Varios soles habían tatuado el rostro de Don Emilio Araos Guevara cuando pisó esta tierra y dejó tras de sí sus huellas. Fue tercero en una generación vasca radicada en Chocontá-Cundinamarca, en las estribaciones de la Cordillera Central.
Varios soles habían tatuado el rostro de Don Emilio Araos Guevara cuando pisó esta tierra y dejó tras de sí sus huellas. Fue tercero en una generación vasca radicada en Chocontá-Cundinamarca, en las estribaciones de la Cordillera Central.
En Valledupar encontró por fin el paraje ideal imaginado después de una peregrinación individual que partió del lugar donde nació sin saber dónde iba a parar. Su padre, que llevaba su mismo nombre, fue el fruto de un inmigrante español que tuvo tres hijos a quienes inculcó la rudeza Celtibera de su raza, la competitividad de los hombres recios y la personalidad retadora de la aventura aliada a la persistencia en el trabajo.
Los tres hermanos Araos Guevara – Venancio, Indalecio y Emilio – emularon en agilidad y ventura, mostrando que eran diferentes en aquellas estribaciones cordilleranas que constituyen la meseta Cundiboyacense, clima frio, pueblos sin futuros ni caminos. Lo que hoy cuento se debe a la admiración que profeso a la generación siguiente, los Araos Solano, vallenatos de mi generación, signados por esta región donde mucho se habla de la dinastía de los acordeoneros y nadie se ocupa de la casta de la inteligencia que envuelve ese linaje ancestral de los Araos, como el de otras familias.
Don Emilio Araos Guevara, de contextura fornida y voz gutural estridente y fuerte, de rostro grave, disimulaba su calvicie por el cruce de su pelo blanquecino con cierto aire patriarcal. Su voz invadía todos los espacios de la casa y parte de la calle. ¿Dónde y cómo se hizo buzo Don Emilio? Nadie lo sabe. Lo cierto es que ante un requerimiento nacional de socorro para el rescate de un barco zozobrado en el Amazonas, se presentó con éxito, circunstancia que la prensa de la época destacó por su pericia y audacia, lo que a la vez lo convirtió en el primer buzo colombiano contratado por la Armada Nacional para la formación de los primeros hombres anfibios en el país.
Siguiendo los lineamientos del espíritu vasco, viajó a Barranquilla en busca de su hermano Venancio, técnico en comunicaciones, trasladado a los Estados Unidos por la empresa para la cual trabajaba. Don Emilio, buen aventurero, resolvió seguir sus pasos. En el país del norte se hizo sastre en una de las escuelas industriales de Nueva York. No satisfecho allí, se embarca de regreso, teniendo como destino la ciudad de Riohacha. Sin nada que hacer, viaja a la alta Guajira donde se dedica al rastreo de perlas en las profundidades sombrías del océano Atlántico.
Recientemente, uno de sus nietos descubrió, por pura casualidad, en la base de la estatua de la libertad, en Estados Unidos, el nombre de su abuelo y oficio: Emilio Araos (tailor), aun hoy no se sabe de su razón ahí.
Luego de muchas correrías, aparece en Barranca, Guajira, donde se casa con Teresa Solano Redondo, descendiente de Lorenzo Solano Gómez, estudiante inconcluso de Medicina de la Universidad Nacional, quien abandonó sus estudios para enrolarse en las huestes liberales de la guerra de los mil días; autor de la obra: ‘Desde mis lares’.
Don Emilio era liberal hasta los tuétanos y muy cercano a las ideas progresistas, tanto que colocó a uno de sus primeros hijos el nombre de Valdimir, recalcando en sus descendientes la ideología de la libertad en todos sus alcances y responsabilidades. Su ideología no dejó de traerle problema con la temible policía chulavita, que lo signó entre sus ojos.
Pero lo importante en la vida de este hispano-cundinamarqués fue la virtud que tuvo con su descendencia legítima (dos mujeres, tres hombres): los tres hermanos Araos Solano, estudiantes del colegio Loperena, no solo encabezaban las lista por razones alfabéticas, también por ocupar los primeros puestos académicamente, con tal notoriedad que el eminentísimo rector de la época, Jorge Pérez Álvarez, filosofo y filólogo, para connotarlos más los apodó: Araos Tomo I, Tomo II, Tomo III, distinción que los acompañó más allá de su ingreso a la Universidad Nacional, donde los tres hermanos fueron distinguidos siempre con matrícula de honor: Emilio, ingeniero civil; Venancio, médico, y Ovidio, ingeniero agrónomo, dejando este ultimo la frustración por una muerte prematura.
