“Fue un hijo de Crisanto de la Villota y de Miriam Barrero, de notables familias, a quien le pusieron unción de bautizo con el nombre de Francisco Solano de la Villota Barrera”.
LA REVUELTA
Ese día, la gente se congregó en multitud en la Catedral de San Juan de los Pastos. El cura Villota, trepado en un púlpito, entre un pavoroso silencio, hizo su prédica transido de iracundia. Con voz gruesa de emoción, pidió al pueblo la desobediencia al gobierno y “se opusiera hasta la muerte de esa ley maldita”.
Cuando salió del templo, montó a caballo, y con el estandarte de San Francisco que llevaba con una mano en alto, tal como lo había hecho el cura Hidalgo con el pendón de la Virgen de Guadalupe en Méjico cuando el grito de su independencia, se lanzó a la calle seguido de la muchedumbre desorbitada de ira.
Había nacido una revuelta en tránsito a una guerra civil, que sembraría de cruces las aldeas y veredas de la República de Nueva Granada, en 1839. Gobernaba el país José Ignacio de Marques. Por la petición de los obispos de Santa Marta y Popayán, una ley vieja no puesta en vigencia, mandaba que los conventos que albergaran a menos de ocho monjes, serían suprimidos y convertidos en escuelas públicas, y sus rentas se destinarían a la evangelización del Putumayo. Entonces se suprimieron los conventos de La Merced, San Francisco, Santo Domingo y San Agustín en Pasto. El clero granadino pasó en silencio la medida, y la Santa Sede, sin oponerse, le prestó voluntad a la obediencia. Así estaban las cosas cuando el gobernador Chávez, de Pasto, en un almuerzo campestre, en el momento en que se repartía la comida, leyó la comunicación de obispo dando la explicación de la ley. Los guardias presentes, hicieron protesta y allí mismo desconocieron la aplicación de la ley y la autoridad del gobernador.
EL CURA VILLLOTA
¿Pero, quien era ese cura a quien tanto obedecían? Fue un hijo de Crisanto de la Villota y de Miriam Barrero, de notables familias, a quien le pusieron unción de bautizo con el nombre de Francisco Solano de la Villota Barrera. Sus padres, adinerados, eran dueños de las haciendas Mijitayo y Chapacual, en Yacunquer. El crio, desde su cuna fue diferente. Amaba la soledad, la meditación y hasta hacía ejercicios de mortificación en su cuerpo. No fue ignorante como algunos historiadores desean presentarlo, pues cursó estudios con los franciscanos, aprendió latín hasta su acreditación como profesor de esa lengua, por nombramiento de don Juan Sámano (después virrey de Nueva Granada), a la sazón Gobernador de la Provincia del Cauca en 1813. En Lima obtuvo el grado de “Doctor en Teología, Filosofía y Cánones de Historia Eclesiástica”.
En Pasto había levantado casa junto a la ermita de Jesús del Rio. Con el auxilio de la gente construyó un oratorio allí. Después fundó la Congregación Oratorio de San Felipe Neri. Convencido Villota que una vida de penitencia le aseguraba un lado entre los ángeles, llevaba una existencia sufrida y caritativa. Había sido partidario de la causa del rey, y hasta se dijo de su militancia entre las tropas realistas, en la contienda por la independencia y, por eso, receloso de la venganza de los patriotas victoriosos al final, por un tiempo buscó refugio en una cueva cercana al caserío de Jenoy, viviendo en retiro místico, haciendo ayunos y penitencias como un anacoreta de aquellos tiempos de la Edad Media. Fama era de que no se bañaba, y a propósito se dejaba cundir de piojos dizque para alejar al demonio.
Su existencia llegó a depender de la lástima pública pidiendo limosnas para él y para la pobrecía que socorría repartiendo canastos de pan, pues en esos ejercicios de caridad había arruinado su propio patrimonio. Sin embargo, no faltaron los que desmentían esa aseveración, diciendo sin fundamentos que sepamos, que el padre Villota, heredero de terratenientes, repartía parcelas entre los indios, y luego los desalojaba para beneficiarse de los cultivos hechos.
