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Crónica - 8 agosto, 2020

Celestino V, el monje obligado a ser papa

Vivió Celestino en la época de Dante Alighieri quien lo colocó en el infierno en su ‘Divina Comedia’, “junto a los inútiles”. En el libro ‘Ángeles y Demonios’ de Dan Brown se mencionó que por medio de rayos x, en esta época, se había descubierto un clavo de 25 centímetros en el cráneo de Celestino, y que su muerte había sido por gestión de Bonifacio VIII.

Perusa o Perugia es una ciudadela antigua amurallada sobre una pendiente. Tiempo atrás fue la región de Etruria, donde los enigmáticos etruscos (que era su gentilicio) crearon una civilización más vieja y avanzada que la que forjó la Roma imperial.

Aún se conserva allí la estampa de una ciudad italiana de la Edad Media con sus callejas curvadas y casas de vetustos paredones que nos guía la imaginación a épocas vencidas de caballeros chapados de metal, mercaderes, artesanos y lugareños con birretas de plumas rizadas, mendicantes monjes de capirote y galanas doncellas de balcón.

Alguna vez en Bogotá estudié, en mi época universitaria, el idioma italiano, en un texto editado en la Universidad de Perugia, cuya paginación contenía poemas de Giosué Carducci. En otoño de 2004 me alojé en uno de sus pintorescos hostales y orienté mi errática vagancia hacia la Basílica, donde en 1292 los cardenales habían elegido papa a un monje penitente y solitario que tenía fama de pío y milagroso.

Un cónclave de nueve cardenales se había reunido allí huyendo de Roma donde la peste hacía estragos y los muertos se sacaban cada día amontonados en carretas. La silla de San Pedro estaba vacante y durante los últimos 18 meses se había intentado un reemplazo del último papa, Nicolás IV, pero dos poderosas familias romanas, los Orsini y los Colonna, se disputaban el honor de regir los destinos de la cristiandad.

En el cónclave ninguno de los candidatos presentados había sumado las tres cuartas partes de los votos requeridos. Cuando entró la primavera, el rey de Nápoles, atento a sacar ventaja con un papa aliado a su corona, se presentó ante ellos para pedirles con amenazas disimuladas que pusieran fin a su demora pues se infringía una ley aprobada 20 años que trataba de evitar los viciosos retrasos de los cardenales.

El anterior pontífice había sido elegido en 1271. Su aclamación estuvo precedida con tres años de disturbios e intrigas y solo se hizo después que la gente de Roma desentejó el palacio donde se reunía el cónclave y había amenazado a los cardenales con emparedarlos allí, sin raciones de comida y agua, hasta que decidieran la elección. Los reproches del rey de Nápoles enardecieron los ánimos del puntilloso cardenal Benedicto Gaetani, quien le recordó que la elección del Santo Padre estaba en manos de los cardenales únicamente y que ningún extraño tenía derecho a ejercer presión, así duraran siglos de siglos en la decisión.

El rey Carlos de Nápoles se ausentó iracundo y el cónclave siguió su morosa rutina en la polémica inútil cada día en acordar un nombre para el trono de San Pedro. Después cada uno se retiraba a su suntuosa mansión a degustar exquisitas viandas, paladear vinos de añosas damajuanas y dormir con holganza para estar dispuesto, el día seguido, en el tozudo debate.

Doce habían sido ellos cuando falleció el último papa, Nicolás IV, más por los achaques de la vejez y otros males, el Sacro Colegio se había contraído con la muerte de su decano; otro yacía postrado con algún destemple grave de salud y un tercero estaba de duelo aquella mañana del 5 de julio por el fallecimiento de un hermano, en la cual, por fin, se eligió al sucesor de la silla del ‘Pescador’.

Dos poderosas familias –ya lo hemos dicho– eran rivales por el dominio de la potestad civil y la potestad religiosa en Roma: los Orsini y los Colonnas. Orsini de apellido había sido el último papa y su clan estaba lejos del deseo de desprenderse de tan opulento trono. Los Colonnas no estaban con el gusto de dejar que un rival se rehiciera con el solio de San Pedro.