Emilio Araos Solano, el único que pervive en Valledupar, orgulloso de haber sido el primer ingeniero especializado en Colombia, cuenta que a su regreso le dijo a su padre que la universidad había abierto posgrados. Su padre, a mansalva, le dijo: “Usted tiene que estar allá…se devuelve”; una comisión de estudios del Ministerio de Obras remitió a Emilio por dos años, convirtiéndose en el primer experto en estructuras de este país y el primer especializado por esta universidad en esta tierra.
Araos Guevara fue profesor de sastrería en la Escuela Industrial, en Valledupar, ciudad donde aún queda su casa esquinera en el barrio Gaitán (calle 18 con 9), donde solía verse a Don Emilio con la regla en la mano y la cinta métrica de sastre en el cuello haciendo trazos, a trocha y mocha, en linos y supernavales, acompañado de su hija Alba, quien procuró estar siempre junto a él.
Allí mismo estaba la residencia estudiantil, donde muchos acudían para ser auxiliados por los conocimientos de los hermanos. Don Emilio, que hacia el papel de tutor de los asistentes, daba también órdenes sobre el menú del día sin saltar detalle. Allí mismo, a los 10 años, el hoy curtido ingeniero aprendió el oficio de la sastrería, de la mano de su padre.
No tuvo Don Emilio la satisfacción agnóstica que siempre practicó en su vida, porque ‘la rubia Teresita’, su otra hija, admirada por los púberes de aquel tiempo, se convertiría en monja de la presentación, lo que significó para él un duro golpe, reparándolo ésta cuando abandonó a los tres años sus hábitos y le dio varios nietos.
Aun se recuerda el rostro sonriente de Don Emilio en cada clausura de fin de año, portando satisfacciones y luciendo sobre su pecho una carrandanga de condecoraciones, y bajo sus axilas llevar un montón de diplomas honoríficos como si se tratara de un general triunfante luego de una batalla de la segunda guerra mundial.
Después de su trascendental vida en Valledupar, cuando los muchachos finalizaron sus carreras en Bogotá, a Don Emilio le palpitó la soledad y se desplazó a Girardot, donde vivía con sus nietos su hija Alba, ya casada, donde permaneció por un tiempo. Al final de sus días volvió a Bogotá, padecía en ese momento un cáncer terminal que sobrellevó con tenacidad hasta que una noche, en la pasividad de la existencia, Don Emilio cerró sus ojos para siempre.
Quienes éramos jovenzuelos de la época y que con temor reverencial lo admirábamos, hoy en día al recuperar su imagen reconocemos su vida magistral y aventurera.
Por: Ciro A. Quiroz Otero
Varios soles habían tatuado el rostro de Don Emilio Araos Guevara cuando pisó esta tierra y dejó tras de sí sus huellas. Fue tercero en una generación vasca radicada en Chocontá-Cundinamarca, en las estribaciones de la Cordillera Central.
Varios soles habían tatuado el rostro de Don Emilio Araos Guevara cuando pisó esta tierra y dejó tras de sí sus huellas. Fue tercero en una generación vasca radicada en Chocontá-Cundinamarca, en las estribaciones de la Cordillera Central.
En Valledupar encontró por fin el paraje ideal imaginado después de una peregrinación individual que partió del lugar donde nació sin saber dónde iba a parar. Su padre, que llevaba su mismo nombre, fue el fruto de un inmigrante español que tuvo tres hijos a quienes inculcó la rudeza Celtibera de su raza, la competitividad de los hombres recios y la personalidad retadora de la aventura aliada a la persistencia en el trabajo.
Los tres hermanos Araos Guevara – Venancio, Indalecio y Emilio – emularon en agilidad y ventura, mostrando que eran diferentes en aquellas estribaciones cordilleranas que constituyen la meseta Cundiboyacense, clima frio, pueblos sin futuros ni caminos. Lo que hoy cuento se debe a la admiración que profeso a la generación siguiente, los Araos Solano, vallenatos de mi generación, signados por esta región donde mucho se habla de la dinastía de los acordeoneros y nadie se ocupa de la casta de la inteligencia que envuelve ese linaje ancestral de los Araos, como el de otras familias.
Don Emilio Araos Guevara, de contextura fornida y voz gutural estridente y fuerte, de rostro grave, disimulaba su calvicie por el cruce de su pelo blanquecino con cierto aire patriarcal. Su voz invadía todos los espacios de la casa y parte de la calle. ¿Dónde y cómo se hizo buzo Don Emilio? Nadie lo sabe. Lo cierto es que ante un requerimiento nacional de socorro para el rescate de un barco zozobrado en el Amazonas, se presentó con éxito, circunstancia que la prensa de la época destacó por su pericia y audacia, lo que a la vez lo convirtió en el primer buzo colombiano contratado por la Armada Nacional para la formación de los primeros hombres anfibios en el país.
