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Crónica - 6 febrero, 2020

De Hispania a Al-Ándalus.

Roderico o Rodrigo, el rey de los visigodos en Hispania, tendía sus dos manos ajadas sobre la mesa, para que Florinda, la hija del conde Julián, le sacara con un alfiler de oro los diminutos aradores de la sarna que le roían con un picor intenso y doloroso.

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Roderico o Rodrigo, el rey de los visigodos en Hispania, tendía sus dos manos ajadas sobre la mesa, para que Florinda, la hija del conde Julián, le sacara con un alfiler de oro los diminutos aradores de la sarna que le roían con un picor intenso y doloroso. En muchas noches de angustiosa vigilia ahogaba los escozores con copas de vino al tope, hasta cuándo se le aturdía la mente y el sueño le alcanzaba los párpados.

El conde Julián, su gobernador en Ceuta y Tánger, regiones al norte extremo de África frente a Hispania con un estrecho de mar en medio, le había enviado un sabio marroquí que curaba los males de la piel, que lo aliviaba con emplastos de azufre, aceite de oliva y compresas de vino agrio. Florinda era su hija con 17 pascuas cristianas de edad, que los musulmanes moros la llamarían después con el mote de “La Cava”.

Ella había llegado a la corte real de Toledo, la capital del reino visigodo, enviada por su padre, como correspondía a una doncella noble, para el logro de un mejor roce social con los notables de Hispania, y así pretender un matrimonio de ventaja, con bosques de caza, tierras de labrantíos, siervos y castillos.

Recibía ella adiestramiento en tejidos de agujas, catecismo, cantos de coros, salterio y otras artes menores que se dispensaban a las damas de su linaje en los claustros de monjas de los primeros conventos de reclusión que se levantaron en el territorio de los visigodos, desde cuándo Recaredo, uno de sus reyes, abrazó el catolicismo abandonando la secta hereje del arrianismo que negaba la divinidad de Cristo.

Para divertir sus tedios, de tarde en tarde, Rodrigo el monarca toledano, trepaba a un torreón de dónde espiaba a las doncellas que iban a tomar un baño en las aguas del río Tajo que lamía las murallas de la ciudad. Atento a esos deseos que le ponía espuelas a su lujuria, trataba de adivinar la forma de los cuerpos femeninos que se insinuaban a través del péplum o manto bordado, y del sindón que era una capa de lino para proteger los hombros y senos de las damas. Intrigado un día por saber sobre una de ellas, hizo llamar a uno de sus pajes, quien le puso en conocimiento que tal doncella se llamaba Florinda, hija del conde Julián, su gobernador en Ceuta y Tánger en tierras de la costa africana.

Entonces se dio mañas para que dicha joven lo asistiera como ayudante de recámara, ocupándola en extraerle los aradores de las manos roñosas con una aguja de oro.

Algunos dicen que la sedujo hasta holgarse con ella en un lecho con gusto compartido; otros que lo hizo con violencia. En ambos casos no hubo promesa de desposorio.

Ganada fama de mujeriego tenía don Rodrigo. No era la primera ocasión en que abusaba de su postura dominante de rey, por la cual había vasallos resentidos por haber vivido situaciones parecidas. Además, él no tenía la total sumisión de su gente porque tejió su ascenso al trono manipulando una asamblea de notables y de clérigos que lo eligieron monarca, desconociendo los derechos de los hijos de Witiza, el último rey, quién había designado como sucesores a sus hijos Agila y Oppa. Dio pie esa usurpación a encuentros armados de los dos bandos de los cuales se impuso Rodrigo. Entonces, hecha la paz, los vencidos se aislaron en un sospechoso silencio.

No hubo sosiego completo en España después de estos sucesos. Los vascos en el norte no le daban reposo porque incendiaban los trigales y chozas de sus siervos, mataban los rebaños de ovejas y talaban los viñedos, lo que le distraía tiempo, hombres en correrías de defensa y recursos de su cofre.

Maltrecho su honor, Florinda envía unos presentes a su padre Julián, entre los cuales iban disimulados unos huevos podridos. Transmitido así con ese mensaje oculto la noticia de su deshonra, el conde concibe el plan de una terrible venganza.