SU FAMA DE SANTIDAD
Su rostro cadavérico lo cubría con un capillo o capucha. Sus trasnochos, hambrunas y azotainas voluntarias, eran conocidas de todos. Ya era familiar esa figura que vagaba por las calles suplicando ayuda caritativa, vistiendo un harapiento hábito de monje, a través del cual se hacían visibles sus vértebras descarnadas. Su alimento entonces era casi siempre cebolla y un puñado de habichuelas. Al cíngulo o cordón que circuía su cintura, llevaba atada una llave enorme de su celda. Un bastón apoyaba sus pies. Algunos de sus feligreses sostenían con vehemencia que él lo utilizaba en sus luchas violentas contra el demonio mismo.
Se cuenta que en Macondino, una mujer que lavaba ropa, sacó del río un muñeco que venía a flote. Lo llevó ante la madre del cura Villota y entonces dicho muñeco se movió. Interpretado esto por el cura como una divina señal, mandó a construir allí una capilla del Niño Dios, celebrando fiesta religiosa.
Algunas otras personas dijeron ser testigos de ojos de un prodigio hecho por Villota, cuando en un lugar donde se pensaba construir un templo, una roca inmensa impedía el trabajo de los albañiles en levantar los muros, mas presente el cura en el sitio, con la ayuda de su bastón como palanca, rodó sin esfuerzo la peña a un lado del terreno.
No era extraña su fama de santo, la que se acrecentó en aquel año fatídico de 1834, en que, desde su púlpito de predicador, pidió a las autoridades de Pasto que suspendieran los carnavales, los bailes, las borracheras y corridas de toro. Jinete en un caballo salió dando gritos por las calles con un aviso de desastre: “El que quiera divertirse con el diablo, no podrá alegrarse en Cristo”, y anunciaba pronto un devastador castigo divino. Mandó apuntalar su iglesia y el nicho donde estaba la imagen de Jesús del Rio. Al día siguiente tuvo ocurrencia el pavoroso terremoto que destruyó a Pasto. A consecuencia de esa tragedia apocalíptica que había vaticinado, ya nadie tenía dudas de su santidad.
LA GUERRA CIVIL
Pero regresemos al levantamiento de Pasto. Las indómitas indiadas del Patío, se sumaron como soldados y guerrilleros a la cruzaba religiosa convocada por el cura Villota. Los monjes de los conventos suprimidos levantan crucifijos ante las muchedumbres descontroladas, ofreciendo vida eterna a cambio de la vida terrenal, si esta era perdida por la causa de Cristo. El nombre de Fernando VIII, el torpe soberano de España, fallecido siete años antes, sigue aclamado por las montoneras religiosas que van a la guerra. Las llamadas Sociedades Católicas azuzan al padre Villota, delirante de fervores místicos ante un pueblo sencillo, apasionado y rebelde.
En Pasto, el general José Maria Obando, donde se encontraba para responder ante un juez por la acusación de haber mandado a dar muerte al mariscal Antonio José de Sucre, ocurrida cuatro años antes en la montaña de Berruecos, se alza en armas contra el gobierno, y se proclama Supremo Director a la Guerra. El Presidente José Ignacio de Marques designa como comandantes de los ejércitos de la República a los generales Tomás Cipriano de Mosquera y a Pedro Alcántara Herrán. Además, por estar el clero pastuso sometido a la jurisdicción de la iglesia ecuatoriana, solicita el apoyo del general Juan José Flórez, venezolano y presidente de Ecuador que años antes, queriendo tener feudo propio, había separado a esa nación, de la Gran Colombia. El general Herrán, además, prometió a Flórez, en compensación por su alianza en debelar la insurrección, algunos territorios pastusos para sumarlos a Ecuador.