Ya la pugna entre ellos había dejado un saldo de muertos entre sus partidarios en las calles de Roma. En el cónclave de Perusa,  las fuerzas equilibradas de unos y otros impedía la elección de un candidato propuesto por la contraparte.  Los cardenales neutrales se habían mantenido en un incómodo equilibrio. Así estaban las cosas. El decano del Colegio, el enfermizo cardenal Latino Malabranca, en vano exhortaba para que se sepultaran las ambiciones de familia.

“Sólo un loco –decía– querría echarse el pesado yugo de la tiara, porque los tiempos eran malos. Los sarracenos se habían apoderado otra vez de Acre y Trípoli; Francia e Inglaterra guerreaban amenazando la unidad de la cristiandad; los españoles pretendían el dominio de Sicilia que era un territorio de los Estados Pontificios”. Pero los cardenales no entendían que el mundo cristiano estaba por encima de las naciones y no era un pendolaje a saco de dos familias romanas.

LA CARTA

Los cardenales tomaron asiento en la Basílica de Santo Domingo entre el sofocante ambiente de verano de ese 5 de julio de 1294. Habían asistido temprano a los funerales del hermano del cardenal Napoleón Orsini. La sesión era llevada con la acostumbrada solemnidad sin mayores altercados de política, tema agotado por tanto debatirse entre ellos. Latino Malabranca, el cardenal decano, leyó un escrito enviado por un venerado ermitaño quien vaticinaba un castigo divino sobre ellos si pronto no elegían al papa. Lo firmaba Pedro de Morone, un hombre hecho mito por la devoción de los fieles, de quien se decía que colgaba su capucha en un rayo de sol, que las cornejas le traían en el pico las hogazas de pan de lo cual vivía, y que sus oraciones eran precedidas por campanas cuyos tañidos venían del más allá.

La conversación del cónclave se diluyó entonces hacia la famosa ermita de Monte Morone donde moraba el asceta. Mucho tema había en eso. Pedro se asemejaba a los anacoretas exaltados e intolerantes de los primeros siglos del cristianismo. Había fundado una Orden religiosa aprobada por el papa Urbano IV que con celeridad tomó fuerza, consagrada al Espíritu Santo, cuyos cofrades así mismos se llamaban “los espirituales” y que eran mirados por los más conservadores de la Iglesia con curiosidad y suspicacia por su devoción fanática a la pobreza y a la humildad de sus profesantes.

Con una aureola de santidad el dicho Pedro de Morone le huía a su propia fama y se trasladaba de un escondite a otro en las lejanas montañas para hacerle quite a los montones de peregrinos que deseaban verlo y tocarlo. Instalado en una celda en la cumbre de un monte, le había escrito aquella amonestante epístola a Malabranca.

Con el animado palique de los cardenales sobre las leyendas y milagros que se contaban de Pedro   el eremita, se hizo tema único, entonces, Latino Malabranca, el cardenal decano, se levantó de su sitial y en voz alta dijo: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy mi voto para Pedro Morone como papa de la Cristiandad”. Después de aquella frase reinó en el cónclave un silencio reflexivo. Algunos concluyeron que el Espíritu Santo había iluminado el nombre de un hombre virtuoso. Cinco cardenales dieron su aprobación inmediata. Se había roto el punto muerto.

Los cardenales Orsini y Colonna se plegaron a la audaz elección. El cardenal Benedicto Gaetani, frío, arrogante, emparentado de lejos con ambas familias, quien había adoptado una postura neutral con la esperanza de que se fijaran en él para la elección, le tocó votar como los demás. A fin de cuenta el nuevo papa tenía más de ochenta años y la misma naturaleza indicaba que tal pontificado sería breve, y él apenas frisaba los sesenta con buena salud a pesar de algunas molestias de gota y mal de piedra.

El hombre a quien el Espíritu Santo había elegido en esa ocasión no era uno de los cardenales del cónclave, ni otro pretendiente que aguardara nervioso detrás de una puerta esperando noticias de la decisión. Más de 14 jornadas bien andadas a mula era la distancia de Perusa a Monte Morone. El protocolo decía que los cardenales debían llevarle la buena nueva y esperar su consentimiento. Era un viaje agotante para que lo emprendieran estos ancianos príncipes de la Iglesia, hasta la cordillera donde vivía el monje anacoreta.

