intercambiar personas que hicieran el servicio de embajadores con tal lejano soberano.
El Preste, dio, según los comentarios del texto que había enviado, cuenta de su poderío y de algunas cosas extrañas de su reino. Según lo escrito de sus manos, serían 72 los reyes menores que le hacían de vasallos. En el ámbito de sus territorios existía una fauna real como elefantes e hipopótamos, así como otros que de antiguo recogían los mitos griegos, como grifos con cabeza de león y alas de águila; aves fénix que quemadas renacían de sus cenizas; seres de un solo ojo como los cíclopes, sin que faltara la tribu de mujeres guerreras, tal como las amazonas de Tesmicira, que vivían apartadas de todo varón.
En los extensos dominios del Preste, según su presunta epístola, habría pigmeos; hombres con cara de perro; lugares donde fluía veneros de leche y miel y una ínsula donde descendía maná, como en el Éxodo bíblico. El río Indo, que atravesaba sus reinos, arrastraba arenas con gemas; además de un mar de arenas que corrían como agua de río, en que vivían peces de carne gustosa, y hasta un manantial de aguas que detenían la vejez, tal como la leyenda de la fuente de la eterna juventud, que siglos más luego buscarían los españoles en la conquista de América. Entre tantas maravillas, existían dragones de tal mansedumbre que les daban el uso de llevar mensajes alados.
Como si esos prodigios fueran pocos en aquellas lejanías, el Preste, en uno de sus palacios de ébano y marfil, tenía un espejo que, por algún sortilegio de magia oculta, miraba lo que ocurría en cada lugar de sus dominios.
Alejandro III, papa hacia 1159, deseoso de una relación con el Preste, con unos mercaderes que se aventuraban por la Ruta de la Seda hacia Catay y Cipango (China y Japón) envió un pliego que encabezaba diciendo: “Al apreciado hijo de Dios, Juan, rey ilustre y magnífico de las Indias”. Su propósito íntimo era que, en la Quinta Cruzada que se organizaba entre las naciones cristianas de Europa, dicho soberano prestara el concurso de sus ejércitos para, en común, destruir el dominio musulmán en aquellos antiguos parajes del Israel bíblico.
Nada importaba que la gente del Preste fueran herejes nestorianos, pero cristianos al fin. En mérito de tal razón, el rey Luis VIII de Francia también había enviado a un fraile fanciscano en viaje a esas ignotas regiones de las profundidades de Asia, con la misión de encontrar al Preste Juan, un necesario aliado de armas.
No era el primer monarca que pretendía una liga bélica con ese lejano soberano. Miguel de Comneno rey de Bizancio; el emperador de los germanos, Federico Barbarroja; el rey portugués Alonso Henriquez; Fernando de Trastámara, monarca de Castilla, abuelo de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, despachaban misiones y cartas para tan enigmático soberano de remotos dominios, llevando propuestas de posible entendimiento para el rescate de las tierras bíblicas, invadidas por las huestes de Alá.
Corrían por las cortes de Europa difusas noticias de los reinos del Preste Juan, aumentadas por boca de los mercaderes florentinos y venecianos en su mayoría, que hacían travesías hacia Catay, Cipango y la India, movidos por la codicia de ganancias generosas. Una y más veces se comentaba en los castillos y villas de la Europa medioeval, que Preste Juan había librado una batalla arrolladora sobre la soldadesca musulmana en Samarkanda. Misioneros que regresaban años después de su ida, como Guillermo de Ruysbrock, o aventureros y mercaderes como los Polo, seguían trayendo detalles de otras naciones existentes al otro extremo del mundo conocido.
La última carta del Preste Juan daba detalles de la magnificencia de su propia corte. Según ella, su más alto servidor, o sea el senescal de sus reinos, era primado; su copero mayor, era arzobispo; su mariscal tenía la dignidad de archimandrita y su cocinero era abad, siendo ellos reyes de menor rango. Él, Juan, se había reservado el título humilde de Preste o presbítero, el de un sacerdote común.
Se sabía que había cristianos más allá de los dominios musulmanes, en Asia adentro. Había la certeza que no eran fieles al papa de Roma, ni ortodoxos del rito griego. Eran cristianos nestorianos. Nestorio, nacido a fines del siglo IV, fue un teólogo oriundo de Germánica (hoy Turquía). Predicó una doble naturaleza de Jesús de Nazaret, una divina y otra humana, según la cual María era la madre de Cristo, pero no de Dios. Tal enseñanza fue condenada por herética en el III Concilio de Efeso, en el año 431, y supuso la destitución de Nestorio como patriarca de Constantinopla.
