En un ademán impensado, su mano tocó el cabezote de la rula que en una funda de cuero flecado pendía de su cintura.
¡Epa amigo!, fue el grito de saludo que vino de la orilla opuesta del río. Era Blasito Mojica, el de la espeluznante fama de quitavidas y salteador de caminos.
El correista Juan Muñoz contestó la frase con otra de igual llaneza aldeana, pero cuando sus pupilas distinguieron bien al personaje, sintió que se le congelaba la nuca y se le aflojaban las corvas. En un ademán impensado, su mano tocó el cabezote de la rula que en una funda de cuero flecado pendía de su cintura.
Al instante se repuso de su miedo y con gritos de arria dio ánimo a sus cuatro mulas para cruzar la corriente y llegar a la otra ribera donde lo esperaba Blasito.
En tal aprieto, mientras vadeaba el rabión del río que ya descendía de las montañas altas, sintió no haber escuchado a Pupila Rosado quien con su esposo, dos días atrás, en hora de la madrugada, con el pocillo del café servido, le habían pedido que se quedara con ellos en esa casa de Valencia de Jesús, donde lo habían posado, hasta que se recuperara de una terca cefalea y de una maluquera de calenturas. Ella hizo que se frotara el pecho con sebo tibio y mentolatina, y le dio a beber un mejunje de verbena raboalacrán y tusílago cimarrón. Pero él tenía la fama de ser brioso en la entrega de dinero, cartas y paquetes que repartía en los pueblos de su recorrido. Sólo les respondió con unas vacilantes frases de gratitud sin digerir la bondad de la insinuación.
La segunda noche, después de Valencia, tuvo alojo en la corraliza de corderos merinos de Vidal Ortiz, más allá de Santa Bárbara de Aguas Blancas, lugar donde en un tazón de peltre hizo inhalaciones de anís hervido y alguien le cinchó en la frente una hoja de lirio chamuscada para decrecerle su porfiado dolor de cabeza.
Muchos se engañaban por la estampa de su cuerpo menudo y descarnado, pero, los estafetas como él, eran escogidos para ese oficio cuando tenían una vida limpia de hechos mal vistos y, además, por llevar los pantalones bien amarrados para batirse a rula limpia con los asaltantes de caminos en las andaduras de las recuas del correo por los caminos reales que del Valle de Upar llevaban a todas partes.
Ese día del encuentro con Blasito Mojica, sólo había hecho un alto en la quebrada de Las Ánimas para abrevar sus mulas, llenar su calabazo con agua fresca y comer algo de su “matalotaje” de queso con biscochos. Un tramo de camino más allá, ya con la tarde caída, vio con desaliento unas nubes enmugrecidas y el titileo luminiscente de unas centellas sobre las difusas crestas de la serranía.
Sabía que vendría un aguacero. En previsión, el correista Muñoz, vistió su gabán encauchado y cubrió su cabeza y nuca con el capuz del mismo. Después guardó su acordeón guacamayo en un mochilón de carga que cubrió con cuidado en un envoltorio de hule. Apuró los pasos de las bestias con gritos animosos para que no se volvieran tardos por la acalambradura de las patas con la lluvia que vendría. Debía pasar el río antes que se precipitara la corriente de la Sierra. Descubrió huellas de gente que iba adelante y quiso alcanzar a quienes fueran, ojalá al otro lado del río Garupal, para evitar que las aguas crecidas le atajaran con su recua de acémilas, pues pretendía llegar hasta el paraje de Juan Prieto, donde “haría noche”, bajo el alero de la casa de su compadre Carranza. Fue cuando escuchó el ¡Epa amigo! de Blasito.
Aquí estaba ahora frente al propio Blasito Mojica. Lo miró de hito en hito con ojos de severidad sin decir palabra alguna, pero aquel, con un ademán amistoso de la mano lo invitó a pasar el temporal en una choza que tenía disimulada a poca distancia del camino de herradura. Muñoz dijo que sí, y lo siguió, pero al llegar allí no descargó las mulas diciendo que en cuanto amainara el aguacero que caía, tomaría de nuevo el camino. Aquel se dispuso a encender un mechón y a calentar café en un fogón de tacanes. El correista se posó sobre un tocón que hacía de banco, colocando la rula al alcance de la mano.
A poco se oyeron voces que venían del camino, y el correista gritó hasta que respondieron. Entonces se despidió de Blasito y se unió a los viajeros que llevaban el mismo rumbo. Una semana después se supo que Blasito Mojica, al día siguiente de ese último aguacero, había robado y dado muerte a filo de machete a un joven Maestre de Patillal que transitaba esa ruta vendiendo pellones de hilaza, estribos moros y cartuchos de escopeta.
Medio siglo después de este suceso, extraje de los labios de Juan Muñoz los pormenores del caso. Un domingo, con mi hermano Calixto, decidí visitarlo en La Estrella, su hato de El Rincón, ladera arriba de San Diego. Allí, bajo un dombo de ramazones verdes, con su sonrisa de talanquera abierta nos recibió. Remató el relato de su peripecia con Blasito, abriendo su acordeón para cantar una de las composiciones más representativas del cancionero vallenato: “De Valencia para abajo/ hacen los soles calientes/ yo llevaba el cuerpo malo/ y un dolorcito en la frente. Pobrecito Juan Muñoz/Juan Muñoz es un pobrecito/cómo me compongo yo/en las manos de Blasito”.
Pero ese día lejano y feliz no había concluido. Un rato más luego, llegó el pariente Ovidio Ovalle, todo rumboso, sumándose a la libación y al palique que teníamos con Juan Muñoz de sus correrías de acordeones con Abraham Maestre y Agustín Montero por los vericuetos quebrados de Pueblo Bello y Atánquez. Otro rato después, sentimos el ronroneo de un campero que subía, del cual se apearon Wilmer Mendoza y el cantante Atanasio Cotes, también mi pariente por este apellido, de quienes supe por boca de otros, que venían de San Juan del Cesar a donde habían ido a casa de Chalalo Mendoza, con alta fama de curandero y en eso de los sortilegios, a quien habían acudido para que con un conjuro bendijera a “Los Primos”, el nuevo conjunto que con ellos nacía.
En cuanto Atanasio llegó, me miró torcido y con el brillo maligno en los ojos de simulada sorpresa, ya que, según dicen que dijo después, se sorprendía de mi presencia por creer que “yo huía a los bullicios de una parranda por ser un hombre de biblioteca”.
Wilmer abrió su acordeón y Atanasio me disparó el verso: “Me extraña que en la parranda/ esté sentado este abogado/ Rodo Ortega, vete, anda/ tu cita es por los juzgados”.
Todas las risas y miradas se centraron en mí. Me sentí indefenso porque nunca cultivé la agilidad de un trovero, pero exprimiendo con angustia mi imaginación, respondí; “Me invitaron a San Juan/a casa de un hechicero/pa´ un cantante que cantaba/como loro vocinglero/ pero ni el brujo Chalalo/compone a un cantante malo”.
Las risas se redoblaron esperando un duelo que ya tomba cuerpo con mi respuesta. Atanasio volvió a la carga así: “Rodo Ortega, de quien hablo/escritor de buena prosa/tiene un poquito de diablo/con lengua de pringamosa”.
Otra vez hubo una risotada de todos. Pero sabiendo que la fogosa mente de Atanasio me volvería aserrín en ese lance, me hice el desentendido y no le di contestación. El pique de ese instante se selló con un abrazo y el mutuo elogio de la picardía, el gracejo y la textura poética de los viejos versos de usanza, hasta entonces, en la provincia vallenata.
Pese a los calendarios que se han deshojado desde aquel día, terso, límpido, evoco ese venturoso domingo 19 de julio de 1987, vereda El Rincón, montes de Perijá, ladera arriba de San Diego de las Flores, en La Estrella, el hato de Juan Muñoz Guerra, el menudo juglar y correista de ayer, que un día dio cara a Blasito Mojica, el de la fama aterradora de matón y salteador de caminos, en las rutas de herradura que surcaban las montañas umbrosas y calientes con repelones de sabanas, en las explanadas del Valle de Euparí.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, junio 12, 2024.
Por: Rodolfo Ortega Montero
En un ademán impensado, su mano tocó el cabezote de la rula que en una funda de cuero flecado pendía de su cintura.
¡Epa amigo!, fue el grito de saludo que vino de la orilla opuesta del río. Era Blasito Mojica, el de la espeluznante fama de quitavidas y salteador de caminos.
El correista Juan Muñoz contestó la frase con otra de igual llaneza aldeana, pero cuando sus pupilas distinguieron bien al personaje, sintió que se le congelaba la nuca y se le aflojaban las corvas. En un ademán impensado, su mano tocó el cabezote de la rula que en una funda de cuero flecado pendía de su cintura.
Al instante se repuso de su miedo y con gritos de arria dio ánimo a sus cuatro mulas para cruzar la corriente y llegar a la otra ribera donde lo esperaba Blasito.
En tal aprieto, mientras vadeaba el rabión del río que ya descendía de las montañas altas, sintió no haber escuchado a Pupila Rosado quien con su esposo, dos días atrás, en hora de la madrugada, con el pocillo del café servido, le habían pedido que se quedara con ellos en esa casa de Valencia de Jesús, donde lo habían posado, hasta que se recuperara de una terca cefalea y de una maluquera de calenturas. Ella hizo que se frotara el pecho con sebo tibio y mentolatina, y le dio a beber un mejunje de verbena raboalacrán y tusílago cimarrón. Pero él tenía la fama de ser brioso en la entrega de dinero, cartas y paquetes que repartía en los pueblos de su recorrido. Sólo les respondió con unas vacilantes frases de gratitud sin digerir la bondad de la insinuación.
La segunda noche, después de Valencia, tuvo alojo en la corraliza de corderos merinos de Vidal Ortiz, más allá de Santa Bárbara de Aguas Blancas, lugar donde en un tazón de peltre hizo inhalaciones de anís hervido y alguien le cinchó en la frente una hoja de lirio chamuscada para decrecerle su porfiado dolor de cabeza.
Muchos se engañaban por la estampa de su cuerpo menudo y descarnado, pero, los estafetas como él, eran escogidos para ese oficio cuando tenían una vida limpia de hechos mal vistos y, además, por llevar los pantalones bien amarrados para batirse a rula limpia con los asaltantes de caminos en las andaduras de las recuas del correo por los caminos reales que del Valle de Upar llevaban a todas partes.
Ese día del encuentro con Blasito Mojica, sólo había hecho un alto en la quebrada de Las Ánimas para abrevar sus mulas, llenar su calabazo con agua fresca y comer algo de su “matalotaje” de queso con biscochos. Un tramo de camino más allá, ya con la tarde caída, vio con desaliento unas nubes enmugrecidas y el titileo luminiscente de unas centellas sobre las difusas crestas de la serranía.
Sabía que vendría un aguacero. En previsión, el correista Muñoz, vistió su gabán encauchado y cubrió su cabeza y nuca con el capuz del mismo. Después guardó su acordeón guacamayo en un mochilón de carga que cubrió con cuidado en un envoltorio de hule. Apuró los pasos de las bestias con gritos animosos para que no se volvieran tardos por la acalambradura de las patas con la lluvia que vendría. Debía pasar el río antes que se precipitara la corriente de la Sierra. Descubrió huellas de gente que iba adelante y quiso alcanzar a quienes fueran, ojalá al otro lado del río Garupal, para evitar que las aguas crecidas le atajaran con su recua de acémilas, pues pretendía llegar hasta el paraje de Juan Prieto, donde “haría noche”, bajo el alero de la casa de su compadre Carranza. Fue cuando escuchó el ¡Epa amigo! de Blasito.
Aquí estaba ahora frente al propio Blasito Mojica. Lo miró de hito en hito con ojos de severidad sin decir palabra alguna, pero aquel, con un ademán amistoso de la mano lo invitó a pasar el temporal en una choza que tenía disimulada a poca distancia del camino de herradura. Muñoz dijo que sí, y lo siguió, pero al llegar allí no descargó las mulas diciendo que en cuanto amainara el aguacero que caía, tomaría de nuevo el camino. Aquel se dispuso a encender un mechón y a calentar café en un fogón de tacanes. El correista se posó sobre un tocón que hacía de banco, colocando la rula al alcance de la mano.