Se delegó, entonces, a tres religiosos de menor rango para tal solemnidad. Cuando esa embajada cardenalicia trepó hasta allá, ya Carlos II de Nápoles se había anticipado, al igual que Pedro Colonna, el cardenal, pendientes de sacar ventaja con el nuevo reparto de cargos y dignidades de un papa ingenuo, sobre todo en los primeros tiempos de su reinado.

Una turba de fieles y de curiosos también se había puesto en camino. En unas escarpas de la serranía, en el vientre de una caverna, vivía el nuevo papa, a la cual se tenía que llegar por un angosto sendero bordeado de despeñaderos. La noticia de la comitiva que venía, había causado pánico al nuevo pontífice, y hasta quiso huir a otros sitios, pero sus seguidores lo persuadieron de lo contrario. Lo encontraron como un ave presa mirando a través de los barrotes de su celda con los ojos enrojecidos y humedecidos de lágrimas. Parecía no entender lo que le hablaban. Se tiró al suelo, oró tendido en cruz, se levantó y con una visible repugnancia aceptó ser el nuevo Vicario de Cristo en la tierra. Los peregrinos seguían llegando de todas partes con el afán de besar los peludos borceguíes que cubrían los pies del papa. Al fin, descendieron de aquellos desfiladeros, seglares y eclesiásticos, en un jubiloso desfile, entonando los himnos con que se rituaban los oficios divinos.

MUDANZA

Una nueva dificultad surgió. Los cardenales esperaban seguir a Roma con el pontífice. El rey Carlos pretendía que se estableciera en Nápoles para tener ocasión de manipular las decisiones de la Iglesia a su conveniencia. La curia se plantó en su exigencia, pero el mismo papa, sintiéndose más seguro en el sur, decidió no ejercer su pontificado en Roma, ciudad a la que temía por la mala fama de las intrigas, traiciones y asechanzas que la hacían famosa.

Los cardenales de mala gana se plegaron a esta última voluntad del pontífice y uno a uno llegaron a Nápoles. El último en hacerlo fue Benedicto Gaetani, receloso del rey Carlos por el choque habido en el cónclave de Perusa, pero al monarca napolitano le interesaba más la amistad del cardenal y pasó por alto el altercado. Este había sido un virulento portavoz de la conveniencia de que Pedro Morone fuera a la sede de Roma y había dicho una frase que quedó registrada cuando se convenció de la derrota de su propuesta: “Id con vuestro santo –aulló– pues yo no iré con vosotros, ni permitiré que el Espíritu Santo me engañe más sobre él”.

La coronación tuvo lugar en la villa de L´Aquila el 29 de agosto. Pedro de Morone adoptó el nombre de Celestino V. Una muchedumbre de campesinos y gente menuda se agolpó en la pequeña ciudad. El papa ese día, imitando a Jesús en su entrada a Jerusalén, montó en un burro, cuyo ronzal, a pie, llevaba de la mano el rey Carlos.

Celestino erigió su sede en Castello Nuovo, en Nápoles, fortaleza de cinco torres. La primera gestión fue mandar a que construyeran una celda de madera dentro del castillo. Se sentía desolado en medio de tanta magnificencia y recelaba de los altos prelados de la corte papal a quienes temía por su condición mundana y sus peligrosas intrigas. Era un mundo sofisticado con el cual no estaba a tono. No sabía hablar latín como la curia letrada, por eso para entenderse con ella lo hacía a través de la tosca lengua romance de los campesinos. Sus confidentes, entonces, eran los monjes de sus mismas costumbres de penitencias y ayunos. Rehusaba el vino, los banquetes y solo masticaba un seco mendrugo que acompañaba con agua. En una palabra, se sentía desgraciado en medio de tanta opulencia. Su único afán era favorecer a las comunidades de los monjes penitentes.

 Las abadías ricas, como la de Monte Cassino, eran despojadas en favor de los fanatizados frailes “espirituales” con lo cual se sembraban semillas de odios futuros. De otro lado, los mismos suyos ejercían una presión contraria a la de los cardenales y obispos en las decisiones que se le ocurrían. Jacopone de Todi, portavoz de su secta, ahora mitad santo después de una vida libertina como seglar, le enviaba desde su celda montañesa recados constantes exhortándolo a no perderse en el mundo desleal y de desmedidos lujos de los cardenales. “Guárdate de la ira de Dios que descenderá sobre el que deje pasar esta oportunidad de reformar al mundo”.