Confinado estuvo en Antioquía y desterrado después al desierto de Libia, su doctrina se irrigó en Siria, y las persecuciones a sus discípulos los llevaron a predicar en Persia, donde fueron amparados por los sasánidas. Luego se difundieron por Turkestán, Mongolia, China y hasta alcanzaron algunas partes de la India. Por eso existía la certidumbre que más allá de los sultanatos y califatos del Islam había cristianos nestorianos.
Marco Polo, un veneciano que en compañía de su padre Niccolo y de su tío Maffeo, mercaderes de oficio, 24 años después de su ida en 1271, trajo noticias de aquel mundo lejano a través de la Ruta de la Seda. Rusticello de Pisa, escribiente y compañero de prisión de Marco, escribió un libro titulado ‘Las Maravillas del Mundo’ cuando ambos estaban en un calabozo de los genoveses, en guerra entonces con Venecia, la patria de los primeros. Marco Polo da cuenta de aquellas lejanías y, entre lo que narra, habla del Preste Juan, como si fuere Wang Khan, un rey derrotado por Gengis Khan, de la tribu de los kenaitas, porque aquél le había hecho la tremenda ofensa de negarle a su hija como esposa. Está comprobada la existencia de Wang Khan, jefe turco de religión nestoriana, hecho que ya hace borrosa la leyenda del Preste Juan.
Los imprecisos conocimientos geográficos de los europeos sobre las distantes tierras asiáticas modificaría después la idea de las Tres Indias, que en su carta de 1165 dijera, según la leyenda, el mismo Preste. Hacia 1329, en una “Mirábilas” que escribió Juan Jordán Catalán de Severe, viajero hacia lo desconocido por aquellos rumbos, cuando era obispo de Colombo da la razón de que la India Tertia (que reconoce no haber estado en ella) es un imperio conocido como Etiopía.
Sitúa como emperador de allá al Preste Juan. Tal parte de África, llamada también Abisinia, era tierra de cristianos herejes, pues allí habían hecho cuna los partidarios del monofismo, doctrina del siglo IV, que supone que la esencia dominante en Cristo es la divina. Declarada esta otra herejía por el papado, el monofismo se refugió en Etiopía, en los orígenes de la Iglesia del rito copto.
Para el año de 1452, los turcos se apoderan de Constantinopla. Quedó entonces taponado por ellos la Ruta de la Seda. Los mercaderes de Europa desesperaban por la traída de la seda, la porcelana, las esencias y las especias como la canela, el cardamomo, la pimienta y otros. Entonces se centró el afán de buscar nuevas vías para llegar a esas lejanías de Asia. Fue cuando tomó fuerza la teoría vieja de un mundo redondo que habían divulgado algunos cartógrafos. Un nuevo país atlántico, Portugal, surge como pionero en busca de esas rutas marinas hacia la India, China y Japón. Los reyes portugueses de la Casa de Avis, en especial un príncipe conocido como Enrique el Navegante, mandaron sus carabelas que bordearan la costa africana.
Revivió entonces la leyenda del Preste Juan. Hacia 1486, unos enviados del reino de Benin, en la costa de África, llegaron a Lisboa en solicitud de frailes misioneros, trayendo noticia de un monarca llamado Ogané, que, según los informes, reinaba a 20 leguas de jornadas hacia el interior del continente negro. Según más detalles que dieron, los monarcas de tribus que le rendían obediencia debían acudir a su ciudad asiento, para recibir de sus manos el cetro, una corona y una cruz. Los portugueses concluyeron que se trataba del Preste Juan, aun cuando bien pudo tratarse de Oni de Ifé, un rey yoruba que ejercía su voluntad real en el Golfo de Guinea (hoy Nigeria) manteniendo un sacro influjo sobre las aldeas de sus límites.
Diversas misiones salieron de Portugal al interior de África buscando al Preste Juan. Una de ellas, presidida por Pero de Covilha, después de vagar por la costa malabar de los indúes, se perdió al internarse después en tierras africanas. Treinta años más luego, cuando gracias a Vasco de Gama, los portugueses habían encontrado la ruta marina hacia la India, descubriendo al tal Pero de Covilha instalado en Etiopía, donde se había desposado con una pariente de Preste Juan, solo que allí no tenía ese título, sino el de Negus Negast o Rey de Reyes, creyéndose, según deponían los mismos etíopes, que la dinastía de sus anteriores monarcas se remontaba hasta el propio rey Salomón, el hebreo, y la reina de Saba.