Su ira la contuvo, sin embargo, para una ocasión propicia. Nada reclamó cuando se presentó a la corte de Toledo, y con algún pretexto se llevó a Florinda a sus dominios de Ceuta. Fue cuando le envió un mensaje a Musa, un guerrero mahometano al servicio de los omeyas, la dinastía reinante en Damasco.

Le prometió el paso libre por Ceuta para que la tropa musulmana invadiera el reino de los visigodos por el Estrecho del Peñón entre Hispania y la costa africana donde la mitología de los griegos, muchos siglos atrás señalaban las “columnas de Hércules”.

Julián había sido un leal servidor de la Corona. Su misión era guardar la marca o frontera de los visigodos con los moros islamistas del desierto africano, de los cuales se temía siempre una invasión. Hacía 200 años, época en que había vivido Mahoma, el profeta de Alá, qué las tribus de los arenales de Arabia salieron en oleadas expandiendo con el empuje de sus lanzas de guerra el credo del Islam.

Sus hordas sacudidas por los delirios del fanatismo, con sus sables pandeados, a lomo de veloces corceles del desierto, como una mancha roja se extendieron arrasando a los pueblos de Palestina, Siria, Transjordania, los territorios de Mesopotamia, el imperio persa, las tierras de los turcos, los pueblos del Cáucaso, las tribus afganas hasta llegar a los propios dominios de los rajás del Indostán.

Después cayeron sobre Egipto y los pueblos nómadas de bereberes y tuareg del desierto del Sahara. Luego cayeron Tunes y Marruecos. Ahora se vendrían para la Europa cristiana.

Los reyes visigodos, desde Ataulfo hasta el último, don Rodrigo, sumaban treinta y tres. Alguien recordó entonces que un remoto agorero que había vivido en un perdido paraje de los montes béticos, mucho tiempo atrás, había hecho el vaticinio que al cumplirse ese número de cabezas coronadas, la edad en que murió Cristo, se acabaría el señorío de ellos en España.

Ahora, auxiliados por el conde Julián, en barcazas, las hordas moras cruzan el estrecho del Peñón, bautizado desde entonces como Estrecho de Gibraltar (de Gib al Tarik) o peñón del Tarik, por el caudillo que dirigió la mesnada invasora por aquel lugar. Don Rodrigo está a días de lejanía, desprevenido, atendiendo los desmanes de los vascos.

Mensajeros en potros galoperos le llevan la mala nueva que recibe después de doce días de invasión. Como pudo reunió hombres, armas y caballos y se vino para dar cara a la dura situación. El encuentro de los dos ejércitos se produce en Guadalete, en la Laguna de Janda. Rodrigo está presente rodeado de escuderos y de nobles. Monta un caballo negro, va ataviado con una túnica llamada pectoralis, con pantalones de bragas y saya al muslo. Rutila un cinturón grueso que usa con adornos de broches a su cintura de donde pende su espada, y un yelmo metálico que le cubre la cabeza. Allá frente a su tropa, hay un mar de turbantes y de rostros barbados.

Es la morisma que vocifera para darse ánimo guerrero, tremolando sus banderas de combate con la insignia de una media luna. Era una “hijad o guerra santa” donde esperaban el triunfo de sus armas para seguir en un camino de sangre catequizadora la expansión de su fe religiosa por el resto del mundo. Sabían que, si morían en el fragor de la pendencia, los esperaba las delicias del Edén, donde las huríes, unas hermosas mujeres, les danzarían, llenarían sus copas de vinos y les servirían apetitosos banquetes en compensación de su martirio por la fe.

Rodrigo, el rey, ahora también tenía de aliados a sus enemigos, los hijos de Witiza que ofrecieron su apoyo. Por eso allí está Agila y el conde Oppa qué es también obispo de Sevilla, con sus huestes en formación de batalla. Pronto, el agudo sonido de los cuernos anuncia la acometida. Todo iba bien para los visigodos, más en un momento los aliados hijos de Witiza, abandonan el combate, dejando al rey al garete del azar.

Era otra traición. Miles de cuerpos de hombres y caballos ensangrientan el paisaje. Todo está perdido. Rodrigo sin escuderos va solo, derrotado, sin destino definido por donde quiera dar pasos su caballo. Su reino ya no existe.

Sólo después, en las montañas heladas de Asturias, don Pelayo, hijo del duque de Favila, detendría la invasión en Cavadonga de las hordas mahometanas. A poco, también lo harían los francos de Carlos Martel en el encuentro armado de Potiers, más allá de los Montes Pirineos, atajándoles el paso hacia el resto de la Europa cristiana.