Siguiendo los lineamientos del espíritu vasco, viajó a Barranquilla en busca de su hermano Venancio, técnico en comunicaciones, trasladado a los Estados Unidos por la empresa para la cual trabajaba. Don Emilio, buen aventurero, resolvió seguir sus pasos. En el país del norte se hizo sastre en una de las escuelas industriales de Nueva York. No satisfecho allí, se embarca de regreso, teniendo como destino la ciudad de Riohacha. Sin nada que hacer, viaja a la alta Guajira donde se dedica al rastreo de perlas en las profundidades sombrías del océano Atlántico.
Recientemente, uno de sus nietos descubrió, por pura casualidad, en la base de la estatua de la libertad, en Estados Unidos, el nombre de su abuelo y oficio: Emilio Araos (tailor), aun hoy no se sabe de su razón ahí.
Luego de muchas correrías, aparece en Barranca, Guajira, donde se casa con Teresa Solano Redondo, descendiente de Lorenzo Solano Gómez, estudiante inconcluso de Medicina de la Universidad Nacional, quien abandonó sus estudios para enrolarse en las huestes liberales de la guerra de los mil días; autor de la obra: ‘Desde mis lares’.
Don Emilio era liberal hasta los tuétanos y muy cercano a las ideas progresistas, tanto que colocó a uno de sus primeros hijos el nombre de Valdimir, recalcando en sus descendientes la ideología de la libertad en todos sus alcances y responsabilidades. Su ideología no dejó de traerle problema con la temible policía chulavita, que lo signó entre sus ojos.
Pero lo importante en la vida de este hispano-cundinamarqués fue la virtud que tuvo con su descendencia legítima (dos mujeres, tres hombres): los tres hermanos Araos Solano, estudiantes del colegio Loperena, no solo encabezaban las lista por razones alfabéticas, también por ocupar los primeros puestos académicamente, con tal notoriedad que el eminentísimo rector de la época, Jorge Pérez Álvarez, filosofo y filólogo, para connotarlos más los apodó: Araos Tomo I, Tomo II, Tomo III, distinción que los acompañó más allá de su ingreso a la Universidad Nacional, donde los tres hermanos fueron distinguidos siempre con matrícula de honor: Emilio, ingeniero civil; Venancio, médico, y Ovidio, ingeniero agrónomo, dejando este ultimo la frustración por una muerte prematura.
Emilio Araos Solano, el único que pervive en Valledupar, orgulloso de haber sido el primer ingeniero especializado en Colombia, cuenta que a su regreso le dijo a su padre que la universidad había abierto posgrados. Su padre, a mansalva, le dijo: “Usted tiene que estar allá…se devuelve”; una comisión de estudios del Ministerio de Obras remitió a Emilio por dos años, convirtiéndose en el primer experto en estructuras de este país y el primer especializado por esta universidad en esta tierra.
Araos Guevara fue profesor de sastrería en la Escuela Industrial, en Valledupar, ciudad donde aún queda su casa esquinera en el barrio Gaitán (calle 18 con 9), donde solía verse a Don Emilio con la regla en la mano y la cinta métrica de sastre en el cuello haciendo trazos, a trocha y mocha, en linos y supernavales, acompañado de su hija Alba, quien procuró estar siempre junto a él.
Allí mismo estaba la residencia estudiantil, donde muchos acudían para ser auxiliados por los conocimientos de los hermanos. Don Emilio, que hacia el papel de tutor de los asistentes, daba también órdenes sobre el menú del día sin saltar detalle. Allí mismo, a los 10 años, el hoy curtido ingeniero aprendió el oficio de la sastrería, de la mano de su padre.
No tuvo Don Emilio la satisfacción agnóstica que siempre practicó en su vida, porque ‘la rubia Teresita’, su otra hija, admirada por los púberes de aquel tiempo, se convertiría en monja de la presentación, lo que significó para él un duro golpe, reparándolo ésta cuando abandonó a los tres años sus hábitos y le dio varios nietos.
Aun se recuerda el rostro sonriente de Don Emilio en cada clausura de fin de año, portando satisfacciones y luciendo sobre su pecho una carrandanga de condecoraciones, y bajo sus axilas llevar un montón de diplomas honoríficos como si se tratara de un general triunfante luego de una batalla de la segunda guerra mundial.
Después de su trascendental vida en Valledupar, cuando los muchachos finalizaron sus carreras en Bogotá, a Don Emilio le palpitó la soledad y se desplazó a Girardot, donde vivía con sus nietos su hija Alba, ya casada, donde permaneció por un tiempo. Al final de sus días volvió a Bogotá, padecía en ese momento un cáncer terminal que sobrellevó con tenacidad hasta que una noche, en la pasividad de la existencia, Don Emilio cerró sus ojos para siempre.
Quienes éramos jovenzuelos de la época y que con temor reverencial lo admirábamos, hoy en día al recuperar su imagen reconocemos su vida magistral y aventurera.
Por: Ciro A. Quiroz Otero