Esto calentó los ánimos de algunos caudillos regionales al considerar que tal intervención armada del vecino país, lesionaba la soberanía de Nueva Granada. Además, en esa revuelta vieron la ocasión de hacerse a un dominio propio con un régimen federal, idea política que ahora los ocupaba. Se nos vino la guerra llamada de Los Conventos, que ahora también se llama de Los Supremos por eso de la rebelión de los caudillos provinciales. El Congreso ecuatoriano autoriza a Flórez la movilización de tropas que ocupan Pasto. En armas se levantan las provincias de Pamplona, Casanare, Ciénaga, Mompós, Santa Marta, Riohacha, Cartagena y Mariquita. Los caudillos, casi todos, habían participado en la contienda de la independencia con España, que inician la revuelta con sus peones y esclavos cuando aún no se había definido la unidad nacional.
Manuel González, supremo de la provincia del Socorro, marcha hacia la capital con 2.500 hombres. El coronel José Neira, prócer de la independencia, tiene el encargo de atajarlo. Incita el fervor de la gente y saca en procesión la misma imagen de Jesús de Nazaret que años antes había exhibido Nariño cuando las tropas federalistas de las Provincias Unidas de Nueva Granada amenazaron tomarse a Bogotá.
La imagen fue llevada en andas por caballeros vestidos de levita, y es coronada de laureles en la Plaza Mayor en medio de una estruendosa ovación. La batalla fue en La Culebrera, entre Cota y Chía. El milagro se produce, las tropas de Los Supremos son batida y con ella Neira es herido de lanza, a consecuencia de lo cual muere después.
EL FIN DE LA CONTIENDA
En el sur el ejército de Mosquera y Herrán destruyen las fuerzas de Obando en Hulquipamba, quien a duras penas se hunde como fugitivo en la selva amazónica para reaparecer tiempo después, en Lima, donde pide asilo. Un agente diplomático de S.M Británica, Robert Stewart, propone la firma de un armisticio entre los dos bandos, el cual logra a costo de su propia vida. Lo atrapa un paludismo por sus constantes ires y venires a los campamentos guerreros por montañas calientes y húmedas, en sus gestiones de paz. Los caudillos que no firmaron el armisticio fueron atrapados y fusilados. José Tadeo Galindo, levantado en Ambalema, fue pasado por las balas en Medellín. Igual le sucede a Vicente Vanegas, levantado en Velez y fusilado en Bogotá. Salvador Córdoba, hermano del prócer José Maria Córdoba, fue fusilado en Cartago. Otros caudillos derrotados se refugiaron en los montes evadiendo el patíbulo. En cuanto al general Francisco Carmona, levantado en Ciénaga, encontraría la muerte diez años después, cuando en una fiesta de carnestolendas, alguno tuvo la osadía de robar su casaca militar para leer un bando del carnaval. El militar, ya anciano, arremetió a bastonazos al insolente que profanaba esa prenda venerada, pero una turba de cienagueros borrachos, que malquerían a Carmona por la derrota de las tropas costeñas en Tescua en la Guerra de los Conventos, se le vino encima blandiendo machetes y lo hicieron una masa de carne sangrante y repicada.
EL EPÍLOGO DE ESTA HISTORIA
En cuanto al cura Villota, fue excomulgado por el obispo de Popayán, que, con sus ardores de peleas santificadas, se fue a Tulcán hasta cuando todo hubo quedado en paz. Veinte años después de estos sucesos, entregó su espíritu a Dios. A su muerte, el populacho invadió el convento donde velaban su cuerpo. Hicieron tiras su hábito de monje, y aun de su cuerpo se llevaron una oreja como reliquia. La autoridad se hizo presente para evitar que el cuerpo yacente fuera despedazado.
Así, ridícula divertida y trágica, fue esta guerra civil, como todas las nuestras, que nos dejaron el recelo y la sospecha, que dieron sólo dividendos de luto y ruina, que envilecieron los espíritus con lemas de odio, que estimularon el fusil del bandolero, y en el cacique lugareño el robo y el abuso, y que revivieron el mito del brazo armado de Caín para derramar su misma sangre vertiendo de su hermano bíblico, y que como maldecida herencia, hasta hoy, se enseñoreó en todos los espacios de Colombia
Casa de campo, Las Trinitarias, La Mina, territorio de la Sierra Nevada, marzo 1 de 2022.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN
“Fue un hijo de Crisanto de la Villota y de Miriam Barrero, de notables familias, a quien le pusieron unción de bautizo con el nombre de Francisco Solano de la Villota Barrera”.