A poco se oyeron voces que venían del camino, y el correista gritó hasta que respondieron. Entonces se despidió de Blasito y se unió a los viajeros que llevaban el mismo rumbo. Una semana después se supo que Blasito Mojica, al día siguiente de ese último aguacero, había robado y dado muerte a filo de machete a un joven Maestre de Patillal que transitaba esa ruta vendiendo pellones de hilaza, estribos moros y cartuchos de escopeta.
Medio siglo después de este suceso, extraje de los labios de Juan Muñoz los pormenores del caso. Un domingo, con mi hermano Calixto, decidí visitarlo en La Estrella, su hato de El Rincón, ladera arriba de San Diego. Allí, bajo un dombo de ramazones verdes, con su sonrisa de talanquera abierta nos recibió. Remató el relato de su peripecia con Blasito, abriendo su acordeón para cantar una de las composiciones más representativas del cancionero vallenato: “De Valencia para abajo/ hacen los soles calientes/ yo llevaba el cuerpo malo/ y un dolorcito en la frente. Pobrecito Juan Muñoz/Juan Muñoz es un pobrecito/cómo me compongo yo/en las manos de Blasito”.
Pero ese día lejano y feliz no había concluido. Un rato más luego, llegó el pariente Ovidio Ovalle, todo rumboso, sumándose a la libación y al palique que teníamos con Juan Muñoz de sus correrías de acordeones con Abraham Maestre y Agustín Montero por los vericuetos quebrados de Pueblo Bello y Atánquez. Otro rato después, sentimos el ronroneo de un campero que subía, del cual se apearon Wilmer Mendoza y el cantante Atanasio Cotes, también mi pariente por este apellido, de quienes supe por boca de otros, que venían de San Juan del Cesar a donde habían ido a casa de Chalalo Mendoza, con alta fama de curandero y en eso de los sortilegios, a quien habían acudido para que con un conjuro bendijera a “Los Primos”, el nuevo conjunto que con ellos nacía.
En cuanto Atanasio llegó, me miró torcido y con el brillo maligno en los ojos de simulada sorpresa, ya que, según dicen que dijo después, se sorprendía de mi presencia por creer que “yo huía a los bullicios de una parranda por ser un hombre de biblioteca”.
Wilmer abrió su acordeón y Atanasio me disparó el verso: “Me extraña que en la parranda/ esté sentado este abogado/ Rodo Ortega, vete, anda/ tu cita es por los juzgados”.
Todas las risas y miradas se centraron en mí. Me sentí indefenso porque nunca cultivé la agilidad de un trovero, pero exprimiendo con angustia mi imaginación, respondí; “Me invitaron a San Juan/a casa de un hechicero/pa´ un cantante que cantaba/como loro vocinglero/ pero ni el brujo Chalalo/compone a un cantante malo”.
Las risas se redoblaron esperando un duelo que ya tomba cuerpo con mi respuesta. Atanasio volvió a la carga así: “Rodo Ortega, de quien hablo/escritor de buena prosa/tiene un poquito de diablo/con lengua de pringamosa”.
Otra vez hubo una risotada de todos. Pero sabiendo que la fogosa mente de Atanasio me volvería aserrín en ese lance, me hice el desentendido y no le di contestación. El pique de ese instante se selló con un abrazo y el mutuo elogio de la picardía, el gracejo y la textura poética de los viejos versos de usanza, hasta entonces, en la provincia vallenata.
Pese a los calendarios que se han deshojado desde aquel día, terso, límpido, evoco ese venturoso domingo 19 de julio de 1987, vereda El Rincón, montes de Perijá, ladera arriba de San Diego de las Flores, en La Estrella, el hato de Juan Muñoz Guerra, el menudo juglar y correista de ayer, que un día dio cara a Blasito Mojica, el de la fama aterradora de matón y salteador de caminos, en las rutas de herradura que surcaban las montañas umbrosas y calientes con repelones de sabanas, en las explanadas del Valle de Euparí.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, junio 12, 2024.
Por: Rodolfo Ortega Montero