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Crónica - 3 julio, 2013

El día que entendí a Leandro

A Leandro lo conocí muy niño, una mañana cualquiera en la finca “El Oscuro” del Negro Calde en la región de los Brasiles.

El escritor Germán Castro Caicedo,  el poeta y literato Diomedes Daza, Carlos y Rodolfo Quintero, Peter Olivella, Mauro Villazón, Jairo Arzuaga,  Ivo Díaz, los guitarristas Antonio Brahim  y Hugo Araujo, en una charla con Leandro Díaz.
El escritor Germán Castro Caicedo, el poeta y literato Diomedes Daza, Carlos y Rodolfo Quintero, Peter Olivella, Mauro Villazón, Jairo Arzuaga, Ivo Díaz, los guitarristas Antonio Brahim y Hugo Araujo, en una charla con Leandro Díaz.

Por Efraín Quintero Molina
Decano Facultad de Bellas Artes U.P.C.

A Leandro lo conocí muy niño, una mañana cualquiera en la finca “El Oscuro” del Negro Calde en la región de los Brasiles.  Él estaba banqueteado en un taburete de cuero  debajo de unos arboles corpulentos y frondosos que depositaban una sombra fresca sobre la tierra mojada del patio. Un lugar maravilloso donde la imaginación retozaba de un lado para el otro.  Allí  en ese lugar paradisiaco, lleno de aves silvestres,solían disfrutar de largas parrandas los amigos del Negro, un hombre especial, atento y  excelente anfitrión.

Yo venia agarrado de la mano de mi padre, temiéndole a los perros que formaron una algarabía cuando el carro entró y se estacionó debajo de los arboles.  Eran las diez de la mañana.

Al lado de Leandro estaba un señor  con el acordeón al pecho, más tarde supe que era Toño Salas, el hombre de la caja, menudito y moreno con unas manos enormes que parecían de plomo, nunca supe quien era. Andrés Becerra, Alfonso Murgas, Poncho Cotes, Rafael Escalona y una pila de amigos que se reían a carcajadas de los cuentos de Andrés y tomaban whisky a cada rato. Ese ritual parrandero se cumplía cualquier día  de semana, ahí o en otro lugar de la región.

La imagen de Leandro se me incrustó en la memoria, jamás pude olvidarlo. Me impresionaron sus ojos que se volteaban de un lado para el otro  como boliches blancos, cada vez que subía la voz cuando cantaba y miraba hacia el cielo. Un personaje mítico, extraño entre la gente . Ese día cantaron y bebieron hasta cuando la luz de la tarde se la trago la noche.

Años más tarde tuve la dicha de tenerlo nuevamente frente a mi, en su casa de San Diego. Una escena parecida años atrás, con amigos diferentes, en un patio igual de fresco lleno de arboles frutales, de pájaros que no dejaban de trinar y que distinguía por su canto si era azulejo, canario o pico gordo serrano. 

Leandro  entrado en años con la misma risa estridente, con su afabilidad a flor de piel nos abrió su corazón y nos sentamos alrededor de una mesa de madera, sobre la cual su mujer Clementina Ramos nos brindó una suculenta viuda de pescado, que extendió sobre hojas de bijao.  Año 82,  conmemorábamos los cien años del nacimiento de Pablo Neruda, un homenaje nacional que organizaba el café literario Vargas Vila y a Leandro se le hacía un reconocimiento especial por su obra musical.

El escritor German Castro Caicedo,  el poeta y literato Diomedes Daza, Carlos y Rodolfo Quintero, Peter Olivella, Mauro Villazón, Jairo Arzuaga,  Ivo Díaz, los guitarristas Antonio Brahim  y Hugo Araujo entre otros, buscábamos en Neruda y Leandro la conexión de la palabra, ese dialogo que cruza las fronteras de la creatividad sin medir distancias.

Dos colosos, que tejieron en el aire el sueño de los oprimidos, los que sueñan y encuentran en el amor la dulce gota que refresca el alma. Todos entendimos la humildad de Leandro pero a la vez, su recio carácter de defender las causas sociales, el verdadero Leandro que detrás del verso escondía la realidad de un mundo lleno de injusticias. 

Ese día nos cantó:

“Yo soy un hombre que vive en tinieblas/ porque negro es el color de mi destino/ yo soy el hombre que emprendió un camino/ y por donde paso encuentro miseria/ yo soy un grito, soy una pena, soy una queja/ soy un suspiro; para la gente soy un problema/ ni las tinieblas pueden conmigo.” 

Ese día lo entendí.

Nos untamos de Leandro hasta bien entrada la noche, penetramos en uno de los aposentos de su alma y alcanzamos a dimensionar el hombre excepcional, maravilloso que  cantó y contó su propia vida que no era la de él, era  la de todos, esa que somos incapaces de contar  y tomar partida por físico miedo.

Leandro era un hombre de izquierda, comprometido con su gente, con las causas sociales, dejándonos una  verdadera lección de  abnegación difícil de igualar.

Leandro nunca fue invidente, él siempre vio lo que nosotros no somos capaces de ver.