Tanto la Biblia como el Corán, el libro sagrado de los musulmanes, nos traen el relato de Belkis o Makoda, la reina de Saba, que con su cortejo llegó de visitante a Jerúsalem. Había nacido ella en un territorio comprendido entre Etiopía y Arabia Feliz (hoy Yemen), quien habría tenido un hijo con Salomón, a quien pusieron por nombre Menelik (el hijo del sabio, según dicen que significa). La soberana adoptó para su reino la religión monoteísta de Jehová, como única deidad. La tradición etíope registra en sus anales que Menelik visitó a su padre, ya anciano, a quien mostró como prenda de ser su hijo, un anillo que él le había dado a la reina, su madre, y que entonces Salomón, en la entrevista de despedida, le entregó el Arca de la Alianza.
Desde entonces aseguran que se le custodia en un templo etíope, cristiano ahora de rito copto, por un sacerdote sepultado en vida en ese oficio, porque nunca abandona el interior de sus muros.
Los que ponen piso a esta creencia, además dan razones de que los etíopes descienden de una de las tribus perdidas de Israel, y que el rey mago Baltazar, salió de esas tierras para coincidir su camino con los otros dos, en la ruta que conducía a Belén.
El mito de un Preste Juan liberador se trasladó a tierras de América, a Jamaica, propiamente. Allí se había abolido la esclavitud en 1833, pero en nada se había mejorado la suerte de los negros. Marcus Garvey, un profeta y activista cívico de la Isla, había vaticinado la coronación de un rey negro en África, que sería el liberador de su raza. Con la coronación de Halie Selassié, en 1930 en Etiopía, vieron el cumplimiento de la profecía en Jamaica. Entonces se fortaleció el culto de la restafasis, el cual divinizó el emperador etíope, y predicó la esperanza de una migración masiva de jamaiquinos hacia África, la tierra de sus ancestros. En 1966, Selassié visitó Jamaica donde quedó abrumado por su popularidad. Nada hizo entonces para borrar su aureola de divinidad.
Años antes, en 1936 Etiopía había sido invadida por las tropas italianas del fascista Benito Mussolini, destronando al emperador Halie Selassié, quien buscó refugio en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. Repuesto, después de esa gran contienda en su cetro de monarca por los británicos, fue depuesto más luego por una subversión marxista.
Así se borró, para siempre, el último Preste Juan de una leyenda, que conmovió el mundo de los cristianos por más de mil años.
*Casa de campo Las Trinitarias, La Mina, territorio de la Sierra Nevada.
Por Rodolfo Ortega Montero
Corrían por las cortes de Europa difusas noticias de los reinos del Preste Juan, aumentadas por boca de los mercaderes florentinos y venecianos en su mayoría, que hacían travesías hacia Catay, Cipango y la India, movidos por la codicia de ganancias generosas.
La leyenda se nos vino sobre las sandalias andariegas de un peregrino, metida en un zurrón de camello y escrita en un pergamino de cabritilla. Transido de fatigas y hambrunas, el viajero había llegado por la Ruta de la Seda, en una travesía de tres años desde más allá de tierra de turcomanos, tártaros y mongoles, a riesgo de muerte por los asaltantes de caravanas, entre arenales requemados de sol, de derrocaderos desnudos o arropados de escarchas y de horizontes sin orillas en esas estepas llenas de soledades.
Con su último aliento, el viajero había llegado a Siria. Se afanó en entregar a Hugo, obispo de Jabala, el rollo de pergamino, un día del año del Señor de 1140.
Revuelo y asombro causaría el mensaje del Preste Juan, soberano de las Tres Indias. Venía escrito en idioma sanscrito, el cual se vertió al latín, y lo llevó consigo Hugo de Jabala a Viterbo, población de la campiña italiana donde se había refugiado del duro verano de aquél año la corte papal de Inocencio II.
Oto de Frisingia, también obispo y hermano de Conrado III, rey de los romanos, y tío de Federico Barbarroja, emperador germánico (quienes habían combatido en la Segunda Cruzada tratando de rescatar los lugares santos en tierra ocupada por musulmanes) hizo eco de la carta que tradujo Hugo de Jabala. También él fue el desafortunado emisario de la terrible nueva de la caída del condado cristiano de Edesa, fundado en uno de los parajes bíblicos en tiempos de la Primera Cruzada, y tomada, según esta noticia, por las hordas fanáticas de los tucos, por allá en los dominios del patriarcado de Antioquía, donde se creía que Pablo de Tarso, siglos antes, había predicado su primer sermón de catequista en una sinagoga judía.