Algunos suponen que el destronado Rey Rodrigo llegó a los agrestes parajes por donde se precipita el río Durabon, a la covacha de un anacoreta que hacía vida de penitencia, quién lo amparó ocultándolo en una caverna conocida como “la cueva de los siete altares” donde una sierpe lo mordió causándole la muerte.

Otros dicen que logró refugio en Portugal, en la villa de Viseu, donde murió después porque se encontró una tumba con una lápida que decía en latín: “ultimátum visigodo rege Roderico”.

Su esposa, Ajilona, fugitiva también, fue apresada y desposada después, como una estrategia de paz, por Abd el Azís Musa, primer valí moro en Hispania, territorio que en adelante los musulmanes le cambiarían el nombre por el de Al-Ándalus.

En lo que toca a Florinda, llamada también La Cava, que equivale a “mujer mala” en lengua de árabes, se dice que murió loca de dolor y de vergüenza en un torreón de Toledo. También existe la versión de que se dejó ahogar en el río Tajo, en el mismo recodo donde la había visto el rey Rodrigo.

Además, otros argumentan que en la villa de Pedroche, encaramada en un brocal de un aljibe, se lanzó al vacío del pozo maldiciendo su destino.
Nosotros queremos creer que no volvió de Ceuta donde la había llevado su padre, quién siguió gobernando allí hasta su muerte con el amparo de los aliados musulmanes, cómo pago de su traición.

Pasaron 800 años de alianza, retrocesos y avances, para que los pequeños reinos cristianos de España que sobrevivieron a la tragedia, recobraran el territorio tramo a tramo, hasta la expulsión del rey moro Boabdil, en el sitio de Granada, último baluarte donde tremolaba la bandera mahometana de la media luna, en un hecho de armas de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, el dos de enero de 1492, el año en que se trastoca la historia del mundo cuando bajaron anclas, en la otra parte de la tierra, las tres carabelas castellanas capitaneadas por un aventurero genovés.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, diciembre 26 de 2019.

Poe: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN

Crónica
6 febrero, 2020

De Hispania a Al-Ándalus.

Roderico o Rodrigo, el rey de los visigodos en Hispania, tendía sus dos manos ajadas sobre la mesa, para que Florinda, la hija del conde Julián, le sacara con un alfiler de oro los diminutos aradores de la sarna que le roían con un picor intenso y doloroso.


Boton Wpp

Roderico o Rodrigo, el rey de los visigodos en Hispania, tendía sus dos manos ajadas sobre la mesa, para que Florinda, la hija del conde Julián, le sacara con un alfiler de oro los diminutos aradores de la sarna que le roían con un picor intenso y doloroso. En muchas noches de angustiosa vigilia ahogaba los escozores con copas de vino al tope, hasta cuándo se le aturdía la mente y el sueño le alcanzaba los párpados.

El conde Julián, su gobernador en Ceuta y Tánger, regiones al norte extremo de África frente a Hispania con un estrecho de mar en medio, le había enviado un sabio marroquí que curaba los males de la piel, que lo aliviaba con emplastos de azufre, aceite de oliva y compresas de vino agrio. Florinda era su hija con 17 pascuas cristianas de edad, que los musulmanes moros la llamarían después con el mote de “La Cava”.

Ella había llegado a la corte real de Toledo, la capital del reino visigodo, enviada por su padre, como correspondía a una doncella noble, para el logro de un mejor roce social con los notables de Hispania, y así pretender un matrimonio de ventaja, con bosques de caza, tierras de labrantíos, siervos y castillos.

Recibía ella adiestramiento en tejidos de agujas, catecismo, cantos de coros, salterio y otras artes menores que se dispensaban a las damas de su linaje en los claustros de monjas de los primeros conventos de reclusión que se levantaron en el territorio de los visigodos, desde cuándo Recaredo, uno de sus reyes, abrazó el catolicismo abandonando la secta hereje del arrianismo que negaba la divinidad de Cristo.

