En las mañanas, por ‘la puerta’ se asomaban los vendedores callejeros a proponer sus productos en esa costumbre Caribe de comerciar la yuca, el plátano, el pescado y otros productos de la canasta familiar en horas de la mañana y puerta a puerta.
En época no muy lejana, en que los pueblos no habían dejado de ser pueblos, en que sus gentes no se encasillaban en ese querer ser citadinos, en esos tiempos de abuelos, de vecinos cercanos con la consideración de familiares, de padrinos y madrinas con mandatos sobre los ahijados, en calendas del pasado ‘La casa’ (donde crecimos), podía tener muchas puertas, pero cuando se hablaba de La puerta’ todos sabíamos que era la de la calle.
‘La puerta’ se abría a las seis de la mañana y solo se cerraba a las nueve de la noche, permanecía abierta todo el día como muestra de confianza y hospitalidad al visitante. Era abierta bien temprano, por los mayores, lo que indicaba el comienzo de las rutinas caseras, los turnos en el único baño, barrer el frente de la casa, dar los buenos días a los vecinos, compartir el tinto (café mañanero) con las amistades que pasaban, intercambiar noticias de sucesos nocturnos (enfermos, muertes repentinas, fugas de doncellas), en fin, era el lugar y la hora apropiada para el cotilleo pueblerino y actualización de comadres.
En las mañanas, por ‘la puerta’ se asomaban los vendedores callejeros a proponer sus productos en esa costumbre Caribe de comerciar la yuca, el plátano, el pescado y otros productos de la canasta familiar en horas de la mañana y puerta a puerta; generalmente, esos vendedores, eran y son también, los primeros difusores de noticias frescas de otras calles y barrios, pues entre la charla que cruzan con las amas de casa, van intercambiando noticias de sucesos nocturnos o chismes dichos en voz baja, siempre con la afirmación: “Dicen, a mí no me consta”, como salvaguarda para futuros reclamos y enredos de chismosos.
En el pueblo, donde todos nos conocíamos y éramos como familia, donde sus gentes no sentían miedo, pues el único temor que se tenía eran a los espantos, que decían los abuelos salían a media noche, para asustar a los parranderos y mujeriegos que al amparo de la oscuridad deambulaban por las calles, buscando catres ajenos, donde dar rienda suelta a tórridos amores clandestinos con damas insatisfechas o misericordiosas mujeres que por encargo aligeraban la libido desbocada de don Juanes irredentos y tumbalocas de oficio (no había guerrillas, ni paracos, ni malandros al acecho). Razones tenidas en cuenta para sacar los taburetes de cuero y madera y apostarlos en ‘la puerta’, pues a las siete de la noche la familia se sentaba a dialogar bajo la suave y fresca brisa que refrescaba el reverbero del día que había sido incinerado bajo la canícula del sol de fuego.
Armados de musengues (escobilla hecha con la inflorescencia de la palma de vino, para espantar los mosquitos), la familia dialoga y recibe visita de amigos y familiares, mientras que los niños, sentados a un lado, intercambiaban trabalenguas y adivinanzas, hasta que algún anciano se les unía y comenzaba a contarles historias tradicionales, las de mi pueblo, siempre se referían a ese trío fantástico de héroes llamados: Juan, Pedro y Manuelito, cuando no, las de Tío conejo, Tía Zorra, Tío Mico, Tío Burro y Tío Tigre; recuerdo otras muy contadas como la del que tenía los tres perros: «Vuela por los aires», «Rompecadenas» y «Rompecandados», canes fieles que sacaban de apuros a su dueño, el que siempre era la víctima de ese rey malo que lo perseguía y encarcelaba.
A las nueve de la noche o nueve y media a más tardar, la familia se despedía de los vecinos, guardaba los taburetes y se adentraba a la casa, las mujeres ponían en orden la sala, revisaban la cocina, acomodaban platos y ollas y como un ritual ponían las escobas patas arribas, con la creencia de que las brujas no podían visitar la casa mientras estas escobas tuvieran las pajas hacia arriba. Si amenazaba tempestad, procedían a cubrir los espejos y cuadros de la sala para que, a través del reflejo de los relámpagos sobre su cristal, no atrajeran las centellas.
La otra puerta que era reconocida tenía nombre y apellido, no era la que daba de la sala al patio, ni la de la cocina, ni la que comunicaba los aposentos, la puerta a la que me refiero era una puerta pequeña, de una sola hoja, que comunicaba el aposento principal con el patio, esta era ‘la puerta falsa’, generalmente la utilizaban las abuelas para sacar, en la mañana, la bacinilla con los orines. ¡De lo que se ha perdido la juventud por culpa de la televisión y la internet!
