A Emiro Zuleta Calderón pocos lo conocen en La Paz, la tierra donde nació, su pueblo, “con sus calles raras,” mucho menos en Valledupar.
A Emiro Zuleta Calderón pocos lo conocen en La Paz, la tierra donde nació, su pueblo, “con sus calles raras,” mucho menos en Valledupar. En Bogotá vive hace más de sesenta años cuando llegó de Barranquilla donde había ido a estudiar con mucho esfuerzo y con el fruto de una carga de madera que vendió después de recogerla en la Finca La Envidia, de propiedad de su familia en la misma tierra de los hermanos López dinastía de juglares vallenatos.
“Aquí yo traigo este bonito son, que me salió cuando menos pensaba pa´ que lo toquen en acordeón a La Paz con nota refinada. La paz es mi pueblo con sus calles raras donde tanto tiempo alla cante ‘e madrugá y cuando el Rio Mocho está con aguas tranquilas, se ven parpadeante allá los días de fatiga”.
“Estuve un mes completo en la finca en la recolección de cinco burros de leña, fruto de un árbol que se llamaba Brasil y esas las vendí a un comerciante santandereano de La Paz, de apellidos Uribe Correa. Con ese dinero me fui a estudiar a Barranquilla.” Su hermana mayor, quien trabajaba en Valledupar, también lo ayudó.
Unos años antes había tomado otra decisión trascendental en su vida. Su hermano Juan Salvador Zuleta Calderón tenía un colegio en lo que era el caserío de Hatonuevo, La Guajira a donde Emiro había llegado a estudiar a la edad de más o menos once años. “Era mucho decir llamarlo colegio. Era un salón grande con piso de barro y unos taburetes”.
Un episodio de la cotidianidad de Hatonuevo llamó mucho la atención del entonces muchacho. “El pueblo tenía como tres calles nada más y en una casita apartada de una de esas calles, una casa blanca, pintada con cal, todas las tardes se sentaba un señor ciego, podía tener como veinte años, a tocar una dulzaina. Yo me iba calladito a verlo tocar y me sentaba a un lado de él. No le hablaba y él tampoco. Estoy seguro que él sabía que siempre se sentaba alguien a escucharlo tocar. Nunca nos hablamos”.
Muchos años después de esos encuentros tácitos entre ellos dos, “un 31 de diciembre en la casa de mi cuñado, Manuel Martínez Zuleta, médico casado con una de mis hermanas, me encontré con ese personaje de esa casita blanca de Hatonuevo. Cada fin de año, Martínez Zuleta traía a su casa de La Paz a las tres guitarras, como llamaban a Antonio Ibrahim, Juan Calderón, Hugo Araujo. Ese día supe que ese muchacho que tocaba la dulzaina era Leandro Díaz y ese mismo día estrené el canto La Paz y Leandro lo cantó después de que lo aprendieron”.
Cuenta a sus setenta y nueve años, a los que llegó el 18 de septiembre, que “su pueblo era un paraíso esa tierra exuberante de naturaleza” y que lleva aún en los adentros más profundos de sus recuerdos, de sus remembranzas. En Barranquilla, a donde había llegado a estudiar en un colegio de comercio donde había estudiado una buena amiga de una de sus hermanas, Elsa Zuleta, una carrera conocida como Experto en Comercio, conoció a una mujer que le trastocó la existencia.
Se llamaba Judith Toro. “La conocí cuando al tercer año de mis estudios, en el Instituto me contrataron para dictar clases de mecanografía y taquigrafía. Era mi alumna y era la misma cara de Elizabeth Taylor, con unos ojos verdes, una niña bellísima, menudita, impresionante. Era el amor de mi vida. Un amor absolutamente platónico” A ella, Emiro Zuleta le hizo Barranquillera, un paseo que nunca fue grabado y que sólo él conoce.
Emiro quería tener como Mamá de sus hijos a una mujer muy especial, con una familia diáfana como la de él. Con unos papás amorosos, iletrados, pero fantásticos. Cuando el amor con Judith no se concretó e intentó inventarse múltiples excusas por ese hecho, Emiro compuso Razón y olvido.
“Voy a buscarme un cariño que no se parezca al tuyo, ayy pa’ poder olvidarte, ayy pa’ no dejarte que tú acabes conmigo. Y si algún día yo te logre olvidar que nunca más yo me acuerde de ti.”
Por las mismas razones, llegó a su inspiración El Cambio…”Yo canto, canto vallenato que me llena de emoción me quita toda la tristeza cuando escucho un acordeón (bis)
Coro:
Por eso, si me encuentro triste, cuando estoy muy triste, canto vallenato para no llorar. Por eso, cuando estoy muy triste, si me encuentro triste, canto vallenato para no llorar.
Emiro no buscó ser compositor. “A mí mis cantos me llegaron por inspiración. Tal vez, por haber nacido en el lugar privilegiado en que nací”.
A finales de los años cincuenta del siglo pasado, Emiro llegó a la fría ciudad de Bogotá. Traía consigo el alma atravesada por los recuerdos de su tierra y de Barranquilla y solo unos años después y aún con la nostalgia viva de un amor en el olvido, conoce a quien sería la madre de sus tres primeros hijos, Amparo Díaz Hoffen, La Negra.
Era una tolimense, ibaguereña, hija de un ilustre chocoano y con ascendencia alemana por la línea materna. A Amparo la conoció en uno de sus cumpleaños de ella cuando fue invitado por el entonces enamorado de la muchacha a la celebración. El novio debió regresar a su tierra sin la que fue su novia hasta ese día. Amparo y Emiro se ennoviaron y se casaron unos años después.
