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Opinión - 14 marzo, 2025

Carta abierta a un policía: ‘El país de las empanadas’

En 1966 el municipio de Valledupar hacía parte de la distribución política territorial del departamento del Magdalena Grande, con una población de no más de 100.000 habitantes, con muchas precariedades locativas conocidas; pero eran suficientes 12 policías para contrarrestar el orden público local.  La administración municipal de aquel entonces estaba integrada por Pepe Castro a […]

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En 1966 el municipio de Valledupar hacía parte de la distribución política territorial del departamento del Magdalena Grande, con una población de no más de 100.000 habitantes, con muchas precariedades locativas conocidas; pero eran suficientes 12 policías para contrarrestar el orden público local. 

La administración municipal de aquel entonces estaba integrada por Pepe Castro a la cabeza en su condición de alcalde municipal y un quíntuple de férreos hombres quienes con ganas, decidido apoyo y fortalecidos institucionalmente le ayudaban al administrador local a asegurar el control social de la hoy capital del Cesar, con Darío Hernández Fernández, a la cabeza, director de la cárcel El Mamón ubicada en la hoy Casa de la Cultura, José Rincones Aroca, “Pan Cachaco”, comandante del cuerpo policial, Rafael Suárez Araújo, Jaime Vásquez y Armando Córdoba Espejero, inspectores ubicados en la cabecera municipal, Enrique Ariño y Marcos Mendoza, inspectores encargados del orden social en los corregimientos del Sur, y Nicolás Guerra, en Badillo, encargado de la custodia de los corregimientos del norte. 

Históricamente la policía es un estamento social que por idiosincrasia e identidad cultural se encuentra al servicio de la comunidad; compuesta con un rol constitucional adicional; la de garantizar el orden social, por ende, sus miembros no sólo desempeñan funciones de control y seguridad, sino que les corresponde mantener su autonomía y autoridad. 

En el año 68 cuando Valledupar adquiere el título de capital de departamento, este probo hombre, y me refiero a José Guillermo Castro, es consultado para que ayudara altruistamente a conseguir un lote de terreno que sirviera de sitio para el funcionamiento de la nueva sede de la Policía del Cesar; este diligentemente le entrega un lote ubicado en el barrio 12 de Octubre donde después de más de 50 años inamoviblemente han permanecido allí sin ostentar a la fecha título alguno por cuanto hasta el sol de hoy se desconoce quién fuese su anterior propietario, aun antes de morir mi padre el señor comandante de la Policía del Cesar envió una alta comisión de juristas a mi casa a desentrañar el lío jurídico que tiene la Policía por desconocer quién es el verdadero dueño de sus predios. Mi padre, jocosamente y en resumen jurídico, les contesta al grupo especializado de juristas: “Dejen de rascarme tanto la cabeza, yo se los di… cójanlo. Ese lote es de ustedes”. 

Introducción válida para denunciar y cuestionar la conducta desobligante, ligera y en flagrante abuso de autoridad de un policía adscrito a la Policía de carreteras del Cesar. A pesar de ello, reconozco que el mismo se encuentra en el deber de solicitar, preguntar y, si lo considera prudente, realizar la requisa correspondiente, la cual debe ser ponderada y prudente más aún cuando se logra identificar rápidamente a los tripulantes y se ha demostrado que no son bandidos sino por el contrario que se trata de personas de bien. 

Lo que no es justo y se aparta del buen sentido común es el actuar torpe del servidor policial cuando a pesar de identificar a los ocupantes del automotor, de mostrarle toda la documentación correspondiente, constatada en forma legal, insiste en buscar lo imbuscable, prácticamente con herramienta en mano y con ganas de desarmar la carro emprende la minuciosa búsqueda, bajo la mirada atónita del resto de policías quienes con pena ajena observaban el injusto procedimiento. 

Los hechos ocurrieron el pasado lunes 10 de marzo en inmediaciones del peaje de El Copey, muy a pesar de ignorar credenciales institucionales portadas con decoro, se pisotea la dignidad y la institucionalidad como la honorabilidad de la Policía Cívica desconociendo con su actuar que está compuesta por profesionales de bien quienes de manera voluntaria y sin esperar nada a cambio vamos en la búsqueda de un mejor país desempeñando labores altruistas en pro de dejar en alto el buen nombre del estamento policial. 

En el trasfondo la culpa no es de ellos sino de la misma institución quienes en los cursos de formación adolecen de personal capacitado para enseñar al personal recién vinculado que al lado de ellos existe una comunidad de voluntarios dispuestos a servir, más no a delinquir, que además existe una jerarquía en mi condición de coronel de la reserva del glorioso ejercicio de Colombia, la cual a manera de cortesía debe ser respetada, más aún si sobre ella se ha demostrado que realizo labores en pro de devolver los derechos vulnerados a las víctimas del conflicto, en este caso en particular, aquellas que en otrora portaron el uniforme y por los debatieres de la vida, se encuentran encarcelados por el injusto social que hoy pisotea las vidas de muchos Policías y Militares. 

En todo caso nos encontramos en el país de las empanadas, donde funcionamos al revés; donde un muerto ha matado a un vivo y un ciego lo vio matar, donde un sordo escuchó los tiros y un mudo fue a declarar. 

