La vida le dio una segunda oportunidad a un hombre de origen sabanero, que literalmente se ‘enamoró’ de Valledupar. Aquí escribió su propia historia macondiana.
Aquel primero de mayo de 1974, un sabanero, con acento fuerte y autóctono, amaneció más alborozado que nunca. El licor parecía ser su mejor refugio ante tanta alegría en medio del vaivén del último día festivalero.
Y no era para más. Héctor Humberto Arroyo García parrandeó hasta el amanecer, después de una noche de acordeones en la mítica Plaza Alfonso López, donde Alfredo Gutiérrez dio cátedra de pitos y bajos para coronarse rey vallenato.
Allí estaba el hombre de apariencia forastera confundido entre la multitud que ovacionó la batalla musical jamás palpada por su retina. Un sorbo de aguardiente barato agudiza su alegría del hombre que llegó desde Sucre para ver la coronación de su paisano Alfredo Gutiérrez.
“Yo llegué a Valledupar el mismo día que Alfredo Gutiérrez se coronó rey por primera vez (1974). Imagínese la alegría, eso terminó en parranda, había que celebrar porque él nació en un pueblo cerca de donde yo nací y siempre he sido seguidor de su música”, recordó Arroyo, cuyo nombre se hizo popular en el entorno colonial del centro de Valledupar.
Y aquí se quedó. El ambiente amañador de Valledupar como él mismo asegura, lo sedujo para luego bautizarse como un ‘forastero’ que aprendió a ganarse la vida lejos de su tierra natal. A sus 63 años, el hombre de barba blanca y facciones exageradas, tiene una historia enmarcada en una epopeya que disfruta cada vez que la cuenta.
“De algo había que vivir, tuve el privilegio de trabajar en la primera empresa de vigilancia en Valledupar, porque aquí mi amañé; recuerdo que el dueño era un señor que le decían ‘Pancachaco’, ahí duré más de 20 años como vigilante, donde me ganaba 1.500 pesos mensuales, antes les decían serenos, me conocían mucho por los sectores del Cañaguate, Plaza Alfonso López y del centro. Nosotros recogíamos los locos y los llevábamos a la Permanente”, recordó Héctor Arroyo.
Su itinerario como ‘nómada’ mercante en el entorno comercial de la capital del Cesar lo condujo a administrar uno de los más reconocidos bares, ubicado en la zona de tolerancia. Allí aprendió a convivir con mujeres de la vida alegre que venían de las grandes ciudades. “Aquí llegaban mujeres de Cali y Medellín porque donde está ahora el hotel Tativán era zona de muchos bares, algunas trabajaron conmigo en el Bar Los Socios y tenían que pagar la llegada (risas….), allí duré como tres años y luego monté mi propio negocio”, aseguró el hombre de mirada deteriorada como consecuencia de una parálisis facial que sufrió hace ocho años.
“El ojo derecho lo tengo enfermo porque me dio un derrame que por poco me mata, la presión se me subió, eso fue terrible, pero afortunadamente Dios me dio una segunda oportunidad, con terapias me he recuperado”, reconoció Arroyo, al mismo tiempo que agarra su mochila arhuaca, como queriendo proteger algo que está en su interior.
Aprendió a cuidar la naturaleza, más aún si su actual sitio de trabajo se encuentra en uno de los puntos más emblemáticos de Valledupar: el Parque de las Madres, un lugar que se convirtió en cómplice del romanticismo en medio de árboles de mango que sombrean y transforman en silueta a quienes allí llegan a tertuliar o simplemente a disfrutar del entorno.
“Los vecinos del parque y quienes lo utilizamos para vender, siempre procuramos mantenerlo limpio, sin embargo, el agua no está llegando, tenemos que estar muy pendientes porque aquí se roban los mangos y los bombillos; somos unidos, todos somos guardianes del parque”, dijo.
Su memoria no lo traiciona. Asegura que en el Parque de Las Madres montó su quiosco en la primera administración de Aníbal Martínez Zuleta, como alcalde de Valledupar. Desde entonces su nombre es más popular que nunca, ahí llegan reconocidas personalidades a comprar el periódico. Arroyo carga en su espalda una historia macondiana, la misma que trajo de su natal Sampués, donde aprendió que la vida se gana a punta de sudor y no con la amalgama recóndita de un trabajo fácil.
Una gorra azul deteriorada parece ser su fiel acompañante para mitigar el sol inclemente que topa su cara. “Llueva, truene o relampaguee este es mi trabajo con el que levanté a mis cuatro hijos, producto de mis dos hogares, antes repartía periódicos a la gente rica de Valledupar; este es mi trabajo y mi forma de vida”, indicó.
Tiene su propia lectura del actual proceso de paz en Colombia. Habla sin tapujos, mientras su semblante parece cortejar, lo que según él llama “un proceso donde ya casi no hay muertos”.