Oto de Frisingia anudó más novedades del Preste Juan. Escribió una obra titulada ‘Historia de dos Ciudades’, donde consignó que el personaje era un rey y sacerdote cristiano que tenía gobierno sobre reinos lontanos, más allá de aquellos que regían los emires, califas y sultanes mahometanos, y quien había logrado una derrota arrasante sobre estos en las regiones de Persia, tomando el dominio de Ebactana, ciudad amurada donde se trenzaban los rumbos de las caravanas que iban hacia naciones exóticas, más allá de todo confín.
Algunas mentes divagantes desde ese entonces corrieron rumores de que el título del Preste Juan se les daba a los reyes de una tribu de tártaros que vivían al sur del Lago Baikal y que alguno de ellos había recibido el bautizo de un monje nestoriano, adoptando el nombre de Juan, que se hizo común en todos sus sucesores. Otros sostuvieron, siglos después, que el Preste era el mismo Buda reencarnado en un monje del Tibet a quien llamaban Dalai Lama. Algunos más dijeron que el Preste era descendiente de Gaspar, uno de los reyes magos que adoraron a Jesús en el pesebre, el cual había sido bautizado con el agua lustral de los cristianos, por Tomás, el apóstol, en la India.
Pero volvamos a los primeros tiempos de nuestro relato. Un segundo documento llegó enviado por el Preste Juan en 1170, a Manuel II Comneno, el emperador de Bizancio, que se tradujo a las nacientes lenguas romances de Europa. El papa Alejandro III, en 1177, dio respuesta del mismo, con el espíritu de intercambiar personas que hicieran el servicio de embajadores con tal lejano soberano.
El Preste, dio, según los comentarios del texto que había enviado, cuenta de su poderío y de algunas cosas extrañas de su reino. Según lo escrito de sus manos, serían 72 los reyes menores que le hacían de vasallos. En el ámbito de sus territorios existía una fauna real como elefantes e hipopótamos, así como otros que de antiguo recogían los mitos griegos, como grifos con cabeza de león y alas de águila; aves fénix que quemadas renacían de sus cenizas; seres de un solo ojo como los cíclopes, sin que faltara la tribu de mujeres guerreras, tal como las amazonas de Tesmicira, que vivían apartadas de todo varón.
En los extensos dominios del Preste, según su presunta epístola, habría pigmeos; hombres con cara de perro; lugares donde fluía veneros de leche y miel y una ínsula donde descendía maná, como en el Éxodo bíblico. El río Indo, que atravesaba sus reinos, arrastraba arenas con gemas; además de un mar de arenas que corrían como agua de río, en que vivían peces de carne gustosa, y hasta un manantial de aguas que detenían la vejez, tal como la leyenda de la fuente de la eterna juventud, que siglos más luego buscarían los españoles en la conquista de América. Entre tantas maravillas, existían dragones de tal mansedumbre que les daban el uso de llevar mensajes alados.
Como si esos prodigios fueran pocos en aquellas lejanías, el Preste, en uno de sus palacios de ébano y marfil, tenía un espejo que, por algún sortilegio de magia oculta, miraba lo que ocurría en cada lugar de sus dominios.
Alejandro III, papa hacia 1159, deseoso de una relación con el Preste, con unos mercaderes que se aventuraban por la Ruta de la Seda hacia Catay y Cipango (China y Japón) envió un pliego que encabezaba diciendo: “Al apreciado hijo de Dios, Juan, rey ilustre y magnífico de las Indias”. Su propósito íntimo era que, en la Quinta Cruzada que se organizaba entre las naciones cristianas de Europa, dicho soberano prestara el concurso de sus ejércitos para, en común, destruir el dominio musulmán en aquellos antiguos parajes del Israel bíblico.
Nada importaba que la gente del Preste fueran herejes nestorianos, pero cristianos al fin. En mérito de tal razón, el rey Luis VIII de Francia también había enviado a un fraile fanciscano en viaje a esas ignotas regiones de las profundidades de Asia, con la misión de encontrar al Preste Juan, un necesario aliado de armas.
