Fue precisamente una noche de aquellas, un 24 de junio, en la década del setenta, cuando se conoció con Poncho Zuleta, quien, luego de degustar sus típicas delicias, juró fidelidad eterna a sus recetas y el justo reconocimiento a su nombre.
A través del ancho callejón, custodiado en sus orillas por un jardín de palmitas y sábila común, violetas y cortejos, se arriba a la legendaria estancia.
Es un antiguo salón bajo una techumbre sostenida por cuatro columnas de argamasa, de arquitectura simple y ordinario acabado, y cuyo mobiliario se reduce a unas cuantas mesas con coloridos manteles a cuadro, sus taburetes en adormecido éxtasis y los blancos ventiladores eléctricos colgados de la escueta muralla, como ávidas palomas en vuelo. A un extremo del recinto, un pendón colgante preside el entorno: ‘La Gran Petra Gámez, la reina de la sazón’.
Entonces, por un estrecho pasadizo, avanzó hasta el imponente promontorio doméstico del traspatio, donde un parco mozalbete y tres gentiles doncellas aderezan a fuego lento la más exquisita leyenda de la región. Contempló las parrillas con sus asados humeantes, el rancio cuartico con la pilastra de leña y carbón, y la nostálgica chimenea en desuso.
En su rara e incongruente lejanía, examinó luego los ahumados muros de ladrillo crudo, una insomne galería de cazuelas situadas según su orden y serie, y las pailas gigantescas desceñidas de sus girones, como los báculos jadeantes de un mudo imperio. Cilia Esther, con su mirada de cielo y su convencional indumentaria de cocina, es la hija de la legendaria que nos asiste.
“Mi mamá me encargó la misión”, afirma. Pero aclara que aún con las limitaciones propias de la edad, es ella, su madre, quien, con indubitable fuerza espiritual y experiencia, gobierna los pormenores de la cocina y aún los secretos de la sazón.
Mientras escudriño a la zaga cada instancia y cada elemento en el recinto, como vaga analogía de clepsidra y cerámica rota, presiento los años en fuga, la desolación perversa de los armarios y el tibio encuentro, el sigilo estentóreo del extinto molino en la troja y el crujido fascinante de las arepas envueltas en hojas de corazón fino.
Solo entonces advierto que, en lugar de irse el tiempo, se ha estancado en los vericuetos de estas instalaciones, con el alma rasgada por truncas pasiones y, quizás también, por un vago alarido de acordeón. De aquellos tiempos me habla Cilia Esther, con su singular donaire y moderado acento, pero es tanta su dulzura y templanza que me quedo esperando que alguna de las mariposas pintadas en su vestido de volantes escape conmovida por los encantos del relato.
Es el momento en que empiezan a llegar los comensales, y suena tremebunda la orquestica perpetua de los cubiertos en los mesones, y entonces en su grácil donosura la simpática Elis corteja los asistentes, con su esmirriado acento de noble servidumbre y su indestructible sonrisa a la carta.
A un lado, reclinado a la fonda, observo a Yanderson que, mientras curte y macera la fina carne en el tablón, con una mezcla de suspicacia y timidez, responde algunas inquietudes al suscrito.
Envuelto en su mustio overol de lienzo, configura la parodia de un escuálido oficial de guerra, perturbado por quebrantos y por muertes que no ha vivido, pero que ha padecido a la sombra de esos patriarcas que, con sus más tenebrosos fantasmas del ayer, asisten regularmente al merendero.
Al frente, como ante un confesionario, medita ‘La Gran Petra Gámez’. De cenicientos cabellos, ceñidos por una vincha provista de perlas, y ligera parsimonia de novicia en retiro, parece una precursora de toda sapiencia, bondad y carisma.
Con sus ademanes inciertos, cariz y tono de valetudinario arcángel, me sumerge en la leyenda. Desde que se casó con José Domingo Gámez, comenta, se propuso formalizar una empresa familiar, sustentada en la promoción de un menú tradicional y auténtico y cuyos principales ingredientes fueran el amor, la voluntad y la entrega a sus parroquianos.
Álvaro Mendoza, Teresita Ariza y Lucho Vega, sus primeros clientes, fueron el impulso inajenable que estimuló las bases de aquella iniciativa. Poco después, buscando el ensanchamiento de su patrimonio, se aventuraban hasta la caseta Internacional de la Calle del Embudo, con su cazuela repleta de chicharrones, chorizos, arepas, guiso de conejo, pasteles.