LA REVUELTA
Ese día, la gente se congregó en multitud en la Catedral de San Juan de los Pastos. El cura Villota, trepado en un púlpito, entre un pavoroso silencio, hizo su prédica transido de iracundia. Con voz gruesa de emoción, pidió al pueblo la desobediencia al gobierno y “se opusiera hasta la muerte de esa ley maldita”.
Cuando salió del templo, montó a caballo, y con el estandarte de San Francisco que llevaba con una mano en alto, tal como lo había hecho el cura Hidalgo con el pendón de la Virgen de Guadalupe en Méjico cuando el grito de su independencia, se lanzó a la calle seguido de la muchedumbre desorbitada de ira.
Había nacido una revuelta en tránsito a una guerra civil, que sembraría de cruces las aldeas y veredas de la República de Nueva Granada, en 1839. Gobernaba el país José Ignacio de Marques. Por la petición de los obispos de Santa Marta y Popayán, una ley vieja no puesta en vigencia, mandaba que los conventos que albergaran a menos de ocho monjes, serían suprimidos y convertidos en escuelas públicas, y sus rentas se destinarían a la evangelización del Putumayo. Entonces se suprimieron los conventos de La Merced, San Francisco, Santo Domingo y San Agustín en Pasto. El clero granadino pasó en silencio la medida, y la Santa Sede, sin oponerse, le prestó voluntad a la obediencia. Así estaban las cosas cuando el gobernador Chávez, de Pasto, en un almuerzo campestre, en el momento en que se repartía la comida, leyó la comunicación de obispo dando la explicación de la ley. Los guardias presentes, hicieron protesta y allí mismo desconocieron la aplicación de la ley y la autoridad del gobernador.
EL CURA VILLLOTA
¿Pero, quien era ese cura a quien tanto obedecían? Fue un hijo de Crisanto de la Villota y de Miriam Barrero, de notables familias, a quien le pusieron unción de bautizo con el nombre de Francisco Solano de la Villota Barrera. Sus padres, adinerados, eran dueños de las haciendas Mijitayo y Chapacual, en Yacunquer. El crio, desde su cuna fue diferente. Amaba la soledad, la meditación y hasta hacía ejercicios de mortificación en su cuerpo. No fue ignorante como algunos historiadores desean presentarlo, pues cursó estudios con los franciscanos, aprendió latín hasta su acreditación como profesor de esa lengua, por nombramiento de don Juan Sámano (después virrey de Nueva Granada), a la sazón Gobernador de la Provincia del Cauca en 1813. En Lima obtuvo el grado de “Doctor en Teología, Filosofía y Cánones de Historia Eclesiástica”.
En Pasto había levantado casa junto a la ermita de Jesús del Rio. Con el auxilio de la gente construyó un oratorio allí. Después fundó la Congregación Oratorio de San Felipe Neri. Convencido Villota que una vida de penitencia le aseguraba un lado entre los ángeles, llevaba una existencia sufrida y caritativa. Había sido partidario de la causa del rey, y hasta se dijo de su militancia entre las tropas realistas, en la contienda por la independencia y, por eso, receloso de la venganza de los patriotas victoriosos al final, por un tiempo buscó refugio en una cueva cercana al caserío de Jenoy, viviendo en retiro místico, haciendo ayunos y penitencias como un anacoreta de aquellos tiempos de la Edad Media. Fama era de que no se bañaba, y a propósito se dejaba cundir de piojos dizque para alejar al demonio.
Su existencia llegó a depender de la lástima pública pidiendo limosnas para él y para la pobrecía que socorría repartiendo canastos de pan, pues en esos ejercicios de caridad había arruinado su propio patrimonio. Sin embargo, no faltaron los que desmentían esa aseveración, diciendo sin fundamentos que sepamos, que el padre Villota, heredero de terratenientes, repartía parcelas entre los indios, y luego los desalojaba para beneficiarse de los cultivos hechos.