Era difícil mantener un equilibrio entre los cínicos burócratas que cubrían su cabeza con el capelo cardenalicio, los de su misma gente ermitaña, y la del rey Carlos que reclamaba beneficios a cambio de su protección.

QUINCE SEMANAS

La mente de Celestino, ya ahíta de sinsabores y problemas para él insolubles, acaricia la idea de la abdicación. Se supo después que el cardenal Caetani había introducido un tubo acústico en la alcoba del papa y en el silencio de la noche simulaba una voz celestial que le ordenaba su retiro del trono papal. Ante tal disyuntiva que tenía repercusiones teológicas y jurídicas, Celestino buscó la asesoría de Caetani para que lo condujera de la mano en esos laberintos legales y políticos. Latino Malabranca, quien le hubiese dado un consejo desinteresado, había fallecido, y Gaetani, por lo menos, era indiferente de las dos facciones que aun desunían al Sacro Colegio cardenalicio.

La noticia salió antes de tiempo y causó un alboroto gigante. Los propios monjes de Celestino se sumaron al descontento porque no sólo era el fin del reinado de ellos sino el despojo de las pocas prebendas que ahora habían alcanzado.

 Quince semanas después de su coronación, Celestino convocó a los cardenales a su último consistorio. Pálido, trémulo, pero decidido, el viejo papa leyó la renuncia que le había redactado Gaetani. En medio de un asombrado silencio descendió las gradas de su estrado, tiró al suelo el báculo de marfil que lo simbolizaba como pastor de las greyes cristianas del mundo y Obispo de Roma, y con sus manos rasgó los ricos ornamentos de su vestidura que para él no era alegoría de poder sino de presidio. Salió de la estancia y a poco regresó con una tosca vara de caminante en la mano y cubierto con los andrajos que vestía de ermitaño por los montes Abruzos.

Así fue el efímero pontificado de Pietro Angelleri de Morone, papa Celestino V, número 192 de la Iglesia Católica, undécimo hijo de Angelo Angelerio y María Leone.

En una sola deliberación, diez días después de la dimisión, fue elegido Benedicto Gaetani como el papa Bonifacio VIII.

La sede pontifical volvió a Roma. El nuevo papa ordenó a Celestino que lo acompañara, temeroso de que los napolitanos lo siguieran considerando como el pontífice legítimo que pudiera ocasionar  un cisma.

En el camino, Celestino logró huir para ocultarse en el refugio de su antigua celda de Monte Morone, hasta cuando acosado por los soldados de Bonifacio intentó escapar a Grecia. Detenido en la travesía, fue sometido a juicio y hecho cautivo en la torre del castillo de Fumone, cerca de Anagni, donde entregó su alma a Dios el 19 de mayo de 1296, tras largo tiempo de encierro.

Vivió Celestino en la época de Dante Alighieri quien lo colocó en el infierno en su ‘Divina Comedia’, “junto a los inútiles”. En el libro ‘Ángeles y Demonios’ de Dan Brown se mencionó que por medio de rayos x, en esta época, se había descubierto un clavo de 25 centímetros en el cráneo de Celestino, y que su muerte había sido por gestión de Bonifacio VIII.

El papa Benedicto XVI, antes de abdicar al trono de San Pedro en abril de 2005, se postró a susurrar plegarias ante la tumba de Celestino.  En mayo 5 de 1315, el papa Clemente V había exaltado a la dignidad de Santo a Pedro de Morone, que los anales vaticanos distinguen como Celestino, un miserando de aquellos eremitas que por unos instantes de la historia ciñó la mitra del Sumo Pontífice, encima de todas las coronas de los reyes de la tierra, y que por deseo íntimo volvió a los comistrajos de agua y pan, a la vigilia orante de la penitencia que lo elevarían por siempre a la suprema majestad de los altares, donde están los elegidos por Dios.

Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa, (La Mina) territorio de la Sierra Nevada,   julio 21 de 2020.

