La reforma agraria del presidente Petro tiene mensajes contundentes, pero no apunta a los verdaderos problemas de los campesinos ni tiene en cuenta la realidad mundial de la agricultura.
La reforma agraria de Petro es un buen paso en lo simbólico, en lo político y en su significado. Los mensajes son contundentes, el primero es que la reforma necesita paz política, porque los orígenes de la guerra se situaron en la tierra rural; el segundo es: sin consensos no hay avance, por eso el convenio con Fedegan y el gran paso que dieron Petro, la ministra López y Lafaurie para construir una narrativa.
La de Petro es una reforma agraria ambiciosa. Sin embargo, no está poniendo el foco donde es. Los problemas acuciantes del agro no son el acceso a la tierra a través de la propiedad sino: i) la inflación de alimentos (26 %), ii) la producción y provisión de alimentos, junto con iii) la falta de competitividad en el mercado.
Es más, Colombia necesita hacer de la producción y provisión de alimentos una herramienta de posicionamiento geopolítico global y el acuerdo sobre los tres millones de hectáreas con Fedegan no va en esa vía.
Además, la inflación de alimentos de ciclo corto al finalizar septiembre es escandalosa y preocupa. Por ejemplo, la de la yuca fue 95,7 %, la de la cebolla 75,8 %, la del arroz 39,4 %, la de las legumbres secas 38,9 %, la del plátano 35,6 %, la de hortalizas y legumbres 29,5 %. Esto no es otra cosa que carestía y hambre para los que están por debajo de la línea de pobreza monetaria, es decir, el 39 % de la población, lo que es casi 20 millones de personas.
La política agraria de Petro pretende comprar tierras – ¿tierras para qué, con qué y de quiénes? – pero no estimula la producción de alimentos, ni mitiga la inflación, ni promueve la inversión privada y la competitividad en el campo-.
Además, no está fondeada. Se necesitan 60 billones de pesos y no los hay; para financiarla se necesitaría romper la regla fiscal y ello traería consecuencias en el grado de inversión, en el aumento de la inflación y el desempleo, en la devaluación del peso y en la disminución del crecimiento económico.
Además, hay que arreglar otro entuerto: según Agronegocios, una hectárea de tierra apta para ser cultivada está avaluada entre $30 y $40 millones, pero el Subsidio Integral de Acceso a Tierras siat está fijado, según el Decreto 1330 de 2020, en 93 millones de pesos. Entonces, la Agencia Nacional de Tierras, ant, no podría adjudicar más de ese monto en tierras ni más de 30 millones para el proyecto productivo. Y eso, traducido en área, es menos de 3 hectáreas por familia. Habría que modificar dicho techo.
La reforma tiene muchos enredos por resolver. Su puesta en marcha será técnicamente difícil e improbable. Lo más seguro es que se quede en el papel y no pase a los hechos. Y son los hechos -no solo la narrativa- los que proporcionan credibilidad y gobernabilidad, aspectos necesarios para que el gobierno no se debilite.
Sin desconocer los graves problemas de concentración de la propiedad de la tierra, modificarla a través de otorgar la propiedad en un sistema de libre mercado, vía presupuesto público, es ineficaz.
Mejor que centrar la reforma en el acceso a la propiedad es hacerlo en su uso y en otras modalidades de acceso: arriendo, usufructo, derecho real de superficie o cuentas en participación.
Es decir, más que concentrarse en el derecho a la propiedad, debe importar el derecho pero al uso y la alianza productiva que se le dé a la tierra. Porque, más que tierra, se necesita mercado, rentabilidad y competitividad inclusiva y, por supuesto, infraestructura productiva y de servicios.
La rentabilidad de un cultivo es una forma que puede servir para modificar la estructura de la propiedad rural. Ello sucedió, por ejemplo, con la bonanza algodonera en el Cesar en los años setenta: al Cesar llegaron migrantes de Santander, Tolima y Antioquia, atraídos por la rentabilidad del algodón.
Y no llegaron comprando tierras, sino arrendándolas y luego, con el ahorro, las adquirieron. Así, los grandes latifundios del Cesar se fueron fraccionando y pasaron a ser propiedades de mediano y pequeño tamaño. Se modificó la estructura de la propiedad rural, se mejoró el acceso a la propiedad -al uso de la tierra ya existía con el arriendo – y surgió una nueva clase media.
En el presente, los paperos, arroceros, cebolleros, reforestadores y cientos de cultivadores aspiran, cada vez más, al acceso a la tierra no a través de la compra, sino del arriendo y otras figuras contractuales. De las 40 mil hectáreas que ocupa La Fazenda, apenas el 10 % es propia.
En Suiza, uno de los países más ricos del mundo, más del 58 % de sus habitantes viven en casas arrendadas y además, no tienen un centímetro de tierra con cacao y hacen el mejor chocolate del mundo. Si hablamos del comercio, muchos de los locales son arrendados.
La agricultura del futuro tiene otro rumbo. El agro del futuro no necesita tanta tierra, necesita cada vez menos, pero más tecnología; me refiero a la agricultura vertical, la de laboratorio, la de precisión, la agricultura digital y orgánica; pero la reforma agraria de Petro tiene otro enfoque.
Frente a todo esto surgen varias preguntas: ¿gastar 60 billones, romper la regla fiscal y endeudar más al país para distribuir la tierra por familia en propiedades de menos de 3 hectáreas es un gasto público bien ejecutado o eficiente?
¿No es mejor tener, por ejemplo, la décima parte de ello e invertir 6 billones para arrendar tierras por 15 años y adjudicarlas a través de un subsidio integral de arrendamiento para beneficiar a un mayor número de familias gastando menos plata?
Finalmente, en cuanto a los predios de la Sociedad de Activos Especiales, sae, hay que mencionar que estos deben entregarse a la ant saneados en lo jurídico, fiscal y en sus condiciones de infraestructura física, y ello demanda años.
Además, a la mayoría de esos bienes todavía los ronda la mafia y el riesgo de revictimizar al campesino es mayúsculo. Narcos y paramilitares regresan por sus bienes a sangre y fuego. Esos predios es mejor rematarlos y, con el producido, comprar tierras sin esa historia y en otro lugar para el campesino.
Por Enrique Herrera
Abogado, especialista en Desarrollo Regional y magíster en Gestión Pública; experto en tierras, agro y desarrollo rural. @enriqueha
La reforma agraria del presidente Petro tiene mensajes contundentes, pero no apunta a los verdaderos problemas de los campesinos ni tiene en cuenta la realidad mundial de la agricultura.
La reforma agraria de Petro es un buen paso en lo simbólico, en lo político y en su significado. Los mensajes son contundentes, el primero es que la reforma necesita paz política, porque los orígenes de la guerra se situaron en la tierra rural; el segundo es: sin consensos no hay avance, por eso el convenio con Fedegan y el gran paso que dieron Petro, la ministra López y Lafaurie para construir una narrativa.
La de Petro es una reforma agraria ambiciosa. Sin embargo, no está poniendo el foco donde es. Los problemas acuciantes del agro no son el acceso a la tierra a través de la propiedad sino: i) la inflación de alimentos (26 %), ii) la producción y provisión de alimentos, junto con iii) la falta de competitividad en el mercado.
Es más, Colombia necesita hacer de la producción y provisión de alimentos una herramienta de posicionamiento geopolítico global y el acuerdo sobre los tres millones de hectáreas con Fedegan no va en esa vía.
Además, la inflación de alimentos de ciclo corto al finalizar septiembre es escandalosa y preocupa. Por ejemplo, la de la yuca fue 95,7 %, la de la cebolla 75,8 %, la del arroz 39,4 %, la de las legumbres secas 38,9 %, la del plátano 35,6 %, la de hortalizas y legumbres 29,5 %. Esto no es otra cosa que carestía y hambre para los que están por debajo de la línea de pobreza monetaria, es decir, el 39 % de la población, lo que es casi 20 millones de personas.
La política agraria de Petro pretende comprar tierras – ¿tierras para qué, con qué y de quiénes? – pero no estimula la producción de alimentos, ni mitiga la inflación, ni promueve la inversión privada y la competitividad en el campo-.
Además, no está fondeada. Se necesitan 60 billones de pesos y no los hay; para financiarla se necesitaría romper la regla fiscal y ello traería consecuencias en el grado de inversión, en el aumento de la inflación y el desempleo, en la devaluación del peso y en la disminución del crecimiento económico.
Además, hay que arreglar otro entuerto: según Agronegocios, una hectárea de tierra apta para ser cultivada está avaluada entre $30 y $40 millones, pero el Subsidio Integral de Acceso a Tierras siat está fijado, según el Decreto 1330 de 2020, en 93 millones de pesos. Entonces, la Agencia Nacional de Tierras, ant, no podría adjudicar más de ese monto en tierras ni más de 30 millones para el proyecto productivo. Y eso, traducido en área, es menos de 3 hectáreas por familia. Habría que modificar dicho techo.
La reforma tiene muchos enredos por resolver. Su puesta en marcha será técnicamente difícil e improbable. Lo más seguro es que se quede en el papel y no pase a los hechos. Y son los hechos -no solo la narrativa- los que proporcionan credibilidad y gobernabilidad, aspectos necesarios para que el gobierno no se debilite.
Sin desconocer los graves problemas de concentración de la propiedad de la tierra, modificarla a través de otorgar la propiedad en un sistema de libre mercado, vía presupuesto público, es ineficaz.
Mejor que centrar la reforma en el acceso a la propiedad es hacerlo en su uso y en otras modalidades de acceso: arriendo, usufructo, derecho real de superficie o cuentas en participación.
Es decir, más que concentrarse en el derecho a la propiedad, debe importar el derecho pero al uso y la alianza productiva que se le dé a la tierra. Porque, más que tierra, se necesita mercado, rentabilidad y competitividad inclusiva y, por supuesto, infraestructura productiva y de servicios.
La rentabilidad de un cultivo es una forma que puede servir para modificar la estructura de la propiedad rural. Ello sucedió, por ejemplo, con la bonanza algodonera en el Cesar en los años setenta: al Cesar llegaron migrantes de Santander, Tolima y Antioquia, atraídos por la rentabilidad del algodón.
Y no llegaron comprando tierras, sino arrendándolas y luego, con el ahorro, las adquirieron. Así, los grandes latifundios del Cesar se fueron fraccionando y pasaron a ser propiedades de mediano y pequeño tamaño. Se modificó la estructura de la propiedad rural, se mejoró el acceso a la propiedad -al uso de la tierra ya existía con el arriendo – y surgió una nueva clase media.
En el presente, los paperos, arroceros, cebolleros, reforestadores y cientos de cultivadores aspiran, cada vez más, al acceso a la tierra no a través de la compra, sino del arriendo y otras figuras contractuales. De las 40 mil hectáreas que ocupa La Fazenda, apenas el 10 % es propia.
En Suiza, uno de los países más ricos del mundo, más del 58 % de sus habitantes viven en casas arrendadas y además, no tienen un centímetro de tierra con cacao y hacen el mejor chocolate del mundo. Si hablamos del comercio, muchos de los locales son arrendados.
La agricultura del futuro tiene otro rumbo. El agro del futuro no necesita tanta tierra, necesita cada vez menos, pero más tecnología; me refiero a la agricultura vertical, la de laboratorio, la de precisión, la agricultura digital y orgánica; pero la reforma agraria de Petro tiene otro enfoque.
Frente a todo esto surgen varias preguntas: ¿gastar 60 billones, romper la regla fiscal y endeudar más al país para distribuir la tierra por familia en propiedades de menos de 3 hectáreas es un gasto público bien ejecutado o eficiente?
¿No es mejor tener, por ejemplo, la décima parte de ello e invertir 6 billones para arrendar tierras por 15 años y adjudicarlas a través de un subsidio integral de arrendamiento para beneficiar a un mayor número de familias gastando menos plata?
Finalmente, en cuanto a los predios de la Sociedad de Activos Especiales, sae, hay que mencionar que estos deben entregarse a la ant saneados en lo jurídico, fiscal y en sus condiciones de infraestructura física, y ello demanda años.
Además, a la mayoría de esos bienes todavía los ronda la mafia y el riesgo de revictimizar al campesino es mayúsculo. Narcos y paramilitares regresan por sus bienes a sangre y fuego. Esos predios es mejor rematarlos y, con el producido, comprar tierras sin esa historia y en otro lugar para el campesino.
Por Enrique Herrera
Abogado, especialista en Desarrollo Regional y magíster en Gestión Pública; experto en tierras, agro y desarrollo rural. @enriqueha