Es esta la verdadera historia de un juglar que, aunque hiciera estremecer de orgullo el corazón del Valle y a punta de versos rescatara del infame olvido la tierra del Compae Chipuco, debió vivir hasta la muerte entre penas, soledades y rimas.
Allá, a orillas del río, a pocas leguas del Valle de Upar, quedan los Cardonales de Guacoche, el pueblito de Lorenzo Morales. Es una especie de aldea que, arrullada bajo el lírico embrujo de las aves, sueña aún romper el primitivo eslabón de la eterna esclavitud. Sus habitantes, como nómades ancestrales, parecen ir buscando siempre el ínfimo rastro de la historia que los conduzca definitivamente por los caminos de la libertad.
Las tinajeras, esas mujeres aguerridas que, envueltas en sus típicos turbantes bajo el ardiente sol, moldean la arcilla como el alma misma, son enervante metáfora del obrero medieval cuya disposición, religión y pensamiento estaban subordinados a la voluntad del feudo. En distintas proporciones, y con disímiles matices, así es la tierra del juglar, una delirante e inusitada geografía que como noble vasallo sucumbe al regazo del servil patriarcado.
Pero, más allá del yugo español y otras servidumbres, los increíbles dones para el canto y la probidad del nativo son imbatibles instrumentos que, pese al vilipendio y abandono perpetuos, han conseguido la emancipación artística y moral de nuestra amada Provincia. Bajo este criterio surge entonces el legendario Lorenzo, un guerrero sin capa ni espada, pero provisto de una magnífica pluma, de faustas veleidades y homéricos trazos, y asistido por los más recónditos enigmas del Cacique Upar.
De sombrero, bastón y mediana estatura, su garba figura idealiza el Gandhi americano cuya única política y filosofía consistió en sublimar con sus notas la música vallenata y honrar con sus versos el principio de la franca amistad y el amor por su pueblo. Pese a su ligera picaresca, jamás hubo en sus contenidos un asomo de egoísmo ni perfidia, puesto que la fórmula de su ingenio residía en difuminar historias y personajes y mediante un sutil pincelazo de ironía derribar los quijotescos molinos de viento del verdugo musical. De esa dinámica pastoril y caricaturesca se engendran los fantasmas de la piquería criolla, replica vanguardista de los míticos cantares de Gesta que, recitados de pueblo en pueblo, daban cuenta al mundo de cómo la nobleza y otros méritos del alma, lograban someter la realeza espuria, la ignominia y la opulencia.
Como todo caballero andante, Morales encontró en sus aventuras el émulo artístico que, cual Amadís de Gaula, se paseaba en su rocín tocando un acordeón y cantando coplas de vaquería. Aquel que, entre Urumita y Valledupar, descubrió un ágora musical y el rival perfecto con quien desbravar la bestia de su ingenio, y dilapidar el afluente indómito de esos versos que tienen el alma por lecho y en la eternidad desembocan. Nacido en La Jagua del Pilar y bautizado con el nombre de Emiliano Antonio, el antagonista se presentó en Guacoche una mañana que, viajando a Valledupar, oyó en la lejanía el bullicio de una parranda, a la cual acudió de inmediato y, a manera de reto, pidió el acordeón que luego ejecutó magistralmente frente al fortuito adversario.
Hubo un gran festín que alborotó los pájaros de la comarca, y puso desde entonces para siempre en escena y en franca lid a dos juglares del campo, como esquiva alegoría de los clásicos romanceros de Castilla. Entonces no hacían falta las líneas del telégrafo, porque las noticias llegaban a galope de mula, y, del mismo modo, tornaba la correspondencia a sus respectivos destinatarios. Así, recíprocamente, ambos artistas compartían con delirante agudeza y sarcasmo sus recados musicales, a la vez que eran victoreados por una horda de aficionados del género.
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Algún tiempo después, en junio de 1938, Moralito viajó a la población de Urumita. No llevó acordeón. En realidad fue a comprar a los cultivadores de la serranía un fardo de hojas de tabaco, con las cuales su madre Juana elaboraba el producto que en toda la región comercializaba. Los que vieron a Lorenzo, advirtiendo que casualmente el ‘viejo Mile’ amenizaba en casa de Gregoria Acosta las fiestas de San Pablo, propiciaron el encuentro. El labriego de los Cardonales ató en la empalizada su recua de asnos y asumió el desafío. Abrió los fuelles, acarició con exuberante digitación el teclado del instrumento, y con el carácter mismo con el que se esgrime una bayoneta, arrojó su lírico arsenal al corazón del verdugo.
