Hace exactamente 80 años, Hoffman se suicidó acorralado y triste en Valledupar.
El viernes 11 de febrero de 1944 había amanecido con brisa fresca. Con la rigurosidad alemana, el dentista Gunter Hoffman había caminado desde su casa dos cuadras por el callejón de Munda Araújo (carrera 6) hacia la plaza. Había cruzado la calle y la Ermita de San Cayetano, que luego se convertiría en el Mamón, la cárcel municipal, actual calle 16A Casa de La Cultura. Esa mañana, al despertarse y agarrar su reloj de leontina, observó de reojo el caballo, que lo llevaría este sábado a Pueblo Bello, por el camino de Azúcar Buena, a visitar a sus paisanos. Tal vez no llegue, habría pensado.
Era alto y delgado de ojos azules y piel trigueña rojiza y cabellos castaños. Ese día Había citado a la señora Carmen Pupo y la esperó temprano en pie. La llevó a una silla del consultorio que compartía hacia más de una década con su amigo, también dentista, Rafael Castro Trespalacios. El consultorio estaba localizado en toda la esquina nororiental de la intersección de la calle grande con la de San Francisco, desde cuando llegó a Valledupar, un pueblo de 5.000 habitantes, después de haber servido a su país en la Primera Guerra Mundial.
Vino a Colombia sirviendo a una misión alemana contratada por el gobierno colombiano para identificar recursos naturales y mineros y alguien le habló de Valledupar. Traía el dolor de la pérdida de su país en la guerra a mano de británicos y franceses y la postración material y social del país. De modo que su gobierno no lo dudó, Colombia había recibido dineros por la indemnización de Panamá del gobierno de Estados Unidos y esa oportunidad no se podía despreciar.
Encontró en el colega don Rafael Castro Trespalacios un amigo. Lo había motivado a modernizar su consultorio y aplicar técnicas de su país en tratamiento de conductos para la rehabilitación dental. Se conocieron, según su ahijado Álvaro Castro Socarrás, hijo de Rafael, en Pueblo Bello en 1924, donde tenía una cría de cerdos. Se vino entonces a Valledupar a ejercer su profesión. “Para la familia Castro Socarrás se nos convirtió en un tío paterno”, comentó.
En su telefunker escuchaba la intensificación de los bombardeos aéreos sobre Berlín y Frankfurt. Cientos de bombarderos de Estados Unidos, en oleadas inagotables, se abalanzaban sobre las principales ciudades y esas noches Gunther recordaba que justo un año antes las tropas habían cedido ante la resistencia rusa en la batalla de Stalingrado, la más infernal y prolongada de las batallas alguna vez conocida. La guerra se iba a perder.
En noviembre de 1944, el gobierno colombiano había declarado la beligerancia a los países del eje (Alemania, Italia y Japón) por el hundimiento de la coleta Ruby. Los alemanes e italianos venían siendo objeto de seguimiento de la policía y el gobierno le exigió al alcalde que cualquier extranjero de país enemigo debía someterse al confinamiento. En el centro del país se dispuso de Fusagasugá, pero el alcalde dijo que él se encargaría de ello y que mejor los obligaría a estarse presentando en su despacho y no podrían salir del municipio. Otra versión, que expone Castro Socarrás, es que el alcalde lo tuvo que detener unos días y eso le generó un duro golpe emocional a Hoffman.
Se hacía un seguimiento sobre los alemanes y se denunciaba cualquier movimiento extraño. Algunos eran alemanes judíos que alimentaban información: “Barranquilla: Se informa que en Valledupar, al Oriente de Fundación y al sur de Riohacha, hay diez alemanes que poseen aparatos de radio y que parecen estar dirigidos hacia la frontera venezolana. La posición escogida por estos individuos domina el terreno entre Maracaibo, Santa Marta y Barranquilla”.
Toda esa persecusión lo habría llevado a tomar una trágica decisión. Aquel día, el doctor la dejó sola y se dirigió al cuarto contiguo donde se envenenó con cianuro. “El doctor dejó a Carmen Pupo con la boca abierta, eso fue una conmoción, un suicidio, tenía yo 20 años”, recuerda María Elena Castro. “Inmediatamente murió pero antes había envenenado a su perro pastor alemán llamado Limberg”, contó Castro Socarrás en entrevista a EL PILÓN.