Por  Rodolfo Ortega Montero

Crónica
8 agosto, 2020

Celestino V, el monje obligado a ser papa

Vivió Celestino en la época de Dante Alighieri quien lo colocó en el infierno en su ‘Divina Comedia’, “junto a los inútiles”. En el libro ‘Ángeles y Demonios’ de Dan Brown se mencionó que por medio de rayos x, en esta época, se había descubierto un clavo de 25 centímetros en el cráneo de Celestino, y que su muerte había sido por gestión de Bonifacio VIII.


Perusa o Perugia es una ciudadela antigua amurallada sobre una pendiente. Tiempo atrás fue la región de Etruria, donde los enigmáticos etruscos (que era su gentilicio) crearon una civilización más vieja y avanzada que la que forjó la Roma imperial.

Aún se conserva allí la estampa de una ciudad italiana de la Edad Media con sus callejas curvadas y casas de vetustos paredones que nos guía la imaginación a épocas vencidas de caballeros chapados de metal, mercaderes, artesanos y lugareños con birretas de plumas rizadas, mendicantes monjes de capirote y galanas doncellas de balcón.

Alguna vez en Bogotá estudié, en mi época universitaria, el idioma italiano, en un texto editado en la Universidad de Perugia, cuya paginación contenía poemas de Giosué Carducci. En otoño de 2004 me alojé en uno de sus pintorescos hostales y orienté mi errática vagancia hacia la Basílica, donde en 1292 los cardenales habían elegido papa a un monje penitente y solitario que tenía fama de pío y milagroso.

Un cónclave de nueve cardenales se había reunido allí huyendo de Roma donde la peste hacía estragos y los muertos se sacaban cada día amontonados en carretas. La silla de San Pedro estaba vacante y durante los últimos 18 meses se había intentado un reemplazo del último papa, Nicolás IV, pero dos poderosas familias romanas, los Orsini y los Colonna, se disputaban el honor de regir los destinos de la cristiandad.

En el cónclave ninguno de los candidatos presentados había sumado las tres cuartas partes de los votos requeridos. Cuando entró la primavera, el rey de Nápoles, atento a sacar ventaja con un papa aliado a su corona, se presentó ante ellos para pedirles con amenazas disimuladas que pusieran fin a su demora pues se infringía una ley aprobada 20 años que trataba de evitar los viciosos retrasos de los cardenales.

El anterior pontífice había sido elegido en 1271. Su aclamación estuvo precedida con tres años de disturbios e intrigas y solo se hizo después que la gente de Roma desentejó el palacio donde se reunía el cónclave y había amenazado a los cardenales con emparedarlos allí, sin raciones de comida y agua, hasta que decidieran la elección. Los reproches del rey de Nápoles enardecieron los ánimos del puntilloso cardenal Benedicto Gaetani, quien le recordó que la elección del Santo Padre estaba en manos de los cardenales únicamente y que ningún extraño tenía derecho a ejercer presión, así duraran siglos de siglos en la decisión.

El rey Carlos de Nápoles se ausentó iracundo y el cónclave siguió su morosa rutina en la polémica inútil cada día en acordar un nombre para el trono de San Pedro. Después cada uno se retiraba a su suntuosa mansión a degustar exquisitas viandas, paladear vinos de añosas damajuanas y dormir con holganza para estar dispuesto, el día seguido, en el tozudo debate.

Doce habían sido ellos cuando falleció el último papa, Nicolás IV, más por los achaques de la vejez y otros males, el Sacro Colegio se había contraído con la muerte de su decano; otro yacía postrado con algún destemple grave de salud y un tercero estaba de duelo aquella mañana del 5 de julio por el fallecimiento de un hermano, en la cual, por fin, se eligió al sucesor de la silla del ‘Pescador’.

Dos poderosas familias –ya lo hemos dicho– eran rivales por el dominio de la potestad civil y la potestad religiosa en Roma: los Orsini y los Colonnas. Orsini de apellido había sido el último papa y su clan estaba lejos del deseo de desprenderse de tan opulento trono. Los Colonnas no estaban con el gusto de dejar que un rival se rehiciera con el solio de San Pedro.