Por: Mauricio Pichot
A Emiro Zuleta Calderón pocos lo conocen en La Paz, la tierra donde nació, su pueblo, “con sus calles raras,” mucho menos en Valledupar.
A Emiro Zuleta Calderón pocos lo conocen en La Paz, la tierra donde nació, su pueblo, “con sus calles raras,” mucho menos en Valledupar. En Bogotá vive hace más de sesenta años cuando llegó de Barranquilla donde había ido a estudiar con mucho esfuerzo y con el fruto de una carga de madera que vendió después de recogerla en la Finca La Envidia, de propiedad de su familia en la misma tierra de los hermanos López dinastía de juglares vallenatos.
“Aquí yo traigo este bonito son, que me salió cuando menos pensaba pa´ que lo toquen en acordeón a La Paz con nota refinada. La paz es mi pueblo con sus calles raras donde tanto tiempo alla cante ‘e madrugá y cuando el Rio Mocho está con aguas tranquilas, se ven parpadeante allá los días de fatiga”.
“Estuve un mes completo en la finca en la recolección de cinco burros de leña, fruto de un árbol que se llamaba Brasil y esas las vendí a un comerciante santandereano de La Paz, de apellidos Uribe Correa. Con ese dinero me fui a estudiar a Barranquilla.” Su hermana mayor, quien trabajaba en Valledupar, también lo ayudó.
Unos años antes había tomado otra decisión trascendental en su vida. Su hermano Juan Salvador Zuleta Calderón tenía un colegio en lo que era el caserío de Hatonuevo, La Guajira a donde Emiro había llegado a estudiar a la edad de más o menos once años. “Era mucho decir llamarlo colegio. Era un salón grande con piso de barro y unos taburetes”.
Un episodio de la cotidianidad de Hatonuevo llamó mucho la atención del entonces muchacho. “El pueblo tenía como tres calles nada más y en una casita apartada de una de esas calles, una casa blanca, pintada con cal, todas las tardes se sentaba un señor ciego, podía tener como veinte años, a tocar una dulzaina. Yo me iba calladito a verlo tocar y me sentaba a un lado de él. No le hablaba y él tampoco. Estoy seguro que él sabía que siempre se sentaba alguien a escucharlo tocar. Nunca nos hablamos”.
Muchos años después de esos encuentros tácitos entre ellos dos, “un 31 de diciembre en la casa de mi cuñado, Manuel Martínez Zuleta, médico casado con una de mis hermanas, me encontré con ese personaje de esa casita blanca de Hatonuevo. Cada fin de año, Martínez Zuleta traía a su casa de La Paz a las tres guitarras, como llamaban a Antonio Ibrahim, Juan Calderón, Hugo Araujo. Ese día supe que ese muchacho que tocaba la dulzaina era Leandro Díaz y ese mismo día estrené el canto La Paz y Leandro lo cantó después de que lo aprendieron”.
Cuenta a sus setenta y nueve años, a los que llegó el 18 de septiembre, que “su pueblo era un paraíso esa tierra exuberante de naturaleza” y que lleva aún en los adentros más profundos de sus recuerdos, de sus remembranzas. En Barranquilla, a donde había llegado a estudiar en un colegio de comercio donde había estudiado una buena amiga de una de sus hermanas, Elsa Zuleta, una carrera conocida como Experto en Comercio, conoció a una mujer que le trastocó la existencia.
Se llamaba Judith Toro. “La conocí cuando al tercer año de mis estudios, en el Instituto me contrataron para dictar clases de mecanografía y taquigrafía. Era mi alumna y era la misma cara de Elizabeth Taylor, con unos ojos verdes, una niña bellísima, menudita, impresionante. Era el amor de mi vida. Un amor absolutamente platónico” A ella, Emiro Zuleta le hizo Barranquillera, un paseo que nunca fue grabado y que sólo él conoce.
Emiro quería tener como Mamá de sus hijos a una mujer muy especial, con una familia diáfana como la de él. Con unos papás amorosos, iletrados, pero fantásticos. Cuando el amor con Judith no se concretó e intentó inventarse múltiples excusas por ese hecho, Emiro compuso Razón y olvido.
“Voy a buscarme un cariño que no se parezca al tuyo, ayy pa’ poder olvidarte, ayy pa’ no dejarte que tú acabes conmigo. Y si algún día yo te logre olvidar que nunca más yo me acuerde de ti.”
Por las mismas razones, llegó a su inspiración El Cambio…”Yo canto, canto vallenato que me llena de emoción me quita toda la tristeza cuando escucho un acordeón (bis)
Coro:
Por eso, si me encuentro triste, cuando estoy muy triste, canto vallenato para no llorar. Por eso, cuando estoy muy triste, si me encuentro triste, canto vallenato para no llorar.
Emiro no buscó ser compositor. “A mí mis cantos me llegaron por inspiración. Tal vez, por haber nacido en el lugar privilegiado en que nací”.
A finales de los años cincuenta del siglo pasado, Emiro llegó a la fría ciudad de Bogotá. Traía consigo el alma atravesada por los recuerdos de su tierra y de Barranquilla y solo unos años después y aún con la nostalgia viva de un amor en el olvido, conoce a quien sería la madre de sus tres primeros hijos, Amparo Díaz Hoffen, La Negra.
Era una tolimense, ibaguereña, hija de un ilustre chocoano y con ascendencia alemana por la línea materna. A Amparo la conoció en uno de sus cumpleaños de ella cuando fue invitado por el entonces enamorado de la muchacha a la celebración. El novio debió regresar a su tierra sin la que fue su novia hasta ese día. Amparo y Emiro se ennoviaron y se casaron unos años después.
Por: Mauricio Pichot