No era el primer monarca que pretendía una liga bélica con ese lejano soberano. Miguel de Comneno rey de Bizancio; el emperador de los germanos, Federico Barbarroja; el rey portugués Alonso Henriquez; Fernando de Trastámara, monarca de Castilla, abuelo de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, despachaban misiones y cartas para tan enigmático soberano de remotos dominios, llevando propuestas de posible entendimiento para el rescate de las tierras bíblicas, invadidas por las huestes de Alá.
Corrían por las cortes de Europa difusas noticias de los reinos del Preste Juan, aumentadas por boca de los mercaderes florentinos y venecianos en su mayoría, que hacían travesías hacia Catay, Cipango y la India, movidos por la codicia de ganancias generosas. Una y más veces se comentaba en los castillos y villas de la Europa medioeval, que Preste Juan había librado una batalla arrolladora sobre la soldadesca musulmana en Samarkanda. Misioneros que regresaban años después de su ida, como Guillermo de Ruysbrock, o aventureros y mercaderes como los Polo, seguían trayendo detalles de otras naciones existentes al otro extremo del mundo conocido.
La última carta del Preste Juan daba detalles de la magnificencia de su propia corte. Según ella, su más alto servidor, o sea el senescal de sus reinos, era primado; su copero mayor, era arzobispo; su mariscal tenía la dignidad de archimandrita y su cocinero era abad, siendo ellos reyes de menor rango. Él, Juan, se había reservado el título humilde de Preste o presbítero, el de un sacerdote común.
Se sabía que había cristianos más allá de los dominios musulmanes, en Asia adentro. Había la certeza que no eran fieles al papa de Roma, ni ortodoxos del rito griego. Eran cristianos nestorianos. Nestorio, nacido a fines del siglo IV, fue un teólogo oriundo de Germánica (hoy Turquía). Predicó una doble naturaleza de Jesús de Nazaret, una divina y otra humana, según la cual María era la madre de Cristo, pero no de Dios. Tal enseñanza fue condenada por herética en el III Concilio de Efeso, en el año 431, y supuso la destitución de Nestorio como patriarca de Constantinopla.
Confinado estuvo en Antioquía y desterrado después al desierto de Libia, su doctrina se irrigó en Siria, y las persecuciones a sus discípulos los llevaron a predicar en Persia, donde fueron amparados por los sasánidas. Luego se difundieron por Turkestán, Mongolia, China y hasta alcanzaron algunas partes de la India. Por eso existía la certidumbre que más allá de los sultanatos y califatos del Islam había cristianos nestorianos.
Marco Polo, un veneciano que en compañía de su padre Niccolo y de su tío Maffeo, mercaderes de oficio, 24 años después de su ida en 1271, trajo noticias de aquel mundo lejano a través de la Ruta de la Seda. Rusticello de Pisa, escribiente y compañero de prisión de Marco, escribió un libro titulado ‘Las Maravillas del Mundo’ cuando ambos estaban en un calabozo de los genoveses, en guerra entonces con Venecia, la patria de los primeros. Marco Polo da cuenta de aquellas lejanías y, entre lo que narra, habla del Preste Juan, como si fuere Wang Khan, un rey derrotado por Gengis Khan, de la tribu de los kenaitas, porque aquél le había hecho la tremenda ofensa de negarle a su hija como esposa. Está comprobada la existencia de Wang Khan, jefe turco de religión nestoriana, hecho que ya hace borrosa la leyenda del Preste Juan.
Los imprecisos conocimientos geográficos de los europeos sobre las distantes tierras asiáticas modificaría después la idea de las Tres Indias, que en su carta de 1165 dijera, según la leyenda, el mismo Preste. Hacia 1329, en una “Mirábilas” que escribió Juan Jordán Catalán de Severe, viajero hacia lo desconocido por aquellos rumbos, cuando era obispo de Colombo da la razón de que la India Tertia (que reconoce no haber estado en ella) es un imperio conocido como Etiopía.
Sitúa como emperador de allá al Preste Juan. Tal parte de África, llamada también Abisinia, era tierra de cristianos herejes, pues allí habían hecho cuna los partidarios del monofismo, doctrina del siglo IV, que supone que la esencia dominante en Cristo es la divina. Declarada esta otra herejía por el papado, el monofismo se refugió en Etiopía, en los orígenes de la Iglesia del rito copto.