SU FAMA DE SANTIDAD
Su rostro cadavérico lo cubría con un capillo o capucha. Sus trasnochos, hambrunas y azotainas voluntarias, eran conocidas de todos. Ya era familiar esa figura que vagaba por las calles suplicando ayuda caritativa, vistiendo un harapiento hábito de monje, a través del cual se hacían visibles sus vértebras descarnadas. Su alimento entonces era casi siempre cebolla y un puñado de habichuelas. Al cíngulo o cordón que circuía su cintura, llevaba atada una llave enorme de su celda. Un bastón apoyaba sus pies. Algunos de sus feligreses sostenían con vehemencia que él lo utilizaba en sus luchas violentas contra el demonio mismo.
Se cuenta que en Macondino, una mujer que lavaba ropa, sacó del río un muñeco que venía a flote. Lo llevó ante la madre del cura Villota y entonces dicho muñeco se movió. Interpretado esto por el cura como una divina señal, mandó a construir allí una capilla del Niño Dios, celebrando fiesta religiosa.
Algunas otras personas dijeron ser testigos de ojos de un prodigio hecho por Villota, cuando en un lugar donde se pensaba construir un templo, una roca inmensa impedía el trabajo de los albañiles en levantar los muros, mas presente el cura en el sitio, con la ayuda de su bastón como palanca, rodó sin esfuerzo la peña a un lado del terreno.
No era extraña su fama de santo, la que se acrecentó en aquel año fatídico de 1834, en que, desde su púlpito de predicador, pidió a las autoridades de Pasto que suspendieran los carnavales, los bailes, las borracheras y corridas de toro. Jinete en un caballo salió dando gritos por las calles con un aviso de desastre: “El que quiera divertirse con el diablo, no podrá alegrarse en Cristo”, y anunciaba pronto un devastador castigo divino. Mandó apuntalar su iglesia y el nicho donde estaba la imagen de Jesús del Rio. Al día siguiente tuvo ocurrencia el pavoroso terremoto que destruyó a Pasto. A consecuencia de esa tragedia apocalíptica que había vaticinado, ya nadie tenía dudas de su santidad.
LA GUERRA CIVIL
Pero regresemos al levantamiento de Pasto. Las indómitas indiadas del Patío, se sumaron como soldados y guerrilleros a la cruzaba religiosa convocada por el cura Villota. Los monjes de los conventos suprimidos levantan crucifijos ante las muchedumbres descontroladas, ofreciendo vida eterna a cambio de la vida terrenal, si esta era perdida por la causa de Cristo. El nombre de Fernando VIII, el torpe soberano de España, fallecido siete años antes, sigue aclamado por las montoneras religiosas que van a la guerra. Las llamadas Sociedades Católicas azuzan al padre Villota, delirante de fervores místicos ante un pueblo sencillo, apasionado y rebelde.
En Pasto, el general José Maria Obando, donde se encontraba para responder ante un juez por la acusación de haber mandado a dar muerte al mariscal Antonio José de Sucre, ocurrida cuatro años antes en la montaña de Berruecos, se alza en armas contra el gobierno, y se proclama Supremo Director a la Guerra. El Presidente José Ignacio de Marques designa como comandantes de los ejércitos de la República a los generales Tomás Cipriano de Mosquera y a Pedro Alcántara Herrán. Además, por estar el clero pastuso sometido a la jurisdicción de la iglesia ecuatoriana, solicita el apoyo del general Juan José Flórez, venezolano y presidente de Ecuador que años antes, queriendo tener feudo propio, había separado a esa nación, de la Gran Colombia. El general Herrán, además, prometió a Flórez, en compensación por su alianza en debelar la insurrección, algunos territorios pastusos para sumarlos a Ecuador.