Fue precisamente una noche de aquellas, un 24 de junio, en la década del setenta, cuando se conoció con Poncho Zuleta, quien, luego de degustar sus típicas delicias, juró fidelidad eterna a sus recetas y el justo reconocimiento a su nombre. Sorprendida quedó entonces cierto tiempo después, cuando en la canción titulada ‘Lo que querías’, grabada en 1985, como tributo a sus dones gastronómicos, el cantor de Villanueva le profirió sus lisonjas: “Recuerdos a la Gran Petra Gámez, en San Juan, la que mejor prepara un pastel y un guiso de iguana”
A partir del beneplácito musical, “la esposa de Chiyo” adquirió un nombre propio y una razón social inquebrantable requerida hasta los últimos días por los más connotados folcloristas de la región.
Una estela floreciente de artistas provincianos y de toda la nación se dieron cita al fulgor de la naciente leyenda. Por tanto, para nadie resultó extraño que algún día Ernesto Samper Pizano, en plena campaña presidencial, acudiera a su estancia motivado no solo por la exquisitez de sus platos sino por la distinción del personaje que, como la británica Margaret Powell, ha eternizado su nombre en el mítico universo de la cocina.
Tampoco suscitó el más ínfimo asombro el hecho de que un día cualquiera, en la década de los noventa, un equipo estelar de actores de la novela de Escalona que se grababa entonces, con arrebatado e insaciable entusiasmo se rindiera a los guisos suculentos de la matrona, cuya sazón, según declaración de algunos, jamás hubieran experimentado en esos portentosos restaurantes que ostentan los países del primer mundo.
“Fue la primera y única vez que pude ver juntos y en paz a Escalona y al Espuelón” —reflexiona a carcajadas doña Petra. Prosigue rumiando los detalles del encuentro, y agrega que los artistas accedieron a todo el recinto, que se arremolinaban como la flotica en torno a los fogones, viendo el proceso de elaboración de sus alimentos, que le cantaron canciones de antaño y que se sintió tan congraciada entonces que la despedida de aquellos días le ha dejado, para siempre, desgarrado el corazón. “Hasta raspaban los calderos”, remata con una brasa de orgullo y nostalgia en sus pupilas.
Su relato avanza bajo el velo subrepticio de un corazón galopante que, a veces, presiento sucumbir al poder de los instintos. Por cada recuerdo contado, con religioso y solemne afán comprime sus trémulas manos, como si rasgase las cuentas invisibles de un rosario.
Con esa inmarcesible devoción, torna a sus confidencias con Poncho. Entonces, sobrecogida al sopor de sus pesares, evoca los días en que el cantor, convencido de poseer la mejor cocinera de la región, la hiciera llegar hasta su finca en Valledupar, a orillas del Guatapurí.
Durante aquellas parrandas -apunta- conoció a las más excelsas personalidades de la política y de la cultura, quienes ensalzaron con ahínco la magia de sus dones. Tanto se distinguió entre los eruditos de la época que un día debió presentarse con Poncho Zuleta, en Barranquilla, ante los caprichos domésticos de un senador que no quería morirse sin probar las delicias de ‘La Gran Petra Gámez’.
Extasiado por las bondades del buen sabor, el legislador hubiera querido sancionar entonces, mediante un decreto extraordinario, la prodigiosa receta de la sanjuanera, como patrimonio cultural de la nación.
Ahora estamos en el comedor. Todas las cosas parecen ungidas por un bálsamo de místico estupor, como si, rescatadas de un viejo museo, fueran reanimadas con un impulso propio, y dispuestas según los caprichos de la matrona, y según las liviandades del alma.
El bifé colonial con sus adornos atávicos, el cuadro al óleo con las canastillas de frutas pintadas, el mustio cortinaje corredizo y la mesa de comedor con sus blancos tapetes, parecen conjurar el preámbulo invisible de la última cena. Sólo estamos los dos, y sus recuerdos.
En adormecido remanso se deslizan las palabras, las anécdotas y las lágrimas, así como juguetea la flor del damo en las corrientes cristalinas del río Cesar. Entonces una picaresca sonrisa desborda sus labios con el redimido rubor de una condesa, recordando la ocasión en que un acreditado coronel del Ejército la conminara a la graciosa complicidad de banquetear a su esposa con un suculento guiso de iguana, en lugar del auténtico plato con pollo desmechado que la misma requiriera.
La incauta, complacida por tan magnífica sazón y lejos de imaginarse haber sido objeto de aquella singular componenda, se precipitó a difundir en su ámbito las fabulosas artes culinarias de doña Petra. “Creo que el coronel nunca le dijo que era iguana desmechada”, medita la matrona, con una huella de fuego y de ceniza en el alma.
A través de la ventana, contempló un columbario de aposentos, clausurados y sombríos, como un monasterio en ruinas. Son los cuarticos donde pernoctan las cuitas de legendarios juglares y contrabandistas que, al rezago de sus parrandas, con la feliz anuencia de la propietaria, encontraban el más placentero albergue.
Allí amanecieron el viejo Emiliano, Alfredo Gutiérrez, el Joe Arroyo y otros artistas que, motivados por la gracia y la sazón de Petra, acudían jubilosamente al banquete. Al filo de mis cavilaciones, cuelga el cierzo su bordado invisible bajo la fronda de palmeras y helechos, mientras que el rumor de los comensales y el picoteo de un pájaro carpintero en las ramas, morigera en los corredores el prematuro impulso de la soledad.
Al instante, una ventolera irreprimible de confusas evocaciones, con su fuerza mítica y trashumante, nos conduce al delirio del viejo San Juan. Entonces, nos encontramos con Domitila Mendoza, Agustina con la flor en la cabeza, Isabel Frías y doña Micaela y la misma Petra Gámez, presidiendo el séquito de vendedoras ambulantes frente a la caseta Matecaña.
Enseguida, padecemos el pábilo adolorido de un canto que, luego de desentrañar el alma de la estatua Padilla, termina enredado entre las ramas de la vieja ceiba de esa bendita calle 8, en donde, un 15 de octubre de 1931, nació la leyenda:
“Sin embargo quedan todavía
Muchas personas en diferentes familias
Entre las cuales está Sarita Molina
Petra Gámez, la querida
Y la gran Rosa María”.
Ella, la matrona de las callecitas, es la heroína provinciana de Tomás Alfonso Zuleta. Dicen que a menudo suena el timbre del celular y entonces la ven sonriente, amena y furtiva, solazándose en la inconfundible voz del cantor. Durante esas charlas, manifiestan los más cercanos, Petra sigue instruyendo a su discípulo sobre los trucos de la cocina y los misterios del alma.
Cuentan que, previa concertación telefónica y con relativa frecuencia, el cantor de Villanueva acude a su estancia, a llevarle un abrazo o un recado de Luzmila, el gramófono del Grammy Latino o el ‘vallenato nobel’ de Macondo, ‘un corte blanco con su collar´, o, sencillamente, a revelarle sus últimas confidencias de amores y olvidos.
Hace poco -según declaración de su hija Gladys- una romería de aficionados se agolpó en torno a su residencia, luego de que, al descifrar los códigos del secreto, alguien anunciara el arribo del cantante. La acordada cita, desde luego, fue un intento fallido. En aquella ocasión, impotente y quejumbroso, el hijo del viejo Emiliano debió aplazar el encuentro, sin poder degustar el delirante plato con iguana que, con diligente fervor, su fiel heroína le había reservado.
Desde afuera, como un bostezo centenario, nos llega el eco febril de la historia, y padezco entonces el grito de las callejuelas con sus rastros de primitiva ausencia, sus penurias de nómades descalzos y un lamento de siglos perdidos. Caen la densidad y el tiempo en contrita derrota, el alma trasciende al verso desnudo y en trepidante embeleco, de soledades vestido, va sin rumbo un caminante.
En su pueril arrebato desborda un eco el mobiliario, turba mi templanza el roce de la madera dormida; y en las tumbas desiertas del comedor, con su cruz de infinita amargura, desmaya solitario un clavel. Entonces, vuelvo a contemplar la grandeza en la sigilosa humanidad de la anfitriona, sus manos de invicta soberana aferrada al mecedor perpetuo, y la ingobernable modestia de todas las cosas que, con su infalible mueca de inocencia, simplicidad y recato, espanta los vicios del vanguardismo estéril.
De pronto, me aborda la macabra idea de que asisto a las ruinas de una gloria terminada, pero, antes de que pueda poner en duda el vigor de sus pasos, la veo burlar los viacrucis del corredor, deslizando el andador mecánico como un estúpido artificio de su vejez, y cuan invencible la descubro entonces bajo el denso disfraz de sus años, que me es preciso anunciar sin vacilaciones al mundo que “La gran Petra Gámez”, sigue ahí, ‘parada en la raya’, como su más venerado discípulo y como la estatua del Almirante Padilla.
Por Fernando Daza
Fue precisamente una noche de aquellas, un 24 de junio, en la década del setenta, cuando se conoció con Poncho Zuleta, quien, luego de degustar sus típicas delicias, juró fidelidad eterna a sus recetas y el justo reconocimiento a su nombre.
A través del ancho callejón, custodiado en sus orillas por un jardín de palmitas y sábila común, violetas y cortejos, se arriba a la legendaria estancia.
Es un antiguo salón bajo una techumbre sostenida por cuatro columnas de argamasa, de arquitectura simple y ordinario acabado, y cuyo mobiliario se reduce a unas cuantas mesas con coloridos manteles a cuadro, sus taburetes en adormecido éxtasis y los blancos ventiladores eléctricos colgados de la escueta muralla, como ávidas palomas en vuelo. A un extremo del recinto, un pendón colgante preside el entorno: ‘La Gran Petra Gámez, la reina de la sazón’.
Entonces, por un estrecho pasadizo, avanzó hasta el imponente promontorio doméstico del traspatio, donde un parco mozalbete y tres gentiles doncellas aderezan a fuego lento la más exquisita leyenda de la región. Contempló las parrillas con sus asados humeantes, el rancio cuartico con la pilastra de leña y carbón, y la nostálgica chimenea en desuso.
En su rara e incongruente lejanía, examinó luego los ahumados muros de ladrillo crudo, una insomne galería de cazuelas situadas según su orden y serie, y las pailas gigantescas desceñidas de sus girones, como los báculos jadeantes de un mudo imperio. Cilia Esther, con su mirada de cielo y su convencional indumentaria de cocina, es la hija de la legendaria que nos asiste.
“Mi mamá me encargó la misión”, afirma. Pero aclara que aún con las limitaciones propias de la edad, es ella, su madre, quien, con indubitable fuerza espiritual y experiencia, gobierna los pormenores de la cocina y aún los secretos de la sazón.
Mientras escudriño a la zaga cada instancia y cada elemento en el recinto, como vaga analogía de clepsidra y cerámica rota, presiento los años en fuga, la desolación perversa de los armarios y el tibio encuentro, el sigilo estentóreo del extinto molino en la troja y el crujido fascinante de las arepas envueltas en hojas de corazón fino.
Solo entonces advierto que, en lugar de irse el tiempo, se ha estancado en los vericuetos de estas instalaciones, con el alma rasgada por truncas pasiones y, quizás también, por un vago alarido de acordeón. De aquellos tiempos me habla Cilia Esther, con su singular donaire y moderado acento, pero es tanta su dulzura y templanza que me quedo esperando que alguna de las mariposas pintadas en su vestido de volantes escape conmovida por los encantos del relato.
Es el momento en que empiezan a llegar los comensales, y suena tremebunda la orquestica perpetua de los cubiertos en los mesones, y entonces en su grácil donosura la simpática Elis corteja los asistentes, con su esmirriado acento de noble servidumbre y su indestructible sonrisa a la carta.
A un lado, reclinado a la fonda, observo a Yanderson que, mientras curte y macera la fina carne en el tablón, con una mezcla de suspicacia y timidez, responde algunas inquietudes al suscrito.
Envuelto en su mustio overol de lienzo, configura la parodia de un escuálido oficial de guerra, perturbado por quebrantos y por muertes que no ha vivido, pero que ha padecido a la sombra de esos patriarcas que, con sus más tenebrosos fantasmas del ayer, asisten regularmente al merendero.
Al frente, como ante un confesionario, medita ‘La Gran Petra Gámez’. De cenicientos cabellos, ceñidos por una vincha provista de perlas, y ligera parsimonia de novicia en retiro, parece una precursora de toda sapiencia, bondad y carisma.
Con sus ademanes inciertos, cariz y tono de valetudinario arcángel, me sumerge en la leyenda. Desde que se casó con José Domingo Gámez, comenta, se propuso formalizar una empresa familiar, sustentada en la promoción de un menú tradicional y auténtico y cuyos principales ingredientes fueran el amor, la voluntad y la entrega a sus parroquianos.
Álvaro Mendoza, Teresita Ariza y Lucho Vega, sus primeros clientes, fueron el impulso inajenable que estimuló las bases de aquella iniciativa. Poco después, buscando el ensanchamiento de su patrimonio, se aventuraban hasta la caseta Internacional de la Calle del Embudo, con su cazuela repleta de chicharrones, chorizos, arepas, guiso de conejo, pasteles.