Para el año de 1452, los turcos se apoderan de Constantinopla. Quedó entonces taponado por ellos la Ruta de la Seda. Los mercaderes de Europa desesperaban por la traída de la seda, la porcelana, las esencias y las especias como la canela, el cardamomo, la pimienta y otros. Entonces se centró el afán de buscar nuevas vías para llegar a esas lejanías de Asia. Fue cuando tomó fuerza la teoría vieja de un mundo redondo que habían divulgado algunos cartógrafos. Un nuevo país atlántico, Portugal, surge como pionero en busca de esas rutas marinas hacia la India, China y Japón. Los reyes portugueses de la Casa de Avis, en especial un príncipe conocido como Enrique el Navegante, mandaron sus carabelas que bordearan la costa africana.
Revivió entonces la leyenda del Preste Juan. Hacia 1486, unos enviados del reino de Benin, en la costa de África, llegaron a Lisboa en solicitud de frailes misioneros, trayendo noticia de un monarca llamado Ogané, que, según los informes, reinaba a 20 leguas de jornadas hacia el interior del continente negro. Según más detalles que dieron, los monarcas de tribus que le rendían obediencia debían acudir a su ciudad asiento, para recibir de sus manos el cetro, una corona y una cruz. Los portugueses concluyeron que se trataba del Preste Juan, aun cuando bien pudo tratarse de Oni de Ifé, un rey yoruba que ejercía su voluntad real en el Golfo de Guinea (hoy Nigeria) manteniendo un sacro influjo sobre las aldeas de sus límites.
Diversas misiones salieron de Portugal al interior de África buscando al Preste Juan. Una de ellas, presidida por Pero de Covilha, después de vagar por la costa malabar de los indúes, se perdió al internarse después en tierras africanas. Treinta años más luego, cuando gracias a Vasco de Gama, los portugueses habían encontrado la ruta marina hacia la India, descubriendo al tal Pero de Covilha instalado en Etiopía, donde se había desposado con una pariente de Preste Juan, solo que allí no tenía ese título, sino el de Negus Negast o Rey de Reyes, creyéndose, según deponían los mismos etíopes, que la dinastía de sus anteriores monarcas se remontaba hasta el propio rey Salomón, el hebreo, y la reina de Saba.
Tanto la Biblia como el Corán, el libro sagrado de los musulmanes, nos traen el relato de Belkis o Makoda, la reina de Saba, que con su cortejo llegó de visitante a Jerúsalem. Había nacido ella en un territorio comprendido entre Etiopía y Arabia Feliz (hoy Yemen), quien habría tenido un hijo con Salomón, a quien pusieron por nombre Menelik (el hijo del sabio, según dicen que significa). La soberana adoptó para su reino la religión monoteísta de Jehová, como única deidad. La tradición etíope registra en sus anales que Menelik visitó a su padre, ya anciano, a quien mostró como prenda de ser su hijo, un anillo que él le había dado a la reina, su madre, y que entonces Salomón, en la entrevista de despedida, le entregó el Arca de la Alianza.
Desde entonces aseguran que se le custodia en un templo etíope, cristiano ahora de rito copto, por un sacerdote sepultado en vida en ese oficio, porque nunca abandona el interior de sus muros.
Los que ponen piso a esta creencia, además dan razones de que los etíopes descienden de una de las tribus perdidas de Israel, y que el rey mago Baltazar, salió de esas tierras para coincidir su camino con los otros dos, en la ruta que conducía a Belén.
El mito de un Preste Juan liberador se trasladó a tierras de América, a Jamaica, propiamente. Allí se había abolido la esclavitud en 1833, pero en nada se había mejorado la suerte de los negros. Marcus Garvey, un profeta y activista cívico de la Isla, había vaticinado la coronación de un rey negro en África, que sería el liberador de su raza. Con la coronación de Halie Selassié, en 1930 en Etiopía, vieron el cumplimiento de la profecía en Jamaica. Entonces se fortaleció el culto de la restafasis, el cual divinizó el emperador etíope, y predicó la esperanza de una migración masiva de jamaiquinos hacia África, la tierra de sus ancestros. En 1966, Selassié visitó Jamaica donde quedó abrumado por su popularidad. Nada hizo entonces para borrar su aureola de divinidad.
Años antes, en 1936 Etiopía había sido invadida por las tropas italianas del fascista Benito Mussolini, destronando al emperador Halie Selassié, quien buscó refugio en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. Repuesto, después de esa gran contienda en su cetro de monarca por los británicos, fue depuesto más luego por una subversión marxista.
Así se borró, para siempre, el último Preste Juan de una leyenda, que conmovió el mundo de los cristianos por más de mil años.
*Casa de campo Las Trinitarias, La Mina, territorio de la Sierra Nevada.
Por Rodolfo Ortega Montero