Esto calentó los ánimos de algunos caudillos regionales al considerar que tal intervención armada del vecino país, lesionaba la soberanía de Nueva Granada. Además, en esa revuelta vieron la ocasión de hacerse a un dominio propio con un régimen federal, idea política que ahora los ocupaba. Se nos vino la guerra llamada de Los Conventos, que ahora también se llama de Los Supremos por eso de la rebelión de los caudillos provinciales. El Congreso ecuatoriano autoriza a Flórez la movilización de tropas que ocupan Pasto. En armas se levantan las provincias de Pamplona, Casanare, Ciénaga, Mompós, Santa Marta, Riohacha, Cartagena y Mariquita. Los caudillos, casi todos, habían participado en la contienda de la independencia con España, que inician la revuelta con sus peones y esclavos cuando aún no se había definido la unidad nacional.
Manuel González, supremo de la provincia del Socorro, marcha hacia la capital con 2.500 hombres. El coronel José Neira, prócer de la independencia, tiene el encargo de atajarlo. Incita el fervor de la gente y saca en procesión la misma imagen de Jesús de Nazaret que años antes había exhibido Nariño cuando las tropas federalistas de las Provincias Unidas de Nueva Granada amenazaron tomarse a Bogotá.
La imagen fue llevada en andas por caballeros vestidos de levita, y es coronada de laureles en la Plaza Mayor en medio de una estruendosa ovación. La batalla fue en La Culebrera, entre Cota y Chía. El milagro se produce, las tropas de Los Supremos son batida y con ella Neira es herido de lanza, a consecuencia de lo cual muere después.
EL FIN DE LA CONTIENDA
En el sur el ejército de Mosquera y Herrán destruyen las fuerzas de Obando en Hulquipamba, quien a duras penas se hunde como fugitivo en la selva amazónica para reaparecer tiempo después, en Lima, donde pide asilo. Un agente diplomático de S.M Británica, Robert Stewart, propone la firma de un armisticio entre los dos bandos, el cual logra a costo de su propia vida. Lo atrapa un paludismo por sus constantes ires y venires a los campamentos guerreros por montañas calientes y húmedas, en sus gestiones de paz. Los caudillos que no firmaron el armisticio fueron atrapados y fusilados. José Tadeo Galindo, levantado en Ambalema, fue pasado por las balas en Medellín. Igual le sucede a Vicente Vanegas, levantado en Velez y fusilado en Bogotá. Salvador Córdoba, hermano del prócer José Maria Córdoba, fue fusilado en Cartago. Otros caudillos derrotados se refugiaron en los montes evadiendo el patíbulo. En cuanto al general Francisco Carmona, levantado en Ciénaga, encontraría la muerte diez años después, cuando en una fiesta de carnestolendas, alguno tuvo la osadía de robar su casaca militar para leer un bando del carnaval. El militar, ya anciano, arremetió a bastonazos al insolente que profanaba esa prenda venerada, pero una turba de cienagueros borrachos, que malquerían a Carmona por la derrota de las tropas costeñas en Tescua en la Guerra de los Conventos, se le vino encima blandiendo machetes y lo hicieron una masa de carne sangrante y repicada.
EL EPÍLOGO DE ESTA HISTORIA
En cuanto al cura Villota, fue excomulgado por el obispo de Popayán, que, con sus ardores de peleas santificadas, se fue a Tulcán hasta cuando todo hubo quedado en paz. Veinte años después de estos sucesos, entregó su espíritu a Dios. A su muerte, el populacho invadió el convento donde velaban su cuerpo. Hicieron tiras su hábito de monje, y aun de su cuerpo se llevaron una oreja como reliquia. La autoridad se hizo presente para evitar que el cuerpo yacente fuera despedazado.
Así, ridícula divertida y trágica, fue esta guerra civil, como todas las nuestras, que nos dejaron el recelo y la sospecha, que dieron sólo dividendos de luto y ruina, que envilecieron los espíritus con lemas de odio, que estimularon el fusil del bandolero, y en el cacique lugareño el robo y el abuso, y que revivieron el mito del brazo armado de Caín para derramar su misma sangre vertiendo de su hermano bíblico, y que como maldecida herencia, hasta hoy, se enseñoreó en todos los espacios de Colombia
Casa de campo, Las Trinitarias, La Mina, territorio de la Sierra Nevada, marzo 1 de 2022.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN