Valledupar me ha permitido resignificar el valor de la estética: me interesan las viejas historias en las letras de las canciones vallenatas, la arquitectura de las casas antiguas de fachadas fascinantes y patios colosales.
Viajando con 4 gatos durante largas veinte horas, el cansancio se apoderó de nosotros y el buen humor con el que emprendimos el viaje nos abandonó justo horas antes de llegar a nuestro destino. Con las últimas fuerzas que nos quedaban y con la alegría de quienes se saben victoriosos llegamos a nuestro nuevo hogar. Sacamos a los gatos del auto, desenrollamos las colchonetas y caímos en un sueño profundo.
El 4 de enero de 2022, desde Bogotá y en plena mitad de la noche, arribamos a tierras vallenatas con la ilusión de una nueva vida y con el inconsciente duelo a cuestas de las despedidas a amigos y familiares. El duelo por decir adiós a las cotidianidades instituidas, a los rituales creados por años y a las certezas que creíamos inamovibles.
Hoy quiero escribir sobre el lugar que nos recibió con generosidad: Valledupar. Escribir, además, sobre cómo una urbe con una superficie de 4.978 kilómetros cuadrados me ha despojado de esa carga tan pesada llamada «progreso», que, por años, nos han -nos hemos- puesto al hombro con la excusa – ¿o confusión?- de ser la garantía de la felicidad.
«Progreso» es un concepto amplio que, en términos generales, busca y pretende la mejora de las condiciones para el bienestar, el desarrollo y la justicia de los seres humanos. -Bueno, vivos, diría yo-. Para algunos como Kant y Condorcet el progreso humano se logra a través de la razón y el conocimiento. Otros, en cambio, han simplificado el concepto asegurando que progreso es talar árboles, echar cemento y fabricar autos.
En mi poca pero observada estancia he visto que en Valledupar (al igual que otras ciudades o incluso países) el progreso adquiere una connotación distinta: migrar. Porque la verdadera vida ocurre en otra parte. Allá -y no aquí- suceden cosas importantes. Por eso mismo, migrar de Bogotá al Valle -y no al contrario- es, como mencionan los comerciales de paquetes de televisión, hacer un downgrade. O sea, una reducción, una desmejora, un deterioro.
¿Es realmente mejor vivir en grandes ciudades? La respuesta no hay que pensarla mucho: sí, la vida es mejor en grandes ciudades porque hay variedad de oportunidades. Sin embargo, para mí -y este es el propósito del escrito-, progreso significa otra cosa.
En Valledupar he tenido una mejora en mi calidad de vida, un progreso en el sentido estricto de la palabra. Ir de un punto A a un punto B toma máximo 25 minutos -yendo de un extremo de la ciudad a otro-. Y esto de las distancias no es un asunto menor. De hecho, es lo más importante porque del tiempo a favor depende la vida misma: las emociones y pensamientos, el cuerpo, el sexo, los vínculos, el ocio, la nada. Progreso, entonces, es tener tiempo.
Valledupar me ha permitido resignificar el valor de la estética: me interesan las viejas historias en las letras de las canciones vallenatas, la arquitectura de las casas antiguas de fachadas fascinantes y patios colosales. Me interesa lo que se cuentan tres personas en sus mecedoras fuera de casa a las seis de la tarde. Me interesa la belleza que habita en la imponente Sierra Nevada. Lo bello ha mutado y ahora me seduce el sosiego. Progreso, entonces, es quietud.
La ciudad de los Santos Reyes me ha permitido poner en práctica la contemplación. Me gusta observar los árboles gigantes y florecidos que habitan en la mayoría de las calles; preguntarme por la supervivencia de las buganvillas de la plaza Alfonso López en pleno verano intenso; sentir en mis pies el frío del río Guatapurí; rescatar de las garras de los michis a las mariposas, las libélulas e insectos cuya existencia desconocía.
La contemplación la práctico también cuando veo a mis amigos a los ojos mientras me cuentan de sus vidas, cuando los escucho sin juzgar y disfruto de sus compañías. Quizá y sea por eso por lo que se me retuerce la panza cuando veo a alguien ver su celular mientras otro le habla. “¿Qué es más importante que la persona que tienes al frente?“, me pregunto. Progreso, entonces, es ofrecer y recibir atención.
Por otro lado, Valledupar me ha permitido retarme, intelectualmente hablando. Además de tener independencia económica, tengo la fortuna de saber que mis empleadores reconocen el valor de mi trabajo, me ofrecen un salario justo y, sobre todo, saben que yo no soy mi trabajo. O sea, que trabajar es lo que yo hago, no lo que soy. Y eso es importante porque puedo también cultivar otros intereses o descubrir nuevos. Progreso, entonces, es querer lo que se hace.
Con lo anterior, no estoy diciendo que en la ciudad vallenata no haya problemas. Los hay, y muchos (he escrito sobre ellos). Tampoco estoy diciendo que la gente debe cohibirse de salir y hacer su vida en las “grandes” ciudades o que quienes se van en búsqueda de otros caminos cometen un error. -Al contrario, salir da perspectiva y enriquece la experiencia humana-. Lo que sí estoy diciendo es que, para mí -como privilegiada consciente que soy- Valledupar es un lugar en el que me quiero quedar.
Creo, entonces, que lo que hay que hacer es vigilar con cautela esas ideas de progreso que se quedan rondando en el imaginario, esas que asumimos como verdades absolutas y que profesamos con una fe ciega, esas que prolongan la idea según la cual progreso es, parafraseando a Dufourmantelle, “la proyección incesante del yo en el hacer, la acumulación de bienes y la agitación de vidas urbanas sometidas a ritmos y contraritmos múltiples”.
En mi caso, puedo decir que la vida también es aquí -entre cañaguates florecidos, acordeones y maríamulatas-, y hay que contribuir, desde los distintos frentes, a que más personas accedan a ese bienestar, porque no hay justicia social cuando solo unos pocos accedemos a este.
Por: Laura Gómez García.
Valledupar me ha permitido resignificar el valor de la estética: me interesan las viejas historias en las letras de las canciones vallenatas, la arquitectura de las casas antiguas de fachadas fascinantes y patios colosales.
Viajando con 4 gatos durante largas veinte horas, el cansancio se apoderó de nosotros y el buen humor con el que emprendimos el viaje nos abandonó justo horas antes de llegar a nuestro destino. Con las últimas fuerzas que nos quedaban y con la alegría de quienes se saben victoriosos llegamos a nuestro nuevo hogar. Sacamos a los gatos del auto, desenrollamos las colchonetas y caímos en un sueño profundo.
El 4 de enero de 2022, desde Bogotá y en plena mitad de la noche, arribamos a tierras vallenatas con la ilusión de una nueva vida y con el inconsciente duelo a cuestas de las despedidas a amigos y familiares. El duelo por decir adiós a las cotidianidades instituidas, a los rituales creados por años y a las certezas que creíamos inamovibles.
Hoy quiero escribir sobre el lugar que nos recibió con generosidad: Valledupar. Escribir, además, sobre cómo una urbe con una superficie de 4.978 kilómetros cuadrados me ha despojado de esa carga tan pesada llamada «progreso», que, por años, nos han -nos hemos- puesto al hombro con la excusa – ¿o confusión?- de ser la garantía de la felicidad.
«Progreso» es un concepto amplio que, en términos generales, busca y pretende la mejora de las condiciones para el bienestar, el desarrollo y la justicia de los seres humanos. -Bueno, vivos, diría yo-. Para algunos como Kant y Condorcet el progreso humano se logra a través de la razón y el conocimiento. Otros, en cambio, han simplificado el concepto asegurando que progreso es talar árboles, echar cemento y fabricar autos.
En mi poca pero observada estancia he visto que en Valledupar (al igual que otras ciudades o incluso países) el progreso adquiere una connotación distinta: migrar. Porque la verdadera vida ocurre en otra parte. Allá -y no aquí- suceden cosas importantes. Por eso mismo, migrar de Bogotá al Valle -y no al contrario- es, como mencionan los comerciales de paquetes de televisión, hacer un downgrade. O sea, una reducción, una desmejora, un deterioro.