Nibaldo Bustamante/EL PILÓN
La vida le dio una segunda oportunidad a un hombre de origen sabanero, que literalmente se ‘enamoró’ de Valledupar. Aquí escribió su propia historia macondiana.
Aquel primero de mayo de 1974, un sabanero, con acento fuerte y autóctono, amaneció más alborozado que nunca. El licor parecía ser su mejor refugio ante tanta alegría en medio del vaivén del último día festivalero.
Y no era para más. Héctor Humberto Arroyo García parrandeó hasta el amanecer, después de una noche de acordeones en la mítica Plaza Alfonso López, donde Alfredo Gutiérrez dio cátedra de pitos y bajos para coronarse rey vallenato.
Allí estaba el hombre de apariencia forastera confundido entre la multitud que ovacionó la batalla musical jamás palpada por su retina. Un sorbo de aguardiente barato agudiza su alegría del hombre que llegó desde Sucre para ver la coronación de su paisano Alfredo Gutiérrez.
“Yo llegué a Valledupar el mismo día que Alfredo Gutiérrez se coronó rey por primera vez (1974). Imagínese la alegría, eso terminó en parranda, había que celebrar porque él nació en un pueblo cerca de donde yo nací y siempre he sido seguidor de su música”, recordó Arroyo, cuyo nombre se hizo popular en el entorno colonial del centro de Valledupar.
Y aquí se quedó. El ambiente amañador de Valledupar como él mismo asegura, lo sedujo para luego bautizarse como un ‘forastero’ que aprendió a ganarse la vida lejos de su tierra natal. A sus 63 años, el hombre de barba blanca y facciones exageradas, tiene una historia enmarcada en una epopeya que disfruta cada vez que la cuenta.
“De algo había que vivir, tuve el privilegio de trabajar en la primera empresa de vigilancia en Valledupar, porque aquí mi amañé; recuerdo que el dueño era un señor que le decían ‘Pancachaco’, ahí duré más de 20 años como vigilante, donde me ganaba 1.500 pesos mensuales, antes les decían serenos, me conocían mucho por los sectores del Cañaguate, Plaza Alfonso López y del centro. Nosotros recogíamos los locos y los llevábamos a la Permanente”, recordó Héctor Arroyo.
Su itinerario como ‘nómada’ mercante en el entorno comercial de la capital del Cesar lo condujo a administrar uno de los más reconocidos bares, ubicado en la zona de tolerancia. Allí aprendió a convivir con mujeres de la vida alegre que venían de las grandes ciudades. “Aquí llegaban mujeres de Cali y Medellín porque donde está ahora el hotel Tativán era zona de muchos bares, algunas trabajaron conmigo en el Bar Los Socios y tenían que pagar la llegada (risas….), allí duré como tres años y luego monté mi propio negocio”, aseguró el hombre de mirada deteriorada como consecuencia de una parálisis facial que sufrió hace ocho años.
“El ojo derecho lo tengo enfermo porque me dio un derrame que por poco me mata, la presión se me subió, eso fue terrible, pero afortunadamente Dios me dio una segunda oportunidad, con terapias me he recuperado”, reconoció Arroyo, al mismo tiempo que agarra su mochila arhuaca, como queriendo proteger algo que está en su interior.
Aprendió a cuidar la naturaleza, más aún si su actual sitio de trabajo se encuentra en uno de los puntos más emblemáticos de Valledupar: el Parque de las Madres, un lugar que se convirtió en cómplice del romanticismo en medio de árboles de mango que sombrean y transforman en silueta a quienes allí llegan a tertuliar o simplemente a disfrutar del entorno.
“Los vecinos del parque y quienes lo utilizamos para vender, siempre procuramos mantenerlo limpio, sin embargo, el agua no está llegando, tenemos que estar muy pendientes porque aquí se roban los mangos y los bombillos; somos unidos, todos somos guardianes del parque”, dijo.
Su memoria no lo traiciona. Asegura que en el Parque de Las Madres montó su quiosco en la primera administración de Aníbal Martínez Zuleta, como alcalde de Valledupar. Desde entonces su nombre es más popular que nunca, ahí llegan reconocidas personalidades a comprar el periódico. Arroyo carga en su espalda una historia macondiana, la misma que trajo de su natal Sampués, donde aprendió que la vida se gana a punta de sudor y no con la amalgama recóndita de un trabajo fácil.
Una gorra azul deteriorada parece ser su fiel acompañante para mitigar el sol inclemente que topa su cara. “Llueva, truene o relampaguee este es mi trabajo con el que levanté a mis cuatro hijos, producto de mis dos hogares, antes repartía periódicos a la gente rica de Valledupar; este es mi trabajo y mi forma de vida”, indicó.
Tiene su propia lectura del actual proceso de paz en Colombia. Habla sin tapujos, mientras su semblante parece cortejar, lo que según él llama “un proceso donde ya casi no hay muertos”.
Nibaldo Bustamante/EL PILÓN