A la insensatez de un policía como el descrito en mi relato, sólo basta aplicar el dicho del decimotercer rey de la leyenda Vallenata, Elberto ‘El Debe López’, “Quédate tranquilo: algún día lo trasladan”…

Por: Pedro Norberto Castro Araújo 

El Cuento de Pedro

Opinión
14 marzo, 2025

Carta abierta a un policía: ‘El país de las empanadas’

En 1966 el municipio de Valledupar hacía parte de la distribución política territorial del departamento del Magdalena Grande, con una población de no más de 100.000 habitantes, con muchas precariedades locativas conocidas; pero eran suficientes 12 policías para contrarrestar el orden público local.  La administración municipal de aquel entonces estaba integrada por Pepe Castro a […]


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En 1966 el municipio de Valledupar hacía parte de la distribución política territorial del departamento del Magdalena Grande, con una población de no más de 100.000 habitantes, con muchas precariedades locativas conocidas; pero eran suficientes 12 policías para contrarrestar el orden público local. 

La administración municipal de aquel entonces estaba integrada por Pepe Castro a la cabeza en su condición de alcalde municipal y un quíntuple de férreos hombres quienes con ganas, decidido apoyo y fortalecidos institucionalmente le ayudaban al administrador local a asegurar el control social de la hoy capital del Cesar, con Darío Hernández Fernández, a la cabeza, director de la cárcel El Mamón ubicada en la hoy Casa de la Cultura, José Rincones Aroca, “Pan Cachaco”, comandante del cuerpo policial, Rafael Suárez Araújo, Jaime Vásquez y Armando Córdoba Espejero, inspectores ubicados en la cabecera municipal, Enrique Ariño y Marcos Mendoza, inspectores encargados del orden social en los corregimientos del Sur, y Nicolás Guerra, en Badillo, encargado de la custodia de los corregimientos del norte. 

Históricamente la policía es un estamento social que por idiosincrasia e identidad cultural se encuentra al servicio de la comunidad; compuesta con un rol constitucional adicional; la de garantizar el orden social, por ende, sus miembros no sólo desempeñan funciones de control y seguridad, sino que les corresponde mantener su autonomía y autoridad. 

En el año 68 cuando Valledupar adquiere el título de capital de departamento, este probo hombre, y me refiero a José Guillermo Castro, es consultado para que ayudara altruistamente a conseguir un lote de terreno que sirviera de sitio para el funcionamiento de la nueva sede de la Policía del Cesar; este diligentemente le entrega un lote ubicado en el barrio 12 de Octubre donde después de más de 50 años inamoviblemente han permanecido allí sin ostentar a la fecha título alguno por cuanto hasta el sol de hoy se desconoce quién fuese su anterior propietario, aun antes de morir mi padre el señor comandante de la Policía del Cesar envió una alta comisión de juristas a mi casa a desentrañar el lío jurídico que tiene la Policía por desconocer quién es el verdadero dueño de sus predios. Mi padre, jocosamente y en resumen jurídico, les contesta al grupo especializado de juristas: “Dejen de rascarme tanto la cabeza, yo se los di… cójanlo. Ese lote es de ustedes”. 

Introducción válida para denunciar y cuestionar la conducta desobligante, ligera y en flagrante abuso de autoridad de un policía adscrito a la Policía de carreteras del Cesar. A pesar de ello, reconozco que el mismo se encuentra en el deber de solicitar, preguntar y, si lo considera prudente, realizar la requisa correspondiente, la cual debe ser ponderada y prudente más aún cuando se logra identificar rápidamente a los tripulantes y se ha demostrado que no son bandidos sino por el contrario que se trata de personas de bien. 

Lo que no es justo y se aparta del buen sentido común es el actuar torpe del servidor policial cuando a pesar de identificar a los ocupantes del automotor, de mostrarle toda la documentación correspondiente, constatada en forma legal, insiste en buscar lo imbuscable, prácticamente con herramienta en mano y con ganas de desarmar la carro emprende la minuciosa búsqueda, bajo la mirada atónita del resto de policías quienes con pena ajena observaban el injusto procedimiento. 

Los hechos ocurrieron el pasado lunes 10 de marzo en inmediaciones del peaje de El Copey, muy a pesar de ignorar credenciales institucionales portadas con decoro, se pisotea la dignidad y la institucionalidad como la honorabilidad de la Policía Cívica desconociendo con su actuar que está compuesta por profesionales de bien quienes de manera voluntaria y sin esperar nada a cambio vamos en la búsqueda de un mejor país desempeñando labores altruistas en pro de dejar en alto el buen nombre del estamento policial. 

En el trasfondo la culpa no es de ellos sino de la misma institución quienes en los cursos de formación adolecen de personal capacitado para enseñar al personal recién vinculado que al lado de ellos existe una comunidad de voluntarios dispuestos a servir, más no a delinquir, que además existe una jerarquía en mi condición de coronel de la reserva del glorioso ejercicio de Colombia, la cual a manera de cortesía debe ser respetada, más aún si sobre ella se ha demostrado que realizo labores en pro de devolver los derechos vulnerados a las víctimas del conflicto, en este caso en particular, aquellas que en otrora portaron el uniforme y por los debatieres de la vida, se encuentran encarcelados por el injusto social que hoy pisotea las vidas de muchos Policías y Militares. 

En todo caso nos encontramos en el país de las empanadas, donde funcionamos al revés; donde un muerto ha matado a un vivo y un ciego lo vio matar, donde un sordo escuchó los tiros y un mudo fue a declarar. 

A la insensatez de un policía como el descrito en mi relato, sólo basta aplicar el dicho del decimotercer rey de la leyenda Vallenata, Elberto ‘El Debe López’, “Quédate tranquilo: algún día lo trasladan”…

Por: Pedro Norberto Castro Araújo 

El Cuento de Pedro