¿Es realmente mejor vivir en grandes ciudades? La respuesta no hay que pensarla mucho: sí, la vida es mejor en grandes ciudades porque hay variedad de oportunidades. Sin embargo, para mí -y este es el propósito del escrito-, progreso significa otra cosa.
En Valledupar he tenido una mejora en mi calidad de vida, un progreso en el sentido estricto de la palabra. Ir de un punto A a un punto B toma máximo 25 minutos -yendo de un extremo de la ciudad a otro-. Y esto de las distancias no es un asunto menor. De hecho, es lo más importante porque del tiempo a favor depende la vida misma: las emociones y pensamientos, el cuerpo, el sexo, los vínculos, el ocio, la nada. Progreso, entonces, es tener tiempo.
Valledupar me ha permitido resignificar el valor de la estética: me interesan las viejas historias en las letras de las canciones vallenatas, la arquitectura de las casas antiguas de fachadas fascinantes y patios colosales. Me interesa lo que se cuentan tres personas en sus mecedoras fuera de casa a las seis de la tarde. Me interesa la belleza que habita en la imponente Sierra Nevada. Lo bello ha mutado y ahora me seduce el sosiego. Progreso, entonces, es quietud.
La ciudad de los Santos Reyes me ha permitido poner en práctica la contemplación. Me gusta observar los árboles gigantes y florecidos que habitan en la mayoría de las calles; preguntarme por la supervivencia de las buganvillas de la plaza Alfonso López en pleno verano intenso; sentir en mis pies el frío del río Guatapurí; rescatar de las garras de los michis a las mariposas, las libélulas e insectos cuya existencia desconocía.
La contemplación la práctico también cuando veo a mis amigos a los ojos mientras me cuentan de sus vidas, cuando los escucho sin juzgar y disfruto de sus compañías. Quizá y sea por eso por lo que se me retuerce la panza cuando veo a alguien ver su celular mientras otro le habla. “¿Qué es más importante que la persona que tienes al frente?“, me pregunto. Progreso, entonces, es ofrecer y recibir atención.
Por otro lado, Valledupar me ha permitido retarme, intelectualmente hablando. Además de tener independencia económica, tengo la fortuna de saber que mis empleadores reconocen el valor de mi trabajo, me ofrecen un salario justo y, sobre todo, saben que yo no soy mi trabajo. O sea, que trabajar es lo que yo hago, no lo que soy. Y eso es importante porque puedo también cultivar otros intereses o descubrir nuevos. Progreso, entonces, es querer lo que se hace.
Con lo anterior, no estoy diciendo que en la ciudad vallenata no haya problemas. Los hay, y muchos (he escrito sobre ellos). Tampoco estoy diciendo que la gente debe cohibirse de salir y hacer su vida en las “grandes” ciudades o que quienes se van en búsqueda de otros caminos cometen un error. -Al contrario, salir da perspectiva y enriquece la experiencia humana-. Lo que sí estoy diciendo es que, para mí -como privilegiada consciente que soy- Valledupar es un lugar en el que me quiero quedar.
Creo, entonces, que lo que hay que hacer es vigilar con cautela esas ideas de progreso que se quedan rondando en el imaginario, esas que asumimos como verdades absolutas y que profesamos con una fe ciega, esas que prolongan la idea según la cual progreso es, parafraseando a Dufourmantelle, “la proyección incesante del yo en el hacer, la acumulación de bienes y la agitación de vidas urbanas sometidas a ritmos y contraritmos múltiples”.
En mi caso, puedo decir que la vida también es aquí -entre cañaguates florecidos, acordeones y maríamulatas-, y hay que contribuir, desde los distintos frentes, a que más personas accedan a ese bienestar, porque no hay justicia social cuando solo unos pocos accedemos a este.
Por: Laura Gómez García.