Ya la pugna entre ellos había dejado un saldo de muertos entre sus partidarios en las calles de Roma. En el cónclave de Perusa,  las fuerzas equilibradas de unos y otros impedía la elección de un candidato propuesto por la contraparte.  Los cardenales neutrales se habían mantenido en un incómodo equilibrio. Así estaban las cosas. El decano del Colegio, el enfermizo cardenal Latino Malabranca, en vano exhortaba para que se sepultaran las ambiciones de familia.

“Sólo un loco –decía– querría echarse el pesado yugo de la tiara, porque los tiempos eran malos. Los sarracenos se habían apoderado otra vez de Acre y Trípoli; Francia e Inglaterra guerreaban amenazando la unidad de la cristiandad; los españoles pretendían el dominio de Sicilia que era un territorio de los Estados Pontificios”. Pero los cardenales no entendían que el mundo cristiano estaba por encima de las naciones y no era un pendolaje a saco de dos familias romanas.

LA CARTA

Los cardenales tomaron asiento en la Basílica de Santo Domingo entre el sofocante ambiente de verano de ese 5 de julio de 1294. Habían asistido temprano a los funerales del hermano del cardenal Napoleón Orsini. La sesión era llevada con la acostumbrada solemnidad sin mayores altercados de política, tema agotado por tanto debatirse entre ellos. Latino Malabranca, el cardenal decano, leyó un escrito enviado por un venerado ermitaño quien vaticinaba un castigo divino sobre ellos si pronto no elegían al papa. Lo firmaba Pedro de Morone, un hombre hecho mito por la devoción de los fieles, de quien se decía que colgaba su capucha en un rayo de sol, que las cornejas le traían en el pico las hogazas de pan de lo cual vivía, y que sus oraciones eran precedidas por campanas cuyos tañidos venían del más allá.

La conversación del cónclave se diluyó entonces hacia la famosa ermita de Monte Morone donde moraba el asceta. Mucho tema había en eso. Pedro se asemejaba a los anacoretas exaltados e intolerantes de los primeros siglos del cristianismo. Había fundado una Orden religiosa aprobada por el papa Urbano IV que con celeridad tomó fuerza, consagrada al Espíritu Santo, cuyos cofrades así mismos se llamaban “los espirituales” y que eran mirados por los más conservadores de la Iglesia con curiosidad y suspicacia por su devoción fanática a la pobreza y a la humildad de sus profesantes.

Con una aureola de santidad el dicho Pedro de Morone le huía a su propia fama y se trasladaba de un escondite a otro en las lejanas montañas para hacerle quite a los montones de peregrinos que deseaban verlo y tocarlo. Instalado en una celda en la cumbre de un monte, le había escrito aquella amonestante epístola a Malabranca.

Con el animado palique de los cardenales sobre las leyendas y milagros que se contaban de Pedro   el eremita, se hizo tema único, entonces, Latino Malabranca, el cardenal decano, se levantó de su sitial y en voz alta dijo: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy mi voto para Pedro Morone como papa de la Cristiandad”. Después de aquella frase reinó en el cónclave un silencio reflexivo. Algunos concluyeron que el Espíritu Santo había iluminado el nombre de un hombre virtuoso. Cinco cardenales dieron su aprobación inmediata. Se había roto el punto muerto.

Los cardenales Orsini y Colonna se plegaron a la audaz elección. El cardenal Benedicto Gaetani, frío, arrogante, emparentado de lejos con ambas familias, quien había adoptado una postura neutral con la esperanza de que se fijaran en él para la elección, le tocó votar como los demás. A fin de cuenta el nuevo papa tenía más de ochenta años y la misma naturaleza indicaba que tal pontificado sería breve, y él apenas frisaba los sesenta con buena salud a pesar de algunas molestias de gota y mal de piedra.

El hombre a quien el Espíritu Santo había elegido en esa ocasión no era uno de los cardenales del cónclave, ni otro pretendiente que aguardara nervioso detrás de una puerta esperando noticias de la decisión. Más de 14 jornadas bien andadas a mula era la distancia de Perusa a Monte Morone. El protocolo decía que los cardenales debían llevarle la buena nueva y esperar su consentimiento. Era un viaje agotante para que lo emprendieran estos ancianos príncipes de la Iglesia, hasta la cordillera donde vivía el monje anacoreta.