Para divertir sus tedios, de tarde en tarde, Rodrigo el monarca toledano, trepaba a un torreón de dónde espiaba a las doncellas que iban a tomar un baño en las aguas del río Tajo que lamía las murallas de la ciudad. Atento a esos deseos que le ponía espuelas a su lujuria, trataba de adivinar la forma de los cuerpos femeninos que se insinuaban a través del péplum o manto bordado, y del sindón que era una capa de lino para proteger los hombros y senos de las damas. Intrigado un día por saber sobre una de ellas, hizo llamar a uno de sus pajes, quien le puso en conocimiento que tal doncella se llamaba Florinda, hija del conde Julián, su gobernador en Ceuta y Tánger en tierras de la costa africana.

Entonces se dio mañas para que dicha joven lo asistiera como ayudante de recámara, ocupándola en extraerle los aradores de las manos roñosas con una aguja de oro.

Algunos dicen que la sedujo hasta holgarse con ella en un lecho con gusto compartido; otros que lo hizo con violencia. En ambos casos no hubo promesa de desposorio.

Ganada fama de mujeriego tenía don Rodrigo. No era la primera ocasión en que abusaba de su postura dominante de rey, por la cual había vasallos resentidos por haber vivido situaciones parecidas. Además, él no tenía la total sumisión de su gente porque tejió su ascenso al trono manipulando una asamblea de notables y de clérigos que lo eligieron monarca, desconociendo los derechos de los hijos de Witiza, el último rey, quién había designado como sucesores a sus hijos Agila y Oppa. Dio pie esa usurpación a encuentros armados de los dos bandos de los cuales se impuso Rodrigo. Entonces, hecha la paz, los vencidos se aislaron en un sospechoso silencio.

No hubo sosiego completo en España después de estos sucesos. Los vascos en el norte no le daban reposo porque incendiaban los trigales y chozas de sus siervos, mataban los rebaños de ovejas y talaban los viñedos, lo que le distraía tiempo, hombres en correrías de defensa y recursos de su cofre.

Maltrecho su honor, Florinda envía unos presentes a su padre Julián, entre los cuales iban disimulados unos huevos podridos. Transmitido así con ese mensaje oculto la noticia de su deshonra, el conde concibe el plan de una terrible venganza.

Su ira la contuvo, sin embargo, para una ocasión propicia. Nada reclamó cuando se presentó a la corte de Toledo, y con algún pretexto se llevó a Florinda a sus dominios de Ceuta. Fue cuando le envió un mensaje a Musa, un guerrero mahometano al servicio de los omeyas, la dinastía reinante en Damasco.

Le prometió el paso libre por Ceuta para que la tropa musulmana invadiera el reino de los visigodos por el Estrecho del Peñón entre Hispania y la costa africana donde la mitología de los griegos, muchos siglos atrás señalaban las “columnas de Hércules”.

Julián había sido un leal servidor de la Corona. Su misión era guardar la marca o frontera de los visigodos con los moros islamistas del desierto africano, de los cuales se temía siempre una invasión. Hacía 200 años, época en que había vivido Mahoma, el profeta de Alá, qué las tribus de los arenales de Arabia salieron en oleadas expandiendo con el empuje de sus lanzas de guerra el credo del Islam.

Sus hordas sacudidas por los delirios del fanatismo, con sus sables pandeados, a lomo de veloces corceles del desierto, como una mancha roja se extendieron arrasando a los pueblos de Palestina, Siria, Transjordania, los territorios de Mesopotamia, el imperio persa, las tierras de los turcos, los pueblos del Cáucaso, las tribus afganas hasta llegar a los propios dominios de los rajás del Indostán.

Después cayeron sobre Egipto y los pueblos nómadas de bereberes y tuareg del desierto del Sahara. Luego cayeron Tunes y Marruecos. Ahora se vendrían para la Europa cristiana.

Los reyes visigodos, desde Ataulfo hasta el último, don Rodrigo, sumaban treinta y tres. Alguien recordó entonces que un remoto agorero que había vivido en un perdido paraje de los montes béticos, mucho tiempo atrás, había hecho el vaticinio que al cumplirse ese número de cabezas coronadas, la edad en que murió Cristo, se acabaría el señorío de ellos en España.

Ahora, auxiliados por el conde Julián, en barcazas, las hordas moras cruzan el estrecho del Peñón, bautizado desde entonces como Estrecho de Gibraltar (de Gib al Tarik) o peñón del Tarik, por el caudillo que dirigió la mesnada invasora por aquel lugar. Don Rodrigo está a días de lejanía, desprevenido, atendiendo los desmanes de los vascos.