Fue precisamente una noche de aquellas, un 24 de junio, en la década del setenta, cuando se conoció con Poncho Zuleta, quien, luego de degustar sus típicas delicias, juró fidelidad eterna a sus recetas y el justo reconocimiento a su nombre. Sorprendida quedó entonces cierto tiempo después, cuando en la canción titulada ‘Lo que querías’, grabada en 1985, como tributo a sus dones gastronómicos, el cantor de Villanueva le profirió sus lisonjas: “Recuerdos a la Gran Petra Gámez, en San Juan, la que mejor prepara un pastel y un guiso de iguana”
A partir del beneplácito musical, “la esposa de Chiyo” adquirió un nombre propio y una razón social inquebrantable requerida hasta los últimos días por los más connotados folcloristas de la región.
Una estela floreciente de artistas provincianos y de toda la nación se dieron cita al fulgor de la naciente leyenda. Por tanto, para nadie resultó extraño que algún día Ernesto Samper Pizano, en plena campaña presidencial, acudiera a su estancia motivado no solo por la exquisitez de sus platos sino por la distinción del personaje que, como la británica Margaret Powell, ha eternizado su nombre en el mítico universo de la cocina.
Tampoco suscitó el más ínfimo asombro el hecho de que un día cualquiera, en la década de los noventa, un equipo estelar de actores de la novela de Escalona que se grababa entonces, con arrebatado e insaciable entusiasmo se rindiera a los guisos suculentos de la matrona, cuya sazón, según declaración de algunos, jamás hubieran experimentado en esos portentosos restaurantes que ostentan los países del primer mundo.
“Fue la primera y única vez que pude ver juntos y en paz a Escalona y al Espuelón” —reflexiona a carcajadas doña Petra. Prosigue rumiando los detalles del encuentro, y agrega que los artistas accedieron a todo el recinto, que se arremolinaban como la flotica en torno a los fogones, viendo el proceso de elaboración de sus alimentos, que le cantaron canciones de antaño y que se sintió tan congraciada entonces que la despedida de aquellos días le ha dejado, para siempre, desgarrado el corazón. “Hasta raspaban los calderos”, remata con una brasa de orgullo y nostalgia en sus pupilas.
Su relato avanza bajo el velo subrepticio de un corazón galopante que, a veces, presiento sucumbir al poder de los instintos. Por cada recuerdo contado, con religioso y solemne afán comprime sus trémulas manos, como si rasgase las cuentas invisibles de un rosario.
Con esa inmarcesible devoción, torna a sus confidencias con Poncho. Entonces, sobrecogida al sopor de sus pesares, evoca los días en que el cantor, convencido de poseer la mejor cocinera de la región, la hiciera llegar hasta su finca en Valledupar, a orillas del Guatapurí.
Durante aquellas parrandas -apunta- conoció a las más excelsas personalidades de la política y de la cultura, quienes ensalzaron con ahínco la magia de sus dones. Tanto se distinguió entre los eruditos de la época que un día debió presentarse con Poncho Zuleta, en Barranquilla, ante los caprichos domésticos de un senador que no quería morirse sin probar las delicias de ‘La Gran Petra Gámez’.
Extasiado por las bondades del buen sabor, el legislador hubiera querido sancionar entonces, mediante un decreto extraordinario, la prodigiosa receta de la sanjuanera, como patrimonio cultural de la nación.
Ahora estamos en el comedor. Todas las cosas parecen ungidas por un bálsamo de místico estupor, como si, rescatadas de un viejo museo, fueran reanimadas con un impulso propio, y dispuestas según los caprichos de la matrona, y según las liviandades del alma.
El bifé colonial con sus adornos atávicos, el cuadro al óleo con las canastillas de frutas pintadas, el mustio cortinaje corredizo y la mesa de comedor con sus blancos tapetes, parecen conjurar el preámbulo invisible de la última cena. Sólo estamos los dos, y sus recuerdos.
En adormecido remanso se deslizan las palabras, las anécdotas y las lágrimas, así como juguetea la flor del damo en las corrientes cristalinas del río Cesar. Entonces una picaresca sonrisa desborda sus labios con el redimido rubor de una condesa, recordando la ocasión en que un acreditado coronel del Ejército la conminara a la graciosa complicidad de banquetear a su esposa con un suculento guiso de iguana, en lugar del auténtico plato con pollo desmechado que la misma requiriera.
La incauta, complacida por tan magnífica sazón y lejos de imaginarse haber sido objeto de aquella singular componenda, se precipitó a difundir en su ámbito las fabulosas artes culinarias de doña Petra. “Creo que el coronel nunca le dijo que era iguana desmechada”, medita la matrona, con una huella de fuego y de ceniza en el alma.
A través de la ventana, contempló un columbario de aposentos, clausurados y sombríos, como un monasterio en ruinas. Son los cuarticos donde pernoctan las cuitas de legendarios juglares y contrabandistas que, al rezago de sus parrandas, con la feliz anuencia de la propietaria, encontraban el más placentero albergue.
Allí amanecieron el viejo Emiliano, Alfredo Gutiérrez, el Joe Arroyo y otros artistas que, motivados por la gracia y la sazón de Petra, acudían jubilosamente al banquete. Al filo de mis cavilaciones, cuelga el cierzo su bordado invisible bajo la fronda de palmeras y helechos, mientras que el rumor de los comensales y el picoteo de un pájaro carpintero en las ramas, morigera en los corredores el prematuro impulso de la soledad.
Al instante, una ventolera irreprimible de confusas evocaciones, con su fuerza mítica y trashumante, nos conduce al delirio del viejo San Juan. Entonces, nos encontramos con Domitila Mendoza, Agustina con la flor en la cabeza, Isabel Frías y doña Micaela y la misma Petra Gámez, presidiendo el séquito de vendedoras ambulantes frente a la caseta Matecaña.
Enseguida, padecemos el pábilo adolorido de un canto que, luego de desentrañar el alma de la estatua Padilla, termina enredado entre las ramas de la vieja ceiba de esa bendita calle 8, en donde, un 15 de octubre de 1931, nació la leyenda:
“Sin embargo quedan todavía
Muchas personas en diferentes familias
Entre las cuales está Sarita Molina
Petra Gámez, la querida
Y la gran Rosa María”.
Ella, la matrona de las callecitas, es la heroína provinciana de Tomás Alfonso Zuleta. Dicen que a menudo suena el timbre del celular y entonces la ven sonriente, amena y furtiva, solazándose en la inconfundible voz del cantor. Durante esas charlas, manifiestan los más cercanos, Petra sigue instruyendo a su discípulo sobre los trucos de la cocina y los misterios del alma.
Cuentan que, previa concertación telefónica y con relativa frecuencia, el cantor de Villanueva acude a su estancia, a llevarle un abrazo o un recado de Luzmila, el gramófono del Grammy Latino o el ‘vallenato nobel’ de Macondo, ‘un corte blanco con su collar´, o, sencillamente, a revelarle sus últimas confidencias de amores y olvidos.
Hace poco -según declaración de su hija Gladys- una romería de aficionados se agolpó en torno a su residencia, luego de que, al descifrar los códigos del secreto, alguien anunciara el arribo del cantante. La acordada cita, desde luego, fue un intento fallido. En aquella ocasión, impotente y quejumbroso, el hijo del viejo Emiliano debió aplazar el encuentro, sin poder degustar el delirante plato con iguana que, con diligente fervor, su fiel heroína le había reservado.
Desde afuera, como un bostezo centenario, nos llega el eco febril de la historia, y padezco entonces el grito de las callejuelas con sus rastros de primitiva ausencia, sus penurias de nómades descalzos y un lamento de siglos perdidos. Caen la densidad y el tiempo en contrita derrota, el alma trasciende al verso desnudo y en trepidante embeleco, de soledades vestido, va sin rumbo un caminante.
En su pueril arrebato desborda un eco el mobiliario, turba mi templanza el roce de la madera dormida; y en las tumbas desiertas del comedor, con su cruz de infinita amargura, desmaya solitario un clavel. Entonces, vuelvo a contemplar la grandeza en la sigilosa humanidad de la anfitriona, sus manos de invicta soberana aferrada al mecedor perpetuo, y la ingobernable modestia de todas las cosas que, con su infalible mueca de inocencia, simplicidad y recato, espanta los vicios del vanguardismo estéril.
De pronto, me aborda la macabra idea de que asisto a las ruinas de una gloria terminada, pero, antes de que pueda poner en duda el vigor de sus pasos, la veo burlar los viacrucis del corredor, deslizando el andador mecánico como un estúpido artificio de su vejez, y cuan invencible la descubro entonces bajo el denso disfraz de sus años, que me es preciso anunciar sin vacilaciones al mundo que “La gran Petra Gámez”, sigue ahí, ‘parada en la raya’, como su más venerado discípulo y como la estatua del Almirante Padilla.
Por Fernando Daza