Gunter vivía solo, era ‘un buen partido’ apuesto, pudiente y responsable. “Que la novia Orozco de Villanueva, que Anita Quintero, que tiene una alemana en Barranquilla”, era el cuchicheo de las ‘damas de sociedad’ . “Su hobby eran los caballos y su mayor disfrute era ir en ellos a visitar alemanes a Pueblo Bello o a Distracción, adonde paisanos hacían cultivos extraordinarios en la riberas del Ranchería”, nos cuenta Rafael Castro Socarrás.
De su afición por montar no hay duda. “Tenía por costumbre todos los fines de semana ensillar una mula gigantesca de su propiedad para ir a visitar en Manaure a su compadre y amigo Guillermo Araque Gutiérrez. Juntos recorrían varias fincas cafeteras y después se iba para El Molino a visitar al padre Serrano”, nos dice Arnoldo Mestre Arzuaga.
“Era muy especial con sus compatriotas. Apenas llegaban lo buscaban, de modo que era como un cónsul. Muchos eran atraídos por la belleza de la Sierra Nevada y querían conocerla, entonces se los enviaba a sus amigos en Pueblo Bello: Oswaldo y Ladislao Mestre Medina, y estos les facilitaban la ida a los picos nevados”, señala el texto ‘El odontólogo alemán Gunther Hoffman‘, publicado en ‘Panorama Cultural’.
Tenía un amor nostálgico por su país. Eso generó una gran simpatía en Rafael Castro Trespalacios, que se volvió “un germanófilo de corazón y pronto se familiarizó con los símbolos alemanes: el hierro quemador fue la cruz gamada y el nombre de la finca principal, Alemania”, cuenta en su libro ‘Lo vivido no se olvida’ el historiador Castro Socarrás. Ahora, recuerda jocosamente que por la división patrimonial entre los hermanos terminaron los predios como una Alemania Oriental y otra Alemania Occidental.
Por Director JCQ
Hace exactamente 80 años, Hoffman se suicidó acorralado y triste en Valledupar.
El viernes 11 de febrero de 1944 había amanecido con brisa fresca. Con la rigurosidad alemana, el dentista Gunter Hoffman había caminado desde su casa dos cuadras por el callejón de Munda Araújo (carrera 6) hacia la plaza. Había cruzado la calle y la Ermita de San Cayetano, que luego se convertiría en el Mamón, la cárcel municipal, actual calle 16A Casa de La Cultura. Esa mañana, al despertarse y agarrar su reloj de leontina, observó de reojo el caballo, que lo llevaría este sábado a Pueblo Bello, por el camino de Azúcar Buena, a visitar a sus paisanos. Tal vez no llegue, habría pensado.
Era alto y delgado de ojos azules y piel trigueña rojiza y cabellos castaños. Ese día Había citado a la señora Carmen Pupo y la esperó temprano en pie. La llevó a una silla del consultorio que compartía hacia más de una década con su amigo, también dentista, Rafael Castro Trespalacios. El consultorio estaba localizado en toda la esquina nororiental de la intersección de la calle grande con la de San Francisco, desde cuando llegó a Valledupar, un pueblo de 5.000 habitantes, después de haber servido a su país en la Primera Guerra Mundial.
Vino a Colombia sirviendo a una misión alemana contratada por el gobierno colombiano para identificar recursos naturales y mineros y alguien le habló de Valledupar. Traía el dolor de la pérdida de su país en la guerra a mano de británicos y franceses y la postración material y social del país. De modo que su gobierno no lo dudó, Colombia había recibido dineros por la indemnización de Panamá del gobierno de Estados Unidos y esa oportunidad no se podía despreciar.
Encontró en el colega don Rafael Castro Trespalacios un amigo. Lo había motivado a modernizar su consultorio y aplicar técnicas de su país en tratamiento de conductos para la rehabilitación dental. Se conocieron, según su ahijado Álvaro Castro Socarrás, hijo de Rafael, en Pueblo Bello en 1924, donde tenía una cría de cerdos. Se vino entonces a Valledupar a ejercer su profesión. “Para la familia Castro Socarrás se nos convirtió en un tío paterno”, comentó.
