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Crónica - 2 diciembre, 2021

Historias del Caribe: ‘El aposento’

En ese entonces no se hablaba de hacinamiento, lo normal era que la familia entera durmiera en «el aposento».

Foto de cortesía.
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En «la casa» de los pueblos diseminados en la Depresión Momposina, contiguo a la sala y comunicado por una puerta de dos hojas quedaba el lugar más reservado del hogar, los mayores le llamaban «El aposento». Era el dormitorio, el único dormitorio de «La casa», el que se ventilaba por una ventana mediana que daba a la calle y que servía para avisar la llegada de algún miembro noctámbulo o para dar noticias inesperadas a mitad de la noche.

Debo decir que también servía para que los amantes furtivos al amparo de la oscuridad dieran sus toques y santo señas que les permitieran franquear «La puerta» y realizar su secreto idilio con la amante encubierta.

Al aposento únicamente entraban los miembros de la familia, y en casos de enfermedad o parto, la partera o el médico; solo en casos excepcionales se permitía el ingreso de vecinos y familiares que vinieran a visitar al que estuviera enfermo, para ello se acomodaban unos taburetes cerca al lecho del enfermo para que el visitante tuviera la oportunidad de charlar en confianza con el convaleciente. 

En estos casos se abría de par en par la puerta que comunicaba con la sala, la ventana y «la puerta falsa», con el fin de airear y dar iluminación a la habitación.

«El aposento» estaba amoblado y dispuesto con la sencillez minimalista de nuestros mayores. Era una habitación espaciosa donde acomodaban tres o cuatro “catres”, camastros de doble cuerpos, fabricados en gruesa madera, que servía de bastidor para ser forrados con piel de buey para que diera las dimensiones del catre. Encima del bastidor de piel de buey del catre se ponía un petate hecho con palma de estera, el cual fabricaban las artesanas ancianas de la localidad y encima de esta una colcha de retazos de telas de diferentes colores que servía de cubrelecho y cobija para el durmiente.  

Encima del catre colgaban unos toldos fabricados en gaza floreada, los que en los extremos del ancho tenían unas orejas de tela por las que se colocaba una vara recta de astromelia, o cualquier otro árbol, la que era atada con una cabuya delgada a la pared por los dos extremos y en equilibrio cubría el lecho para protegernos y evitar que el mosquito perturbara el sueño.  

EL SANTO

En ese entonces no se hablaba de hacinamiento, lo normal era que la familia entera durmiera en «el aposento». Debajo del catre donde dormían los mayores siempre había una bacinilla de peltre para depositar sus orines nocturnos sin tener que salir al patio a botarlos al retrete. Estos orines eran sacados en la mañana bien temprano por la puerta falsa.

En un espacio, generalmente cerca a la ventana, los infaltables baúles de madera, encaramados en sus banquillos también de madera, donde guardaban la ropa de la familia. La costumbre familiar era que en la parte interior de la tapa de los baúles se pegara una hoja de papel donde escribían las fechas de nacimientos, matrimonios y muertes de los familiares. También acostumbraban a pegar algunas fotos de esos eventos.

Dentro de los baúles era infaltable el ramo de reseda para perfumar las prendas de ropa que se guardaban en forma ordenada por los mayores de la casa. Al lado de los baúles siempre estaba «la mesa de los santos», una mesa de madera pintada con color ocre, donde reposaba el santo patrono de la familia en «la casa».

Esta mesa era ocupada por un San Antonio de madera de unos sesenta centímetros de alto, este santo sostenía en su brazo derecho a un niño Jesús semidesnudo. A San Antonio siempre le iluminaba una vela dispuesta en un candelero de peltre, al que todos los días había que retirarle las espermas derretidas y reemplazar por una nueva vela.

En «la casa» había otro cuarto contiguo a la sala, saliendo al patio, tenía las mismas características del aposento, solo que en este dormían los jóvenes varones, los más valientes, pues los menores tenían pavor dormir en ese sitio ya que encima de las vigas que soportaban el techo de palma, envuelto en el papel donde se empacaba el cemento, reposaban dos ataúdes nuevos que mis tías abuelas mantenían para cuando les llegara la hora postrera. Estos ataúdes en muchas ocasiones eran prestados a familiares y vecinos, a los que la muerte les visitaba sin que ellos tuvieran la previsión de proveerse sus propia caja mortuoria.