Disminuido por los efectos del licor y la magnificencia de su oponente, el aclamado acordeonero de La Jagua debió solicitar una tregua para el día siguiente, cuando disipara la resaca y pudiera recobrar sus fuerzas. Pero, Moralito, con la prematura complacencia del triunfo, se levantó muy temprano, ensilló sus bestias y se encaminó a su pueblo, consumando la diligencia que su madre le había encomendado.
En la ‘cumbiamba de Gregoria’, como se dijera entonces, con su acordeón al pecho, ordinarios anteojos y boína inglesa, se quedó Emiliano aguardando al aguerrido postor que nunca llegó, motivo que le permitió establecer las primeras premisas de su silogismo elemental: “Moralito se me corrió, y si se corrió es del miedo que me tiene”, comentó el juglar entonces, entre Urumita, La Jagua y las Sabanas del Plan”
Días después, al galope de un arriero, llegó la represalia en versos:
“Oye Emilianito, dime qué te pasa
Qué te está pasando
Qué te pasa ahora
Pa’ qué echas mentiras
Pa’ que te las cojan”
Un enviado llevó la misiva a La Jagua. Y, entonces, para siempre, cayó la gota fría, que fue la génesis de ese aguacero musical que la misma historia vigila y venera, bajo el paraguas roto de sus nostalgias.
“Acordate Moralito de aquel día
Que estuviste en Urumita
Y no quisiste hacer parada
Te fuiste de mañanita
Sería de la misma rabia”,
Años más tarde, cuando el provinciano Carlos Vives y el español Julio Iglesias grabaran sus respectivas versiones, aquella copla de juglaría trascendió desde el palenque y los corrales hasta los más ostentosos escenarios del mundo. Inimaginable hasta entonces para ellos, empezaron a ser requeridos por la cultura universal, como epítome de la piqueria vallenata, profusa dialéctica de fuerza, pujanza y razón, a cuya saga se rinden hoy sus discípulos y los oprimidos plebeyos del fuelle consiguen su redención eterna.
Por tamaña difusión, algún cosmopolita podría idealizar a Lorenzo como un monarca infalible, gobernando un vasto imperio musical, con su improfanable acordeón cual diadema y el pentagrama ilusorio a sus pies. Pero, ¡no! Moralito, cual Jesús en el Gólgota, debió vivir sus últimos años cargando los pecados jamás cometidos, abandonado por hidalgos y autócratas, y esperando acaso ver colmar las tinajas vacías de sus alfareras tristes, con el vino milagroso de las bodas de Canaán.
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Aquí, en la casa del maestro, ubicada en un recodo del barrio Primero de Mayo, pernoctan sus más ávidas memorias. Su hija Cecilia Morales, describe con tanto recato y sigilo sus lontananzas que entonces recorremos a tiendas cada habitación, como si íntimamente hubiésemos sellado el pacto de no despertar el patriarca que, en su vieja cama de lienzo, duerme acaso en el corredor. “Es que aún me parece que está vivo”, comenta con apacible añoranza la hija del legendario. Luego, como en el rito de una contrita exhumación, entre lágrima y lágrima, va sacando de los baúles hasta el último recuerdo de su padre.
A la vista del cronista, expone la cenicienta camisa de poliéster, las alpargatas rotas, el viejo reloj de pulso detenido desde entonces, la icónica carta escrita con su puño y letra y el sensible retrato donde, apoyado en el pomo del bastón, el mítico Lorenzo parece esperar la acometida final, llevando la cruz de un verso en la mirada, con el alma rota y sin acordeón. Deslizando las páginas del álbum me indica el momento histórico de cada fotografía: sus hermanos en reunión familiar un domingo, su padre al lado del compadre Emiliano, en su último encuentro musical, y su madre Ana Benilda, vigilando las postrimerías del juglar en su sillón de mimbres, con su insomne intrepidez e infinito amor por el bordado.
En las añejas paredes del comedor, pintadas de agónico marfil, en saña perpetua el tiempo desdibuja un retrato, el mobiliario exhorta el exilio de las cosas y las almas y se percibe con exigua flagrancia el rastro de una mano invisible que amorosamente teje en el último cuarto sus coloridas sábanas de retazo. Aquí, todo acude al convite de la nada. Un eco espolea el nimbo de las jadeantes lámparas cuya lumbre, como absurda rebelión en fuga, espanta las sombras estancadas del dormitorio; en un rincón, sucumbe el viejo bastón sin amo y emerge el fantasma benévolo de Pascuala, llevando sus exquisitos manjares, al pie del lecho de amor y quebranto, donde ya nadie duerme.
“Es que aquí vive el alma de Morales”, insiste Cecilia. Y esa alma es la que buscamos entonces a cada paso por la estancia, en los nimios arreboles de un sueño y en la tibia palidez de ornato, en la agonía de cuatro velones marchitos y en el sigiloso rumor de las polillas que entre las lúgubres arcas y un Cristo socavan las fervientes páginas de Moralito.
En esta vivienda, sin vanidades ni lujos, no queda más que la mustia embriaguez de la gloria, la muda exegesis del canto, y las dormidas notas del acordeón que un día Gabito ofrendó al legendario. Por fortuna, el negro sombrero de fieltro, como el de Simón, no quedó colgado en las ramas de un peralejo, ni condenado en las vitrinas de los desalmados museos nacionales, sino que fue concedido al entrañable pintor bogotano Álvaro Jaramillo, antes de que pudiera quedar en las manos de los gitanos de Melquíades que andan por ahí, desentrañando los misterios de la Provincia.
Es esta la verdadera historia de un juglar que, aunque hiciera estremecer de orgullo el corazón del Valle y a punta de versos rescatara del infame olvido la tierra del Compae Chipuco, debió vivir hasta la muerte entre penas, soledades y rimas, solazado en los plácemes de amigos y turistas que a menudo requerían el personaje. Cuenta la leyenda que una mañanita de agosto, sería de la misma rabia, se fue para siempre a la inmensidad el último heredero de Francisco el Hombre…
¡Bendito sea!
Por: Fernando Daza
Es esta la verdadera historia de un juglar que, aunque hiciera estremecer de orgullo el corazón del Valle y a punta de versos rescatara del infame olvido la tierra del Compae Chipuco, debió vivir hasta la muerte entre penas, soledades y rimas.
Allá, a orillas del río, a pocas leguas del Valle de Upar, quedan los Cardonales de Guacoche, el pueblito de Lorenzo Morales. Es una especie de aldea que, arrullada bajo el lírico embrujo de las aves, sueña aún romper el primitivo eslabón de la eterna esclavitud. Sus habitantes, como nómades ancestrales, parecen ir buscando siempre el ínfimo rastro de la historia que los conduzca definitivamente por los caminos de la libertad.
Las tinajeras, esas mujeres aguerridas que, envueltas en sus típicos turbantes bajo el ardiente sol, moldean la arcilla como el alma misma, son enervante metáfora del obrero medieval cuya disposición, religión y pensamiento estaban subordinados a la voluntad del feudo. En distintas proporciones, y con disímiles matices, así es la tierra del juglar, una delirante e inusitada geografía que como noble vasallo sucumbe al regazo del servil patriarcado.
Pero, más allá del yugo español y otras servidumbres, los increíbles dones para el canto y la probidad del nativo son imbatibles instrumentos que, pese al vilipendio y abandono perpetuos, han conseguido la emancipación artística y moral de nuestra amada Provincia. Bajo este criterio surge entonces el legendario Lorenzo, un guerrero sin capa ni espada, pero provisto de una magnífica pluma, de faustas veleidades y homéricos trazos, y asistido por los más recónditos enigmas del Cacique Upar.
De sombrero, bastón y mediana estatura, su garba figura idealiza el Gandhi americano cuya única política y filosofía consistió en sublimar con sus notas la música vallenata y honrar con sus versos el principio de la franca amistad y el amor por su pueblo. Pese a su ligera picaresca, jamás hubo en sus contenidos un asomo de egoísmo ni perfidia, puesto que la fórmula de su ingenio residía en difuminar historias y personajes y mediante un sutil pincelazo de ironía derribar los quijotescos molinos de viento del verdugo musical. De esa dinámica pastoril y caricaturesca se engendran los fantasmas de la piquería criolla, replica vanguardista de los míticos cantares de Gesta que, recitados de pueblo en pueblo, daban cuenta al mundo de cómo la nobleza y otros méritos del alma, lograban someter la realeza espuria, la ignominia y la opulencia.
Como todo caballero andante, Morales encontró en sus aventuras el émulo artístico que, cual Amadís de Gaula, se paseaba en su rocín tocando un acordeón y cantando coplas de vaquería. Aquel que, entre Urumita y Valledupar, descubrió un ágora musical y el rival perfecto con quien desbravar la bestia de su ingenio, y dilapidar el afluente indómito de esos versos que tienen el alma por lecho y en la eternidad desembocan. Nacido en La Jagua del Pilar y bautizado con el nombre de Emiliano Antonio, el antagonista se presentó en Guacoche una mañana que, viajando a Valledupar, oyó en la lejanía el bullicio de una parranda, a la cual acudió de inmediato y, a manera de reto, pidió el acordeón que luego ejecutó magistralmente frente al fortuito adversario.
Hubo un gran festín que alborotó los pájaros de la comarca, y puso desde entonces para siempre en escena y en franca lid a dos juglares del campo, como esquiva alegoría de los clásicos romanceros de Castilla. Entonces no hacían falta las líneas del telégrafo, porque las noticias llegaban a galope de mula, y, del mismo modo, tornaba la correspondencia a sus respectivos destinatarios. Así, recíprocamente, ambos artistas compartían con delirante agudeza y sarcasmo sus recados musicales, a la vez que eran victoreados por una horda de aficionados del género.
Lea también: Poncho Zuleta y la ‘cachureta’
Algún tiempo después, en junio de 1938, Moralito viajó a la población de Urumita. No llevó acordeón. En realidad fue a comprar a los cultivadores de la serranía un fardo de hojas de tabaco, con las cuales su madre Juana elaboraba el producto que en toda la región comercializaba. Los que vieron a Lorenzo, advirtiendo que casualmente el ‘viejo Mile’ amenizaba en casa de Gregoria Acosta las fiestas de San Pablo, propiciaron el encuentro. El labriego de los Cardonales ató en la empalizada su recua de asnos y asumió el desafío. Abrió los fuelles, acarició con exuberante digitación el teclado del instrumento, y con el carácter mismo con el que se esgrime una bayoneta, arrojó su lírico arsenal al corazón del verdugo.
Disminuido por los efectos del licor y la magnificencia de su oponente, el aclamado acordeonero de La Jagua debió solicitar una tregua para el día siguiente, cuando disipara la resaca y pudiera recobrar sus fuerzas. Pero, Moralito, con la prematura complacencia del triunfo, se levantó muy temprano, ensilló sus bestias y se encaminó a su pueblo, consumando la diligencia que su madre le había encomendado.
En la ‘cumbiamba de Gregoria’, como se dijera entonces, con su acordeón al pecho, ordinarios anteojos y boína inglesa, se quedó Emiliano aguardando al aguerrido postor que nunca llegó, motivo que le permitió establecer las primeras premisas de su silogismo elemental: “Moralito se me corrió, y si se corrió es del miedo que me tiene”, comentó el juglar entonces, entre Urumita, La Jagua y las Sabanas del Plan”
Días después, al galope de un arriero, llegó la represalia en versos:
“Oye Emilianito, dime qué te pasa
Qué te está pasando
Qué te pasa ahora
Pa’ qué echas mentiras
Pa’ que te las cojan”
Un enviado llevó la misiva a La Jagua. Y, entonces, para siempre, cayó la gota fría, que fue la génesis de ese aguacero musical que la misma historia vigila y venera, bajo el paraguas roto de sus nostalgias.
“Acordate Moralito de aquel día
Que estuviste en Urumita
Y no quisiste hacer parada
Te fuiste de mañanita
Sería de la misma rabia”,
Años más tarde, cuando el provinciano Carlos Vives y el español Julio Iglesias grabaran sus respectivas versiones, aquella copla de juglaría trascendió desde el palenque y los corrales hasta los más ostentosos escenarios del mundo. Inimaginable hasta entonces para ellos, empezaron a ser requeridos por la cultura universal, como epítome de la piqueria vallenata, profusa dialéctica de fuerza, pujanza y razón, a cuya saga se rinden hoy sus discípulos y los oprimidos plebeyos del fuelle consiguen su redención eterna.
Por tamaña difusión, algún cosmopolita podría idealizar a Lorenzo como un monarca infalible, gobernando un vasto imperio musical, con su improfanable acordeón cual diadema y el pentagrama ilusorio a sus pies. Pero, ¡no! Moralito, cual Jesús en el Gólgota, debió vivir sus últimos años cargando los pecados jamás cometidos, abandonado por hidalgos y autócratas, y esperando acaso ver colmar las tinajas vacías de sus alfareras tristes, con el vino milagroso de las bodas de Canaán.
Le puede interesar: Al compositor Marciano Martínez lo han “matado” tres veces
Aquí, en la casa del maestro, ubicada en un recodo del barrio Primero de Mayo, pernoctan sus más ávidas memorias. Su hija Cecilia Morales, describe con tanto recato y sigilo sus lontananzas que entonces recorremos a tiendas cada habitación, como si íntimamente hubiésemos sellado el pacto de no despertar el patriarca que, en su vieja cama de lienzo, duerme acaso en el corredor. “Es que aún me parece que está vivo”, comenta con apacible añoranza la hija del legendario. Luego, como en el rito de una contrita exhumación, entre lágrima y lágrima, va sacando de los baúles hasta el último recuerdo de su padre.
A la vista del cronista, expone la cenicienta camisa de poliéster, las alpargatas rotas, el viejo reloj de pulso detenido desde entonces, la icónica carta escrita con su puño y letra y el sensible retrato donde, apoyado en el pomo del bastón, el mítico Lorenzo parece esperar la acometida final, llevando la cruz de un verso en la mirada, con el alma rota y sin acordeón. Deslizando las páginas del álbum me indica el momento histórico de cada fotografía: sus hermanos en reunión familiar un domingo, su padre al lado del compadre Emiliano, en su último encuentro musical, y su madre Ana Benilda, vigilando las postrimerías del juglar en su sillón de mimbres, con su insomne intrepidez e infinito amor por el bordado.
En las añejas paredes del comedor, pintadas de agónico marfil, en saña perpetua el tiempo desdibuja un retrato, el mobiliario exhorta el exilio de las cosas y las almas y se percibe con exigua flagrancia el rastro de una mano invisible que amorosamente teje en el último cuarto sus coloridas sábanas de retazo. Aquí, todo acude al convite de la nada. Un eco espolea el nimbo de las jadeantes lámparas cuya lumbre, como absurda rebelión en fuga, espanta las sombras estancadas del dormitorio; en un rincón, sucumbe el viejo bastón sin amo y emerge el fantasma benévolo de Pascuala, llevando sus exquisitos manjares, al pie del lecho de amor y quebranto, donde ya nadie duerme.
“Es que aquí vive el alma de Morales”, insiste Cecilia. Y esa alma es la que buscamos entonces a cada paso por la estancia, en los nimios arreboles de un sueño y en la tibia palidez de ornato, en la agonía de cuatro velones marchitos y en el sigiloso rumor de las polillas que entre las lúgubres arcas y un Cristo socavan las fervientes páginas de Moralito.
En esta vivienda, sin vanidades ni lujos, no queda más que la mustia embriaguez de la gloria, la muda exegesis del canto, y las dormidas notas del acordeón que un día Gabito ofrendó al legendario. Por fortuna, el negro sombrero de fieltro, como el de Simón, no quedó colgado en las ramas de un peralejo, ni condenado en las vitrinas de los desalmados museos nacionales, sino que fue concedido al entrañable pintor bogotano Álvaro Jaramillo, antes de que pudiera quedar en las manos de los gitanos de Melquíades que andan por ahí, desentrañando los misterios de la Provincia.
Es esta la verdadera historia de un juglar que, aunque hiciera estremecer de orgullo el corazón del Valle y a punta de versos rescatara del infame olvido la tierra del Compae Chipuco, debió vivir hasta la muerte entre penas, soledades y rimas, solazado en los plácemes de amigos y turistas que a menudo requerían el personaje. Cuenta la leyenda que una mañanita de agosto, sería de la misma rabia, se fue para siempre a la inmensidad el último heredero de Francisco el Hombre…
¡Bendito sea!
Por: Fernando Daza