Por: Diógenes Armando Pino Ávila
En las mañanas, por ‘la puerta’ se asomaban los vendedores callejeros a proponer sus productos en esa costumbre Caribe de comerciar la yuca, el plátano, el pescado y otros productos de la canasta familiar en horas de la mañana y puerta a puerta.
En época no muy lejana, en que los pueblos no habían dejado de ser pueblos, en que sus gentes no se encasillaban en ese querer ser citadinos, en esos tiempos de abuelos, de vecinos cercanos con la consideración de familiares, de padrinos y madrinas con mandatos sobre los ahijados, en calendas del pasado ‘La casa’ (donde crecimos), podía tener muchas puertas, pero cuando se hablaba de La puerta’ todos sabíamos que era la de la calle.
‘La puerta’ se abría a las seis de la mañana y solo se cerraba a las nueve de la noche, permanecía abierta todo el día como muestra de confianza y hospitalidad al visitante. Era abierta bien temprano, por los mayores, lo que indicaba el comienzo de las rutinas caseras, los turnos en el único baño, barrer el frente de la casa, dar los buenos días a los vecinos, compartir el tinto (café mañanero) con las amistades que pasaban, intercambiar noticias de sucesos nocturnos (enfermos, muertes repentinas, fugas de doncellas), en fin, era el lugar y la hora apropiada para el cotilleo pueblerino y actualización de comadres.
En las mañanas, por ‘la puerta’ se asomaban los vendedores callejeros a proponer sus productos en esa costumbre Caribe de comerciar la yuca, el plátano, el pescado y otros productos de la canasta familiar en horas de la mañana y puerta a puerta; generalmente, esos vendedores, eran y son también, los primeros difusores de noticias frescas de otras calles y barrios, pues entre la charla que cruzan con las amas de casa, van intercambiando noticias de sucesos nocturnos o chismes dichos en voz baja, siempre con la afirmación: “Dicen, a mí no me consta”, como salvaguarda para futuros reclamos y enredos de chismosos.
En el pueblo, donde todos nos conocíamos y éramos como familia, donde sus gentes no sentían miedo, pues el único temor que se tenía eran a los espantos, que decían los abuelos salían a media noche, para asustar a los parranderos y mujeriegos que al amparo de la oscuridad deambulaban por las calles, buscando catres ajenos, donde dar rienda suelta a tórridos amores clandestinos con damas insatisfechas o misericordiosas mujeres que por encargo aligeraban la libido desbocada de don Juanes irredentos y tumbalocas de oficio (no había guerrillas, ni paracos, ni malandros al acecho). Razones tenidas en cuenta para sacar los taburetes de cuero y madera y apostarlos en ‘la puerta’, pues a las siete de la noche la familia se sentaba a dialogar bajo la suave y fresca brisa que refrescaba el reverbero del día que había sido incinerado bajo la canícula del sol de fuego.
Armados de musengues (escobilla hecha con la inflorescencia de la palma de vino, para espantar los mosquitos), la familia dialoga y recibe visita de amigos y familiares, mientras que los niños, sentados a un lado, intercambiaban trabalenguas y adivinanzas, hasta que algún anciano se les unía y comenzaba a contarles historias tradicionales, las de mi pueblo, siempre se referían a ese trío fantástico de héroes llamados: Juan, Pedro y Manuelito, cuando no, las de Tío conejo, Tía Zorra, Tío Mico, Tío Burro y Tío Tigre; recuerdo otras muy contadas como la del que tenía los tres perros: «Vuela por los aires», «Rompecadenas» y «Rompecandados», canes fieles que sacaban de apuros a su dueño, el que siempre era la víctima de ese rey malo que lo perseguía y encarcelaba.
A las nueve de la noche o nueve y media a más tardar, la familia se despedía de los vecinos, guardaba los taburetes y se adentraba a la casa, las mujeres ponían en orden la sala, revisaban la cocina, acomodaban platos y ollas y como un ritual ponían las escobas patas arribas, con la creencia de que las brujas no podían visitar la casa mientras estas escobas tuvieran las pajas hacia arriba. Si amenazaba tempestad, procedían a cubrir los espejos y cuadros de la sala para que, a través del reflejo de los relámpagos sobre su cristal, no atrajeran las centellas.
La otra puerta que era reconocida tenía nombre y apellido, no era la que daba de la sala al patio, ni la de la cocina, ni la que comunicaba los aposentos, la puerta a la que me refiero era una puerta pequeña, de una sola hoja, que comunicaba el aposento principal con el patio, esta era ‘la puerta falsa’, generalmente la utilizaban las abuelas para sacar, en la mañana, la bacinilla con los orines. ¡De lo que se ha perdido la juventud por culpa de la televisión y la internet!
Por: Diógenes Armando Pino Ávila