Por: Diógenes Armando Pino Ávila

Crónica
2 diciembre, 2021

Historias del Caribe: ‘El aposento’

En ese entonces no se hablaba de hacinamiento, lo normal era que la familia entera durmiera en «el aposento».


Foto de cortesía.
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En «la casa» de los pueblos diseminados en la Depresión Momposina, contiguo a la sala y comunicado por una puerta de dos hojas quedaba el lugar más reservado del hogar, los mayores le llamaban «El aposento». Era el dormitorio, el único dormitorio de «La casa», el que se ventilaba por una ventana mediana que daba a la calle y que servía para avisar la llegada de algún miembro noctámbulo o para dar noticias inesperadas a mitad de la noche.

Debo decir que también servía para que los amantes furtivos al amparo de la oscuridad dieran sus toques y santo señas que les permitieran franquear «La puerta» y realizar su secreto idilio con la amante encubierta.

Al aposento únicamente entraban los miembros de la familia, y en casos de enfermedad o parto, la partera o el médico; solo en casos excepcionales se permitía el ingreso de vecinos y familiares que vinieran a visitar al que estuviera enfermo, para ello se acomodaban unos taburetes cerca al lecho del enfermo para que el visitante tuviera la oportunidad de charlar en confianza con el convaleciente. 

En estos casos se abría de par en par la puerta que comunicaba con la sala, la ventana y «la puerta falsa», con el fin de airear y dar iluminación a la habitación.

«El aposento» estaba amoblado y dispuesto con la sencillez minimalista de nuestros mayores. Era una habitación espaciosa donde acomodaban tres o cuatro “catres”, camastros de doble cuerpos, fabricados en gruesa madera, que servía de bastidor para ser forrados con piel de buey para que diera las dimensiones del catre. Encima del bastidor de piel de buey del catre se ponía un petate hecho con palma de estera, el cual fabricaban las artesanas ancianas de la localidad y encima de esta una colcha de retazos de telas de diferentes colores que servía de cubrelecho y cobija para el durmiente.  

Encima del catre colgaban unos toldos fabricados en gaza floreada, los que en los extremos del ancho tenían unas orejas de tela por las que se colocaba una vara recta de astromelia, o cualquier otro árbol, la que era atada con una cabuya delgada a la pared por los dos extremos y en equilibrio cubría el lecho para protegernos y evitar que el mosquito perturbara el sueño.  

EL SANTO

En ese entonces no se hablaba de hacinamiento, lo normal era que la familia entera durmiera en «el aposento». Debajo del catre donde dormían los mayores siempre había una bacinilla de peltre para depositar sus orines nocturnos sin tener que salir al patio a botarlos al retrete. Estos orines eran sacados en la mañana bien temprano por la puerta falsa.

En un espacio, generalmente cerca a la ventana, los infaltables baúles de madera, encaramados en sus banquillos también de madera, donde guardaban la ropa de la familia. La costumbre familiar era que en la parte interior de la tapa de los baúles se pegara una hoja de papel donde escribían las fechas de nacimientos, matrimonios y muertes de los familiares. También acostumbraban a pegar algunas fotos de esos eventos.

Dentro de los baúles era infaltable el ramo de reseda para perfumar las prendas de ropa que se guardaban en forma ordenada por los mayores de la casa. Al lado de los baúles siempre estaba «la mesa de los santos», una mesa de madera pintada con color ocre, donde reposaba el santo patrono de la familia en «la casa».

Esta mesa era ocupada por un San Antonio de madera de unos sesenta centímetros de alto, este santo sostenía en su brazo derecho a un niño Jesús semidesnudo. A San Antonio siempre le iluminaba una vela dispuesta en un candelero de peltre, al que todos los días había que retirarle las espermas derretidas y reemplazar por una nueva vela.

En «la casa» había otro cuarto contiguo a la sala, saliendo al patio, tenía las mismas características del aposento, solo que en este dormían los jóvenes varones, los más valientes, pues los menores tenían pavor dormir en ese sitio ya que encima de las vigas que soportaban el techo de palma, envuelto en el papel donde se empacaba el cemento, reposaban dos ataúdes nuevos que mis tías abuelas mantenían para cuando les llegara la hora postrera. Estos ataúdes en muchas ocasiones eran prestados a familiares y vecinos, a los que la muerte les visitaba sin que ellos tuvieran la previsión de proveerse sus propia caja mortuoria.

Por: Diógenes Armando Pino Ávila