Se delegó, entonces, a tres religiosos de menor rango para tal solemnidad. Cuando esa embajada cardenalicia trepó hasta allá, ya Carlos II de Nápoles se había anticipado, al igual que Pedro Colonna, el cardenal, pendientes de sacar ventaja con el nuevo reparto de cargos y dignidades de un papa ingenuo, sobre todo en los primeros tiempos de su reinado.

Una turba de fieles y de curiosos también se había puesto en camino. En unas escarpas de la serranía, en el vientre de una caverna, vivía el nuevo papa, a la cual se tenía que llegar por un angosto sendero bordeado de despeñaderos. La noticia de la comitiva que venía, había causado pánico al nuevo pontífice, y hasta quiso huir a otros sitios, pero sus seguidores lo persuadieron de lo contrario. Lo encontraron como un ave presa mirando a través de los barrotes de su celda con los ojos enrojecidos y humedecidos de lágrimas. Parecía no entender lo que le hablaban. Se tiró al suelo, oró tendido en cruz, se levantó y con una visible repugnancia aceptó ser el nuevo Vicario de Cristo en la tierra. Los peregrinos seguían llegando de todas partes con el afán de besar los peludos borceguíes que cubrían los pies del papa. Al fin, descendieron de aquellos desfiladeros, seglares y eclesiásticos, en un jubiloso desfile, entonando los himnos con que se rituaban los oficios divinos.

MUDANZA

Una nueva dificultad surgió. Los cardenales esperaban seguir a Roma con el pontífice. El rey Carlos pretendía que se estableciera en Nápoles para tener ocasión de manipular las decisiones de la Iglesia a su conveniencia. La curia se plantó en su exigencia, pero el mismo papa, sintiéndose más seguro en el sur, decidió no ejercer su pontificado en Roma, ciudad a la que temía por la mala fama de las intrigas, traiciones y asechanzas que la hacían famosa.

Los cardenales de mala gana se plegaron a esta última voluntad del pontífice y uno a uno llegaron a Nápoles. El último en hacerlo fue Benedicto Gaetani, receloso del rey Carlos por el choque habido en el cónclave de Perusa, pero al monarca napolitano le interesaba más la amistad del cardenal y pasó por alto el altercado. Este había sido un virulento portavoz de la conveniencia de que Pedro Morone fuera a la sede de Roma y había dicho una frase que quedó registrada cuando se convenció de la derrota de su propuesta: “Id con vuestro santo –aulló– pues yo no iré con vosotros, ni permitiré que el Espíritu Santo me engañe más sobre él”.

La coronación tuvo lugar en la villa de L´Aquila el 29 de agosto. Pedro de Morone adoptó el nombre de Celestino V. Una muchedumbre de campesinos y gente menuda se agolpó en la pequeña ciudad. El papa ese día, imitando a Jesús en su entrada a Jerusalén, montó en un burro, cuyo ronzal, a pie, llevaba de la mano el rey Carlos.

Celestino erigió su sede en Castello Nuovo, en Nápoles, fortaleza de cinco torres. La primera gestión fue mandar a que construyeran una celda de madera dentro del castillo. Se sentía desolado en medio de tanta magnificencia y recelaba de los altos prelados de la corte papal a quienes temía por su condición mundana y sus peligrosas intrigas. Era un mundo sofisticado con el cual no estaba a tono. No sabía hablar latín como la curia letrada, por eso para entenderse con ella lo hacía a través de la tosca lengua romance de los campesinos. Sus confidentes, entonces, eran los monjes de sus mismas costumbres de penitencias y ayunos. Rehusaba el vino, los banquetes y solo masticaba un seco mendrugo que acompañaba con agua. En una palabra, se sentía desgraciado en medio de tanta opulencia. Su único afán era favorecer a las comunidades de los monjes penitentes.

 Las abadías ricas, como la de Monte Cassino, eran despojadas en favor de los fanatizados frailes “espirituales” con lo cual se sembraban semillas de odios futuros. De otro lado, los mismos suyos ejercían una presión contraria a la de los cardenales y obispos en las decisiones que se le ocurrían. Jacopone de Todi, portavoz de su secta, ahora mitad santo después de una vida libertina como seglar, le enviaba desde su celda montañesa recados constantes exhortándolo a no perderse en el mundo desleal y de desmedidos lujos de los cardenales. “Guárdate de la ira de Dios que descenderá sobre el que deje pasar esta oportunidad de reformar al mundo”.