Mensajeros en potros galoperos le llevan la mala nueva que recibe después de doce días de invasión. Como pudo reunió hombres, armas y caballos y se vino para dar cara a la dura situación. El encuentro de los dos ejércitos se produce en Guadalete, en la Laguna de Janda. Rodrigo está presente rodeado de escuderos y de nobles. Monta un caballo negro, va ataviado con una túnica llamada pectoralis, con pantalones de bragas y saya al muslo. Rutila un cinturón grueso que usa con adornos de broches a su cintura de donde pende su espada, y un yelmo metálico que le cubre la cabeza. Allá frente a su tropa, hay un mar de turbantes y de rostros barbados.

Es la morisma que vocifera para darse ánimo guerrero, tremolando sus banderas de combate con la insignia de una media luna. Era una “hijad o guerra santa” donde esperaban el triunfo de sus armas para seguir en un camino de sangre catequizadora la expansión de su fe religiosa por el resto del mundo. Sabían que, si morían en el fragor de la pendencia, los esperaba las delicias del Edén, donde las huríes, unas hermosas mujeres, les danzarían, llenarían sus copas de vinos y les servirían apetitosos banquetes en compensación de su martirio por la fe.

Rodrigo, el rey, ahora también tenía de aliados a sus enemigos, los hijos de Witiza que ofrecieron su apoyo. Por eso allí está Agila y el conde Oppa qué es también obispo de Sevilla, con sus huestes en formación de batalla. Pronto, el agudo sonido de los cuernos anuncia la acometida. Todo iba bien para los visigodos, más en un momento los aliados hijos de Witiza, abandonan el combate, dejando al rey al garete del azar.

Era otra traición. Miles de cuerpos de hombres y caballos ensangrientan el paisaje. Todo está perdido. Rodrigo sin escuderos va solo, derrotado, sin destino definido por donde quiera dar pasos su caballo. Su reino ya no existe.

Sólo después, en las montañas heladas de Asturias, don Pelayo, hijo del duque de Favila, detendría la invasión en Cavadonga de las hordas mahometanas. A poco, también lo harían los francos de Carlos Martel en el encuentro armado de Potiers, más allá de los Montes Pirineos, atajándoles el paso hacia el resto de la Europa cristiana.

Algunos suponen que el destronado Rey Rodrigo llegó a los agrestes parajes por donde se precipita el río Durabon, a la covacha de un anacoreta que hacía vida de penitencia, quién lo amparó ocultándolo en una caverna conocida como “la cueva de los siete altares” donde una sierpe lo mordió causándole la muerte.

Otros dicen que logró refugio en Portugal, en la villa de Viseu, donde murió después porque se encontró una tumba con una lápida que decía en latín: “ultimátum visigodo rege Roderico”.

Su esposa, Ajilona, fugitiva también, fue apresada y desposada después, como una estrategia de paz, por Abd el Azís Musa, primer valí moro en Hispania, territorio que en adelante los musulmanes le cambiarían el nombre por el de Al-Ándalus.

En lo que toca a Florinda, llamada también La Cava, que equivale a “mujer mala” en lengua de árabes, se dice que murió loca de dolor y de vergüenza en un torreón de Toledo. También existe la versión de que se dejó ahogar en el río Tajo, en el mismo recodo donde la había visto el rey Rodrigo.

Además, otros argumentan que en la villa de Pedroche, encaramada en un brocal de un aljibe, se lanzó al vacío del pozo maldiciendo su destino.
Nosotros queremos creer que no volvió de Ceuta donde la había llevado su padre, quién siguió gobernando allí hasta su muerte con el amparo de los aliados musulmanes, cómo pago de su traición.

Pasaron 800 años de alianza, retrocesos y avances, para que los pequeños reinos cristianos de España que sobrevivieron a la tragedia, recobraran el territorio tramo a tramo, hasta la expulsión del rey moro Boabdil, en el sitio de Granada, último baluarte donde tremolaba la bandera mahometana de la media luna, en un hecho de armas de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, el dos de enero de 1492, el año en que se trastoca la historia del mundo cuando bajaron anclas, en la otra parte de la tierra, las tres carabelas castellanas capitaneadas por un aventurero genovés.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, diciembre 26 de 2019.

Poe: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN