El departamento del Cesar carga una herida ambiental que no ha cerrado, ni parece estar cerca de hacerlo. Basta mirar el mapa del uso del suelo para entender que su historia productiva ha sido, en buena parte, una historia de degradación.
Más del 70 % del suelo presenta algún nivel de desertificación, hemos perdido más de 500 mil hectáreas de ecosistemas boscosos y hoy nos enfrentamos a suelos compactados, salinizados y crecientes impactos del cambio climático. El norte del departamento es el más afectado: las temperaturas aumentan año tras año, sin tregua.
No siempre fue así. El Cesar tuvo una época de esplendor agropecuario que hoy parece lejana. En 1975, la región cultivaba más de 125 mil hectáreas de algodón, convirtiéndose en potencia nacional. Hubo innovación, industria textil y capacidad exportadora. Pero con la apertura económica de los años noventa y la entrada masiva de algodón importado, sobre todo desde Estados Unidos, la caída fue tan rápida como dolorosa. De aquel auge solo quedan recuerdos y tierras cansadas.
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Tres errores marcaron el rumbo de esa caída: la tala indiscriminada para habilitar tierras agrícolas, la mecanización intensiva que modificó la estructura del terreno hasta tocar capas que nunca debieron alterarse, y el uso descontrolado de agroquímicos. Todo esto dejó consecuencias que hoy seguimos pagando: pérdida de fertilidad, salinidad superficial y contaminación persistente en ríos, superficies cultivables y ecosistemas.
Eventos extremos en el Cesar
Cuando el algodón desapareció, llegó la ganadería extensiva. Al inicio de los ochenta y durante los noventa, el ganado ocupó buena parte de esas tierras abandonadas. Alcanzamos los 2,2 millones de cabezas de ganado bovino. Y con ellas, vino otro golpe al paisaje: la expansión de praderas, la destrucción de bosques secos, húmedos, riparios y relictos. En total, hemos perdido unas 300 mil hectáreas de cobertura boscosa. Esto no solo alteró el equilibrio hídrico de la región, sino que intensificó los eventos extremos: inundaciones en temporada de lluvias y cauces secos en tiempos de sequía.
Si bien esta degradación no es exclusiva del departamento ‘vallenato’, sí se siente con más crudeza aquí por nuestras condiciones de clima cálido seco. Mientras otras zonas del país logran cierta resiliencia, nuestros ecosistemas no se restauran. Nuestros suelos —en los valles de los ríos Cesar, Magdalena y Ariguaní— están hoy compactados y afectados por salinidad sódica. Y en muchos lugares, ni siquiera el pasto crece durante los largos periodos de verano.
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Lo que alguna vez fue una despensa agrícola para Colombia hoy es un territorio con baja productividad y competitividad. Es más barato traer plátanos desde Tame (Arauca), el Eje Cafetero o incluso Ecuador, que producirlos en el Cesar. Esa es la realidad que enfrentan nuestros campesinos.
Pero este no es un problema de un solo sector. No se trata de culpar a los agricultores ni a los ganaderos. Esta es la historia productiva del territorio, una que construimos entre todos y cuyas consecuencias compartimos. Lo que sí es evidente es que, sin intervención decidida, no hay salida posible.
Recuperar los suelos del departamento no será fácil, pero es posible. Existen experiencias internacionales en condiciones similares: Israel, Egipto, el suroeste de Estados Unidos y varios países del África subsahariana han logrado restaurar su territorio degradado mediante la aplicación de ciencia, tecnología y política pública enfocada. Aquí podemos hacerlo también.
Pero no será una tarea de los productores por sí solos. Con los márgenes de rentabilidad actuales, ni la agricultura ni la ganadería permiten asumir los costos de restauración. Por eso se requiere una cruzada regional, donde se involucren instituciones, universidades, centros de investigación, empresas del sector agroindustrial y, por supuesto, el Estado.
El Cesar no necesita lamentos ni diagnósticos repetidos. Necesita acción. Una política pública clara de restauración de suelos, inversión sostenida en investigación aplicada, transferencia de tecnología y un modelo de desarrollo que respete la base natural del territorio. Porque si seguimos todos contra la naturaleza, el resultado será siempre el mismo: un futuro más seco, más pobre y más desigual.
Por: Antonio Rudas – Director del programa de Ingeniería Ambiental del Área Andina Valledupar