Era difícil mantener un equilibrio entre los cínicos burócratas que cubrían su cabeza con el capelo cardenalicio, los de su misma gente ermitaña, y la del rey Carlos que reclamaba beneficios a cambio de su protección.

QUINCE SEMANAS

La mente de Celestino, ya ahíta de sinsabores y problemas para él insolubles, acaricia la idea de la abdicación. Se supo después que el cardenal Caetani había introducido un tubo acústico en la alcoba del papa y en el silencio de la noche simulaba una voz celestial que le ordenaba su retiro del trono papal. Ante tal disyuntiva que tenía repercusiones teológicas y jurídicas, Celestino buscó la asesoría de Caetani para que lo condujera de la mano en esos laberintos legales y políticos. Latino Malabranca, quien le hubiese dado un consejo desinteresado, había fallecido, y Gaetani, por lo menos, era indiferente de las dos facciones que aun desunían al Sacro Colegio cardenalicio.

La noticia salió antes de tiempo y causó un alboroto gigante. Los propios monjes de Celestino se sumaron al descontento porque no sólo era el fin del reinado de ellos sino el despojo de las pocas prebendas que ahora habían alcanzado.

 Quince semanas después de su coronación, Celestino convocó a los cardenales a su último consistorio. Pálido, trémulo, pero decidido, el viejo papa leyó la renuncia que le había redactado Gaetani. En medio de un asombrado silencio descendió las gradas de su estrado, tiró al suelo el báculo de marfil que lo simbolizaba como pastor de las greyes cristianas del mundo y Obispo de Roma, y con sus manos rasgó los ricos ornamentos de su vestidura que para él no era alegoría de poder sino de presidio. Salió de la estancia y a poco regresó con una tosca vara de caminante en la mano y cubierto con los andrajos que vestía de ermitaño por los montes Abruzos.

Así fue el efímero pontificado de Pietro Angelleri de Morone, papa Celestino V, número 192 de la Iglesia Católica, undécimo hijo de Angelo Angelerio y María Leone.

En una sola deliberación, diez días después de la dimisión, fue elegido Benedicto Gaetani como el papa Bonifacio VIII.

La sede pontifical volvió a Roma. El nuevo papa ordenó a Celestino que lo acompañara, temeroso de que los napolitanos lo siguieran considerando como el pontífice legítimo que pudiera ocasionar  un cisma.

En el camino, Celestino logró huir para ocultarse en el refugio de su antigua celda de Monte Morone, hasta cuando acosado por los soldados de Bonifacio intentó escapar a Grecia. Detenido en la travesía, fue sometido a juicio y hecho cautivo en la torre del castillo de Fumone, cerca de Anagni, donde entregó su alma a Dios el 19 de mayo de 1296, tras largo tiempo de encierro.

Vivió Celestino en la época de Dante Alighieri quien lo colocó en el infierno en su ‘Divina Comedia’, “junto a los inútiles”. En el libro ‘Ángeles y Demonios’ de Dan Brown se mencionó que por medio de rayos x, en esta época, se había descubierto un clavo de 25 centímetros en el cráneo de Celestino, y que su muerte había sido por gestión de Bonifacio VIII.

El papa Benedicto XVI, antes de abdicar al trono de San Pedro en abril de 2005, se postró a susurrar plegarias ante la tumba de Celestino.  En mayo 5 de 1315, el papa Clemente V había exaltado a la dignidad de Santo a Pedro de Morone, que los anales vaticanos distinguen como Celestino, un miserando de aquellos eremitas que por unos instantes de la historia ciñó la mitra del Sumo Pontífice, encima de todas las coronas de los reyes de la tierra, y que por deseo íntimo volvió a los comistrajos de agua y pan, a la vigilia orante de la penitencia que lo elevarían por siempre a la suprema majestad de los altares, donde están los elegidos por Dios.

Casa de campo Las Trinitarias, Minakálwa, (La Mina) territorio de la Sierra Nevada,   julio 21 de 2020.

Por  Rodolfo Ortega Montero