El párroco sacó del campanario a la hermosa ave a escobazos y después quemó un poco de incienso negro, traído de Egipto, para espantar los malos espíritus.
¡Fuera, fuera! Lechuza de los mil demonios, gritó, en la iglesia de La Concepción, el cura Ramón Campo de Villegas, quien acaba de llegar de España para iniciar su misión evangelizadora.
El párroco sacó del campanario a la hermosa ave a escobazos y después quemó un poco de incienso negro, traído de Egipto, para espantar los malos espíritus.
La lechuza blanca, de apariencia misteriosa, extendió sus alas y se marchó, debió abandonar su morada de los últimos años, salió al bosque de los armadillos gigantes, evadiendo a los cazadores furtivos en ese valle de historias fantásticas.
Se veía apesadumbrada y juró vengarse del intruso por sacarla de su dominio, el campanario, el lugar con la mejor vista de ese pueblo con 42 casas de palma, una cárcel para presos peligrosos, una alcaldía desde donde despachaban políticos egocéntricos y corruptos y un río de piedras en forma de almojábanas, que usaban los moradores como aros para jugar a La ensartada, con palos de caña brava.
La lechuza regresó días después y dio varias vueltas alrededor de la iglesia, a medida que circulaba, fue cambiando de aspecto, poco a poco fue dejando el plumaje y su cuerpo fue creciendo, adquiriendo curvas exóticas y perfectas; la cara se transformó en algo aún más bello, un rostro con ojos grandes y misteriosos, de color verdoso; una espesa cabellera y los senos se pronunciaron perfectos, hasta convertirse en la mujer más encantadora del pueblo.
El propósito era llamar la atención de todos, en especial del párroco Ramón Campo de Villegas, quien la conoció el miércoles que daba inicio a la cuaresma, al momento de imponer la ceniza, la mujer vestía una elegante mantilla que impresionó a los asistentes.
En la Plaza Mayor se preguntaban de donde había salido esta enigmática mujer, que restauró, en poco tiempo, una casa abandonada con ayuda de los dos únicos obreros del pueblo, que siempre se ubicaban debajo del palo de mango buscando algo que hacer.
Los días fueron pasando y la mujer quien se hacía llamar Petra, visitaba con sus mejores galas y mucha frecuencia la Iglesia, así fue atrayendo al cura, una gran tentación que se convirtió en fascinación y un día no pudo controlar, entonces sucumbió antes sus encantos.
−Esto no puede ser Petra, −decía, mientras hacían el amor en el confesionario.
Los encuentros cada vez eran más frecuentes y el sacerdote se involucraba más y más, no podía controlar la atracción que despertaba en él, parecía estar encantado o hechizado por Petra, quien le pidió que renunciara al sacerdocio.
−¿Cómo se te ocurre? La iglesia es mi vida −le respondió.
Pero la exigencia fue tan contundente que con sutileza forzó al cura a tomar la decisión y, además, comunicárselo al pueblo en la misa del Domingo de Resurrección, al finalizar la solemne Semana Santa. Cuando los habitantes escucharon la inesperada disposición, no entendían la razón para qué un sacerdote tan bueno, quien se había ganado el cariño de todos, los dejaba, sin explicación alguna; solo se miraban entre ellos y se santiguaban, sin decir palabra.
En ese momento, Petra se levantó, estaba sentada como de costumbre en la banca de la primera fila. El artificio salió a la luz, de la espalda de la mujer brotaron un par de alas enormes y se elevó volando en círculos en el interior de la Iglesia de la Concepción, ante el asombro de los fieles y salió por la puerta principal, luego de cumplir el objetivo que se había trazado, acabar con el cura Campo de Villegas.
La gente salió corriendo horrorizada, gritaban que el demonio había llegado al pueblo. El cura perdió la razón y le tocó regresar a su país.
POR JACOBO SOLANO C./ESPECIAL PARA EL PILÓN
El párroco sacó del campanario a la hermosa ave a escobazos y después quemó un poco de incienso negro, traído de Egipto, para espantar los malos espíritus.
¡Fuera, fuera! Lechuza de los mil demonios, gritó, en la iglesia de La Concepción, el cura Ramón Campo de Villegas, quien acaba de llegar de España para iniciar su misión evangelizadora.
El párroco sacó del campanario a la hermosa ave a escobazos y después quemó un poco de incienso negro, traído de Egipto, para espantar los malos espíritus.
La lechuza blanca, de apariencia misteriosa, extendió sus alas y se marchó, debió abandonar su morada de los últimos años, salió al bosque de los armadillos gigantes, evadiendo a los cazadores furtivos en ese valle de historias fantásticas.
Se veía apesadumbrada y juró vengarse del intruso por sacarla de su dominio, el campanario, el lugar con la mejor vista de ese pueblo con 42 casas de palma, una cárcel para presos peligrosos, una alcaldía desde donde despachaban políticos egocéntricos y corruptos y un río de piedras en forma de almojábanas, que usaban los moradores como aros para jugar a La ensartada, con palos de caña brava.
La lechuza regresó días después y dio varias vueltas alrededor de la iglesia, a medida que circulaba, fue cambiando de aspecto, poco a poco fue dejando el plumaje y su cuerpo fue creciendo, adquiriendo curvas exóticas y perfectas; la cara se transformó en algo aún más bello, un rostro con ojos grandes y misteriosos, de color verdoso; una espesa cabellera y los senos se pronunciaron perfectos, hasta convertirse en la mujer más encantadora del pueblo.
El propósito era llamar la atención de todos, en especial del párroco Ramón Campo de Villegas, quien la conoció el miércoles que daba inicio a la cuaresma, al momento de imponer la ceniza, la mujer vestía una elegante mantilla que impresionó a los asistentes.
En la Plaza Mayor se preguntaban de donde había salido esta enigmática mujer, que restauró, en poco tiempo, una casa abandonada con ayuda de los dos únicos obreros del pueblo, que siempre se ubicaban debajo del palo de mango buscando algo que hacer.
Los días fueron pasando y la mujer quien se hacía llamar Petra, visitaba con sus mejores galas y mucha frecuencia la Iglesia, así fue atrayendo al cura, una gran tentación que se convirtió en fascinación y un día no pudo controlar, entonces sucumbió antes sus encantos.
−Esto no puede ser Petra, −decía, mientras hacían el amor en el confesionario.
Los encuentros cada vez eran más frecuentes y el sacerdote se involucraba más y más, no podía controlar la atracción que despertaba en él, parecía estar encantado o hechizado por Petra, quien le pidió que renunciara al sacerdocio.
−¿Cómo se te ocurre? La iglesia es mi vida −le respondió.
Pero la exigencia fue tan contundente que con sutileza forzó al cura a tomar la decisión y, además, comunicárselo al pueblo en la misa del Domingo de Resurrección, al finalizar la solemne Semana Santa. Cuando los habitantes escucharon la inesperada disposición, no entendían la razón para qué un sacerdote tan bueno, quien se había ganado el cariño de todos, los dejaba, sin explicación alguna; solo se miraban entre ellos y se santiguaban, sin decir palabra.
En ese momento, Petra se levantó, estaba sentada como de costumbre en la banca de la primera fila. El artificio salió a la luz, de la espalda de la mujer brotaron un par de alas enormes y se elevó volando en círculos en el interior de la Iglesia de la Concepción, ante el asombro de los fieles y salió por la puerta principal, luego de cumplir el objetivo que se había trazado, acabar con el cura Campo de Villegas.
La gente salió corriendo horrorizada, gritaban que el demonio había llegado al pueblo. El cura perdió la razón y le tocó regresar a su país.
POR JACOBO SOLANO C./ESPECIAL PARA EL PILÓN