En su telefunker escuchaba la intensificación de los bombardeos aéreos sobre Berlín y Frankfurt. Cientos de bombarderos de Estados Unidos, en oleadas inagotables, se abalanzaban sobre las principales ciudades y esas noches Gunther recordaba que justo un año antes las tropas habían cedido ante la resistencia rusa en la batalla de Stalingrado, la más infernal y prolongada de las batallas alguna vez conocida. La guerra se iba a perder.
En noviembre de 1944, el gobierno colombiano había declarado la beligerancia a los países del eje (Alemania, Italia y Japón) por el hundimiento de la coleta Ruby. Los alemanes e italianos venían siendo objeto de seguimiento de la policía y el gobierno le exigió al alcalde que cualquier extranjero de país enemigo debía someterse al confinamiento. En el centro del país se dispuso de Fusagasugá, pero el alcalde dijo que él se encargaría de ello y que mejor los obligaría a estarse presentando en su despacho y no podrían salir del municipio. Otra versión, que expone Castro Socarrás, es que el alcalde lo tuvo que detener unos días y eso le generó un duro golpe emocional a Hoffman.
Se hacía un seguimiento sobre los alemanes y se denunciaba cualquier movimiento extraño. Algunos eran alemanes judíos que alimentaban información: “Barranquilla: Se informa que en Valledupar, al Oriente de Fundación y al sur de Riohacha, hay diez alemanes que poseen aparatos de radio y que parecen estar dirigidos hacia la frontera venezolana. La posición escogida por estos individuos domina el terreno entre Maracaibo, Santa Marta y Barranquilla”.
Toda esa persecusión lo habría llevado a tomar una trágica decisión. Aquel día, el doctor la dejó sola y se dirigió al cuarto contiguo donde se envenenó con cianuro. “El doctor dejó a Carmen Pupo con la boca abierta, eso fue una conmoción, un suicidio, tenía yo 20 años”, recuerda María Elena Castro. “Inmediatamente murió pero antes había envenenado a su perro pastor alemán llamado Limberg”, contó Castro Socarrás en entrevista a EL PILÓN.
Gunter vivía solo, era ‘un buen partido’ apuesto, pudiente y responsable. “Que la novia Orozco de Villanueva, que Anita Quintero, que tiene una alemana en Barranquilla”, era el cuchicheo de las ‘damas de sociedad’ . “Su hobby eran los caballos y su mayor disfrute era ir en ellos a visitar alemanes a Pueblo Bello o a Distracción, adonde paisanos hacían cultivos extraordinarios en la riberas del Ranchería”, nos cuenta Rafael Castro Socarrás.
De su afición por montar no hay duda. “Tenía por costumbre todos los fines de semana ensillar una mula gigantesca de su propiedad para ir a visitar en Manaure a su compadre y amigo Guillermo Araque Gutiérrez. Juntos recorrían varias fincas cafeteras y después se iba para El Molino a visitar al padre Serrano”, nos dice Arnoldo Mestre Arzuaga.
“Era muy especial con sus compatriotas. Apenas llegaban lo buscaban, de modo que era como un cónsul. Muchos eran atraídos por la belleza de la Sierra Nevada y querían conocerla, entonces se los enviaba a sus amigos en Pueblo Bello: Oswaldo y Ladislao Mestre Medina, y estos les facilitaban la ida a los picos nevados”, señala el texto ‘El odontólogo alemán Gunther Hoffman‘, publicado en ‘Panorama Cultural’.
Tenía un amor nostálgico por su país. Eso generó una gran simpatía en Rafael Castro Trespalacios, que se volvió “un germanófilo de corazón y pronto se familiarizó con los símbolos alemanes: el hierro quemador fue la cruz gamada y el nombre de la finca principal, Alemania”, cuenta en su libro ‘Lo vivido no se olvida’ el historiador Castro Socarrás. Ahora, recuerda jocosamente que por la división patrimonial entre los hermanos terminaron los predios como una Alemania Oriental y otra Alemania Occidental.
Por Director JCQ