 

Crónica
3 julio, 2013

El día que entendí a Leandro

A Leandro lo conocí muy niño, una mañana cualquiera en la finca “El Oscuro” del Negro Calde en la región de los Brasiles.


El escritor Germán Castro Caicedo,  el poeta y literato Diomedes Daza, Carlos y Rodolfo Quintero, Peter Olivella, Mauro Villazón, Jairo Arzuaga,  Ivo Díaz, los guitarristas Antonio Brahim  y Hugo Araujo, en una charla con Leandro Díaz.
El escritor Germán Castro Caicedo, el poeta y literato Diomedes Daza, Carlos y Rodolfo Quintero, Peter Olivella, Mauro Villazón, Jairo Arzuaga, Ivo Díaz, los guitarristas Antonio Brahim y Hugo Araujo, en una charla con Leandro Díaz.

Por Efraín Quintero Molina
Decano Facultad de Bellas Artes U.P.C.

A Leandro lo conocí muy niño, una mañana cualquiera en la finca “El Oscuro” del Negro Calde en la región de los Brasiles.  Él estaba banqueteado en un taburete de cuero  debajo de unos arboles corpulentos y frondosos que depositaban una sombra fresca sobre la tierra mojada del patio. Un lugar maravilloso donde la imaginación retozaba de un lado para el otro.  Allí  en ese lugar paradisiaco, lleno de aves silvestres,solían disfrutar de largas parrandas los amigos del Negro, un hombre especial, atento y  excelente anfitrión.

Yo venia agarrado de la mano de mi padre, temiéndole a los perros que formaron una algarabía cuando el carro entró y se estacionó debajo de los arboles.  Eran las diez de la mañana.

Al lado de Leandro estaba un señor  con el acordeón al pecho, más tarde supe que era Toño Salas, el hombre de la caja, menudito y moreno con unas manos enormes que parecían de plomo, nunca supe quien era. Andrés Becerra, Alfonso Murgas, Poncho Cotes, Rafael Escalona y una pila de amigos que se reían a carcajadas de los cuentos de Andrés y tomaban whisky a cada rato. Ese ritual parrandero se cumplía cualquier día  de semana, ahí o en otro lugar de la región.

La imagen de Leandro se me incrustó en la memoria, jamás pude olvidarlo. Me impresionaron sus ojos que se volteaban de un lado para el otro  como boliches blancos, cada vez que subía la voz cuando cantaba y miraba hacia el cielo. Un personaje mítico, extraño entre la gente . Ese día cantaron y bebieron hasta cuando la luz de la tarde se la trago la noche.

Años más tarde tuve la dicha de tenerlo nuevamente frente a mi, en su casa de San Diego. Una escena parecida años atrás, con amigos diferentes, en un patio igual de fresco lleno de arboles frutales, de pájaros que no dejaban de trinar y que distinguía por su canto si era azulejo, canario o pico gordo serrano. 

Leandro  entrado en años con la misma risa estridente, con su afabilidad a flor de piel nos abrió su corazón y nos sentamos alrededor de una mesa de madera, sobre la cual su mujer Clementina Ramos nos brindó una suculenta viuda de pescado, que extendió sobre hojas de bijao.  Año 82,  conmemorábamos los cien años del nacimiento de Pablo Neruda, un homenaje nacional que organizaba el café literario Vargas Vila y a Leandro se le hacía un reconocimiento especial por su obra musical.

El escritor German Castro Caicedo,  el poeta y literato Diomedes Daza, Carlos y Rodolfo Quintero, Peter Olivella, Mauro Villazón, Jairo Arzuaga,  Ivo Díaz, los guitarristas Antonio Brahim  y Hugo Araujo entre otros, buscábamos en Neruda y Leandro la conexión de la palabra, ese dialogo que cruza las fronteras de la creatividad sin medir distancias.

Dos colosos, que tejieron en el aire el sueño de los oprimidos, los que sueñan y encuentran en el amor la dulce gota que refresca el alma. Todos entendimos la humildad de Leandro pero a la vez, su recio carácter de defender las causas sociales, el verdadero Leandro que detrás del verso escondía la realidad de un mundo lleno de injusticias. 

Ese día nos cantó:

“Yo soy un hombre que vive en tinieblas/ porque negro es el color de mi destino/ yo soy el hombre que emprendió un camino/ y por donde paso encuentro miseria/ yo soy un grito, soy una pena, soy una queja/ soy un suspiro; para la gente soy un problema/ ni las tinieblas pueden conmigo.” 

Ese día lo entendí.

Nos untamos de Leandro hasta bien entrada la noche, penetramos en uno de los aposentos de su alma y alcanzamos a dimensionar el hombre excepcional, maravilloso que  cantó y contó su propia vida que no era la de él, era  la de todos, esa que somos incapaces de contar  y tomar partida por físico miedo.

Leandro era un hombre de izquierda, comprometido con su gente, con las causas sociales, dejándonos una  verdadera lección de  abnegación difícil de igualar.

Leandro nunca fue invidente, él siempre vio lo que nosotros no somos capaces de ver.